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Alan Pauls: «Traducir es una esclavitud»

En la primera novela de Alan Pauls, El pudor del pornógrafo, le seguíamos el rastro a un precoz escribiente de cartas amorosas. Su tarea era algo así como ser el traductor de la pasión de hombres y mujeres que le enviaban desesperadas cartas de amor. Tras esa novela publicada con 21 años, llegaron ensayos sobre Borges, una mastodóntica novela que indaga en la fallas tectónicas de una relación amorosa, ficciones en torno al llanto, el pelo y el dinero, y hasta un brillante ensayo sobre la playa como lugar de infancia y paraíso perdido.

No menos conocida es la labor de Pauls como traductor. Recientemente, como fiel párroco de Roland Barthes, tradujo Barthes, por Barthes (Eterna Cadencia). También son suyas, entre otras, las traducciones de Los primeros cuentos, de Truman Capote (Lumen), y Totalmente, tiernamente, trágicamente, del ensayista estadounidense Phillip Lopate (Ediciones UDP). Gracias a la amabilidad de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, nos dimos a la tarea de rescatar esta entrevista de Pauls acerca de ese misterioso y por lo general infravolarado acto que es el de traducir textos literarios.

En la entrevista podemos reconocer algunas claves de la literatura de Pauls, así como su relación con el texto traducido, la sensación de leerse en otro idioma y, por ejemplo, la diferencia que puede existir entre leer a Ernesto Sábato en francés, traducido por Severo Sarduy, a leerlo en español.

¿Qué es la traducción?

Es una esclavitud, una especie de sacerdocio, creo que la traducción es más sacerdocio que la docencia, es una esclavitud en el sentido gozoso de la palabra. Hay algo en la palabra esclavitud que me parece que describe bien esa especie de relación de dependencia que hay entre el traductor y el texto que traduce. Es también una adicción, cuando traduzco no me puedo levantar de la silla hasta no haber terminado una gran unidad de traducción, no puedo dejar el trabajo por la mitad, y eso quiere decir que incluso puedo dejar de comer, puedo postergar cosas que no postergaría si, digamos, estoy escribiendo una novela. No tiene nada que ver con la pasión ni con la intensidad del placer que uno tiene al hacer ambas cosas. Yo creo que en la traducción hay una especie de demanda, un llamado del texto a traducir que no existe cuando escribo ficción, ensayos, o cualquier otra cosa, y eso es lo que me pone en una relación de dependencia total, de adicción.  

Creo que los textos escritos en otras lenguas que no son la de uno piden ser traducidos, y hay en ese pedido una especie de mandato, algo a lo que uno no puede resistirse si tiene algún tipo de sensibilidad con la traducción. Yo hice eso muy joven pensando que me iba a ganar la vida traduciendo a los 20, 21, 22 años, y me di cuenta muy rápido de que me encantaba traducir pero que por supuesto no había dinero que pudiera pagar esa relación de esclavitud, esa dependencia. Los honorarios de un traductor deberían de ser muy elevados, porque literalmente no se hace otra cosa más que traducir y no se hace otra cosa más que pensar en lo que se está traduciendo. A la vez, lo genial del asunto es que por supuesto se tiene la conciencia de que no es posible traducir, que se es adicto a algo que en cierto sentido es una tarea imposible, en el sentido, por supuesto, de una traducción sin restos, de uno a uno, una correspondencia entre una lengua y otra.

¿Qué relación hay entre la traducción y la escritura?

No sé si hay mucha relación entre traducir y escribir, en todo caso encuentro mucha relación entre traducir y leer, creo que traducir es leer, es lo que Nietzsche llamaba un ejemplo de close reading, de lectura cercana, miope. Me parece que los traductores son quizás los últimos que leen de esa manera, filológicamente, con ese nivel de detalle microscópico. Diría que hay más relación entre traducir y leer que entre traducir y escribir. Para mí traducir es más una escuela de lectura que de escritura. De hecho, por ejemplo, los traductores son lectores temibles, me ha tocado esperar siempre con una cierta inquietud las preguntas de los traductores que han traducido mis libros, porque son como sabuesos, y no solo sabuesos de la lengua en el sentido de que profesionalmente están entrenados para detectar cualquier problema lingüístico o interlingüístico, sino también que leen lo que uno escribe con un nivel de detenimiento que ni siquiera los críticos literarios más obsesivos tienen, siempre son ellos los que detectan las incongruencias con fechas o con periodos que pasan entre una acción o entre un hecho y otro, digamos que son como aves de presa en ese sentido, pero también, por supuesto, son lectores muy finos y muy sensibles, necesitan forzosamente tener ciertas perspectivas culturales generales que van más allá de la lengua de la cual están traduciendo, tienen que tener un cierto saber contextual muy preciso. Las investigaciones que hacen cuando están traduciendo algo son investigaciones que valen solo para eso que están traduciendo en ese momento.

