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Los cimientos

De vez en cuando leía alguna novela heredada de mi hermano, pero las calles del barrio, las tardes sudorosas con los amigos, estaban para mí antes que los libros. Cazábamos pájaros y lagartijas, tendíamos celadas a los gatos callejeros, jugábamos fútbol, escondido, y en bicicleta repasábamos una у otra vez las calles del vecindario. Gritábamos y reíamos hasta el sofoco. En ocasiones organizábamos campañas para hostigar a los vecinos recién llegados o un panal que palpitaba en lo alto de un techo o en la rama de un higuerón en un terreno baldío. Embelesados, contemplábamos el vaivén hipnótico de los insectos, los negros cinturones de fuego en sus abdómenes largos como balas.

Cada tanto, un vecino me invitaba a ir de paseo a la finca o a la casa de recreо de su familia fuera de la ciudad. Dentro del carro cantábamos e inventábamos juegos y, en ocasiones, también se desarrollaban largas conversaciones de las que participaban los adultos. Se hablaba de muchos temas, pero nuestro futuro era uno recurrente. En cierta ocasión expresé mis dudas acerca de lo que haría yo cuando fuera adulto, y la madre de mi amigo, que conducía el vehículo, respondió de inmediato con gran convicción que, hiciese lo que hiciese, lo haría muy bien y así me iría en la vida. Sentí un pálpito, como si quisiera creerle pero dudara mucho de lo que ella decía.

Al iniciarse la construcción de una vivienda nueva en el vecindario, trepábamos a las montañas de arena y piedra y curioseábamos entre las hileras de blocks apilados en la calle. A veсes trabábamos amistad con los vigilantes noсturnos que, durante los primeros meses, dormían en pequeños ranchos de zinc y luego se instalaban en uno de los aposentos de la construcción. Los visitábamos por las noches para que nos contaran cuentos de espantos y a veces historias de la Guerra Civil. Nos aconsejaban estudiar mucho mientras fumaban cigarrillos sin filtro y escuchaban en la radio corridos mexicanos o partidos de fútbol. Me embriagaba el olor del concreto húmedo, del serrín y de la tierra apelmazada, y jugaba con los ecos de las voces rebotando las paredes sin concluir. Tratábamos de descifrar aquellos espacios grises y a menudo yo intentaba imaginar la vida de quienes más tarde vivirían ahí.

Cuando los trabajadores cavaban los cimientos, hallábamos a veces, entremezclados con la tierra negra y espesísima, trozos de cerámica pintados de naranja y de morado o decorados con incisiones o pelotas de barro сосido. Los había también con formas de animales, ranas o aves o lagartos, y algunos eran huecos sonajeros rellenos con pelotitas de barro que sonaban al agitarse rítmicamente. Así supimos que antiguamente habitaron indios ahí donde nosotros vivíamos.

Hallar los vestigios de aquel mundo perdido se convirtió para algunos de nosotros en una fiebre a la que dedicábamos la mayor parte de nuestro tiempo libre. Cavábamos en los terrenos baldíos y en los farallones de una autopista en construcción, y competíamos por dar con el trozo de cerámica más extraño, más original. Mientras cavaba y por las noches, en mi cama, fantaseaba con los hombres y las mujeres que habían construido y utilizado aquellos artefactos y me sentía secretamente unido a ellos, como si el haberlos encontrado constituyera un designio. Trataba de imaginar cómo había sido su vida, qué uso darían a los cuencos, vasijas y escudillas a las que pertenecían los trozos que hallábamos, por qué motivos y en qué circunstancias habían llegado hasta ahí.

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