En cierto sentido hay algo muy demencial en un traductor, se puede decir que un traductor tiene una gran carrera, digamos, un Miguel Sáenz (traductor de Thomas Bernhard al español), pero al mismo tiempo esa carrera es, todo el tiempo, de cosas de a uno, pues cada libro es para un traductor una especie de problema. Tal vez en ese sentido sí hay una relación con escribir, pues efectivamente cada libro es un problema totalmente específico y es muy difícil extrapolar los problemas que aparecen de un libro a otro. Es un trabajo de interpretación en el sentido musical de la palabra. Creo que parte de esa adicción de la que hablaba antes tiene que ver con eso, hay un momento que no pasa con la escritura, un momento en el que los dedos necesitan tocar esa partitura que es el texto original, tocarla en el sentido en el que un músico necesita tocar su instrumento, el piano o lo que sea, es una cuestión casi física.

En tu literatura hay muchos personajes traductores o intérpretes. ¿Cómo constituís esos personajes?

Creo que los personajes de traductores siempre fueron muy atractivos para mí, supongo que es otra de las reprimidas herencias cortazarianas. Son muy atractivos porque es una manera de hacer que tu personaje tenga algo que ver con el mundo de la literatura sin que sea necesariamente un escritor. Siempre me da un poco de pudor escribir sobre personajes escritores, me parece un plomo. Me parece también demasiado deliberado apartar la figura del escritor de mi camino, entonces la figura del traductor siempre resuelve ese problema, es una figura sobre la cual uno puede desplazar muchas cosas de la práctica del escritor sin que queden rasgos de un escritor, y a la vez creo que hay algo interesante, por lo menos para mí, pues me gustan mucho los personajes que tienen problemas con la acción o en los cuales la acción es problemática. El traductor es a primera vista una especie de personaje segundo, alguien que viene después de otro, a acompañar algo que hizo otro, a seguir los pasos de otro, que es el escritor del texto original, y hay algo de eso que a mí me atrae mucho, que creo que también es un poco lo que siempre pasaba con los textos de Cortázar donde aparecía la traducción, la idea del traductor como un subalterno, como una especie de esclavo, pero no como yo lo describía antes. Me gusta mucho jugar con esa cuestión porque por supuesto no creo que el traductor sea un personaje secundario, ni un parásito, ni un apéndice del escritor, creo que la traducción, por supuesto, es una práctica totalmente específica.

Otro detalle que me gusta de esos personajes aparentemente secundarios es que aún cuando sean subalternos y vengan después de otro, la intervención que tienen, por más pequeña que sea, es una intervención que puede ser decisiva. Para citar un ejemplo real, me acuerdo que durante mucho tiempo en Francia se decía que Ernesto Sábato era un gran escritor, y un día alguien me preguntó si yo había leído Abaddón el exterminador en francés, lo había publicado Severo Sarduy en la colección de hispanoamericanos de la editorial Seuil, yo no lo había leído, y me dijeron que la traducción de Sarduy al francés era extraordinaria, pues había reescrito completamente el libro de Sábato, entonces Abaddón el exterminador traducido por Sarduy era genial y Abaddón el exterminador escrito por Sábato era espantoso. Ahí por ejemplo es evidente que un traductor como Sarduy, un escritor bastante perverso por cierto, al  venir después puede hacer cosas mucho más geniales que el que vino primero.

Me gusta mucho esa idea de que un traductor alterando algo muy pequeño de un todo puede cambiar ese todo de una manera radical, de hecho hay mucha traducción en Borges, que también era traductor y un traductor un poco a lo Sarduy en el sentido de que escribía mucho sus traducciones. En Borges justamente la idea que hay de la traducción es una idea casi inversa a la de Cortázar, para Borges uno podría decir que el traductor está primero que el escritor. Para mí, el personaje de traductor cumple esa función, una cierta debilidad, una fragilidad, una relación de dependencia con otra cosa, pero también la posibilidad de revertir esa relación de dependencia mediante una intervención puntual, muy pequeña y a la vez muy crucial.

¿Qué relación tiene la traducción literaria con la adaptación cinematográfica?

En el caso de una adaptación de un texto literario al cine, a la televisión o al teatro, ahí uno empieza a usar la traducción como metáfora. Prefiero hablar de adaptación o de versión, porque es realmente otro trabajo que no tiene mucho que ver con el tipo de trabajo que es una traducción. En el caso propiamente dicho de la traducción literaria, es un trabajo verdaderamente siniestro en el sentido de que se despliega en la relación entre lo mismo y lo otro, pero a un nivel muy microscópico, mientras que en el caso de una adaptación de un texto a la pantalla, cualquiera que sea, es otra cosa. Prácticamente cuando adaptas una novela al cine, diría que la idea del original desaparece, porque en general, además, la adaptación cinematográfica implica dos pasos: una es reducir, convertir, digamos, esa novela en un objeto pseudoliterario como lo es un guion y, a su vez, llevar ese guion a la pantalla, lo cual es, en cierto modo, una traducción. No existen esos dos pasos en una traducción literaria y por supuesto creo que el problema del sentido es otro. En el caso de una traducción literaria el traductor todo el tiempo se enfrenta con la experiencia de que el sentido es el mismo y es otro, eso es básicamente traducir, esa maravilla y también ese desconsuelo. En el caso de la adaptación diría que casi no hay un problema de sentido, diría que es más un problema pragmático, más bien la continuación de lo mismo por otros medios, como si el guion fuera el manual de instrucciones de un artefacto hecho de imágenes y sonidos que es una película, y el guión es el manual de instrucciones para fabricarlo.

En la traducción literaria no es así, todo el tiempo estás escribiendo ese texto otra vez y estás todo el tiempo pegado a ese texto. En la adaptación diría más bien que hay que despegarse, que la buena consigna es despegarse. En general las malas traducciones de la literatura al cine son aquellas en las que la película es demasiado fiel a la novela, y son buenas las adaptaciones que en un momento se olvidan del original, lo borran por completo, justamente por eso, porque el olvido implica que la película se vuelve autónoma y el cine se vuelve cine, y no una especie de derivado, digamos, del arte burgués del siglo XIX.

El cine del siglo XX se descubre a sí mismo como cine en el momento en el que se olvida de la literatura, del teatro, de todo aquello que lo alimentó al principio. Me parece que no hay olvido posible en el caso de una traducción y creo también que el traductor es una especie de Funes, el traductor está condenado a recordar, diría en todo caso que el adaptador de cine o el director de una película basada en una obra literaria está más bien obligado a olvidar.

¿Abandonaste alguna traducción? ¿Qué libro te gustaría traducir?

No, por ahí no presenté una traducción y me la guardé, pero la tuve que terminar, tal vez no quedé conforme con el resultado y pensé que tenía que hacerla otra vez pero no pude dejarla por la mitad.

En cuanto a qué me gustaría traducir, hay millones de cosas. Lo que pasa es que tampoco puedo traducir por gusto, a lo sumo a veces traduzco para calentar las manos antes de escribir, a veces hago eso como una especie de ejercicio de calentamiento, pero es raro que me ponga a traducir por puro placer, aunque sí me gustaría mucho traducir a Stendhal, que es un escritor que me gusta mucho. Me gustaría meterme con una novela gigante pues nunca traduje cosas muy largas, no sé si podría aguantar estar mucho tiempo con un texto, pero me gustaría traducir Rojo y negro, por ejemplo, o La cartuja de Parma, o un libro que a mí siempre me gustó mucho de Stendhal que es Del amor, que es una especie de tratado, el gran antecedente de Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes. Me gustaría traducir mucho a Stendhal porque tengo la impresión de que la relación de traductor ahí sería muy atractiva, el meterse con un escritor que a uno le gusta mucho, medio como poseerlo, medio caníbal.

¿Cómo se siente leerte en otra lengua?

Siempre la sensación es de decir «qué bien que escribo en otra lengua» (risas), porque aún cuando sé inglés y francés lo suficiente como para traducir del inglés y del francés, me resulta muy difícil escribir en esas lenguas. Puedo escribir un poco en francés y alguna vez escribí algo en inglés, pero unas cosas circunstanciales, jamás me pondría a escribir en esas lenguas. Y sin embargo, cuando releo, por ejemplo, las traducciones que puedo releer porque conozco las lenguas, en algunas traducciones francesas o inglesas mi sensación es la de decirme a mí mismo que escribo bien en francés y en inglés y que debería de escribir más en esas lenguas. Ni hablar de cuando leo una traducción al italiano, que es una lengua que no domino aunque pueda leerla con dificultad.

En rigor hay algo de eso, como si la traducción me confiriera a mí, en tanto autor del texto original, una especie de capacidad lingüística que por supuesto no tengo pero de la cual me siento medio autor, es decir, cuando leo la traducción me digo que yo soy el autor de esto, por supuesto autor del original, y sin embargo me siento un poco autor de la traducción, hay algo de esa versión en la que me puedo reivindicar. Debo decir también que no me meto mucho con eso, ni siquiera en las lenguas que domino y en las que podría emitir un veredicto, no me meto con las traducciones, en general confío en los traductores que me tocan porque vienen por un lado que en general me merece confianza, y creo además que no quiero saber mucho de los problemas que puede haber ni de los problemas que pueden haber resuelto con la traducción. Estoy disponible si tienen dudas pero no me interesa mucho meterme en la cuestión de la traducción.

A pesar de lo anterior, me interesan mucho los traductores como personajes, me gustan los pocos traductores que conocí más o menos bien, siempre fueron personajes muy atractivos, muy extravagantes, de una extravagancia que a mí me gusta, medio implosivos y medio asesinos seriales en potencia. Me gusta mucho conversar con los traductores, saber qué tipo de problemas tienen, así que muchas veces en realidad ese intercambio a propósito de los libros en los que están trabajando ellos para mí es más un pretexto para saber cómo piensan y en qué están que para dilucidar cosas de la traducción.

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Esta entrevista se realizó en el año 2015 como parte del ciclo Casi lo mismo, entrevistas alrededor de la traducción, realizado por la Biblioteca Nacional Mariano Moreno en el Museo del Libro y de la Lengua, en Buenos Aires, Argentina. © Todos los derechos reservados.

Fotografía de Magdalena Siedlecki.