Bowles y yo
Hace 26 años ya que puse pie por primera vez en Tánger. «Se parece a Sicilia, con algo de Grecia y del sur de España también, sin los camellos», iba pensando, semidormido, con la cabeza pegada a la ventana de un viejo autobús escolar que me llevaba, junto con una cincuentena de estudiantes norteamericanos, del aeropuerto de Boukhalef a la Escuela Americana de Tánger en su dirección de la rue Cristophe Colomb, que hoy tiene el nombre milyunanochesco de Harrún er-Rachid. Alamedas de sauces, álamos y cipreses romanos se sucedían unas a otras a orillas del camino entre prados y colinas; las amapolas asomaban entre el trigo casi maduro, las adelfas anunciaban la humedad en los arroyos secos, y las palmas brillaban bajo el sol con el horizonte azul oscuro del Atlántico a lo lejos. No sé por qué, todo esto me causaba una sensación de bienestar, como si estuviera bajo el efecto de una droga, y ya en aquel somnoliento trayecto en ese autobús destartalado, después del vuelo desde Nueva York, Tánger parecía hacer una promesa de aventuras. La mayoría de los estudiantes eran neoyorquinos, pintores o fotógrafos en ciernes, pero en el grupo íbamos también algunos aspirantes a escritor que queríamos mostrar nuestro trabajo a un autor cuya imponente obra yo había comenzado a leer apenas tres o cuatro semanas antes de emprender aquel viaje, pero cuyo nombre los estudiantes pronunciaban con un respeto casi temeroso: Paul Bowles.
Norman Mailer, el viejo sabelotodo y cascarrabias, proclamaba en 1959, en su libro Advertisements for Myself: «Paul Bowles opened the world of Hip. He let in the murder, the drugs, the incest, the death of the Square». Y el ácido Gore Vidal, nada fácil en sus preferencias, decía en su introducción a los Collected Stories, publicados en 1979: «Los cuentos de Paul Bowles están entre los mejores que hayan sido escritos por un norteamericano… Así como Webster vio la calavera debajo del cuero cabelludo, Bowles ha visto lo que se esconde detrás de nuestro cielo protector –un interminable flujo de estrellas tan parecidas a los átomos de los que estamos hechos que, al percibir esta terrible infinitud, experimentamos no solamente horror, sino también familiaridad–».
Esa tarde, después de una ligera refacción en el comedor común de la escuela y el discurso inaugural de algún profesor, los estudiantes fuimos designados a nuestros dormitorios, y creo que todos dormimos. El sueño que tuve durante mi primera siesta tangerina me pareció un buen presagio, aunque no fue particularmente placentero. Fue un sueño claro, y un cuarto de siglo más tarde lo recuerdo vivamente. Fue un sueño del tipo que yo llamaría «de la presencia invisible», una clase de sueño que experimento con alguna frecuencia. Se trata de una escena estática. El soñador se encuentra en un cuarto idéntico al cuarto en el que duerme. El sueño replica fielmente las circunstancias, la realidad del durmiente. Pero de pronto hay una incongruencia: sin llegar a ver o a oír nada extraño, el soñador sabe que no está solo en el cuarto. Hay alguien ahí, fuera de su campo de visión, en completo silencio. El soñador se siente observado. Quiere volverse, hacer frente a la presencia, que podría ser hostil. Le faltan fuerzas para darse la vuelta (duerme contra la pared), e intenta abrir los ojos, pero tampoco logra levantar los párpados. Entonces se da cuenta de que sueña. Quiere gritar, pero ningún sonido sale de su boca –se oyen a lo lejos las cigarras, el canto de un muecín, el silbar del viento–. Por fin despierta, abre los ojos, se da la vuelta. El cuarto, en efecto, es idéntico al del sueño. No hay nadie ahí. Y sin embargo…
Una tarde dos o tres días después del aterrizaje, vimos por primera vez a Paul Bowles. Venía acompañado de un marroquí alto, de cabeza redonda y erguida, un poco calvo. Atravesaban la gramilla de juegos que se extendía entre las aulas de la Escuela Americana y la residencia estudiantil, en uno de cuyos salones se llevaría a cabo el supuesto taller de escritura. A sus 70 años Bowles era un hombre delgado, con el pelo perfectamente blanco, y de su frente se levantaba un mechón rebelde que brillaba un poco bajo el sol de las tres. Los dos caminaban deprisa pero muy dignamente. No recuerdo el atuendo del marroquí, que era el chofer y hombre de confianza de Bowles. El norteamericano vestía en diferentes tonos de beige y blanco, y llevaba unos anteojos de sol, con montura de carey oscuro y lentes negros, que le daban un aire distante y moderno, y había en él una sequedad mineral, casi metálica –pienso hoy–. Presentí con cierto descorazonamiento que mis primeros intentos narrativos con su tono arcaizante –un tono que sin duda acusaba (o que yo quería que acusara) la influencia de Jorge Luis Borges– no podría gustarle a este «existencialista de línea dura» como había oído que se referían a Bowles mis colegas mayores.
Creo que fue durante la primera sesión, pero pudo ser una semana más tarde, cuando Bowles aclaró que él no se consideraba un maestro, y que no creía que se pudiera enseñar a escribir ficción a nadie. Si había accedido a dar este taller a pesar de su escepticismo, era porque el director de la escuela logró convencerlo de que había gente dispuesta a pagar dinero para que él leyera unos manuscritos y emitiera su opinión sobre ellos, y eso era todo lo que se proponía hacer. Y agregó que no lo habría hecho si no fuera porque en aquel momento ese dinero le caía muy bien, pues no era ni mucho menos un hombre rico. Alguien debió de preguntarle si no se había enriquecido con sus libros. Lo cierto es que Bowles aseguró que el éxito literario de un libro (la única clase de éxito que debía importarle a un escritor serio) no podía asegurar ganancias monetarias, y aunque los libros a veces daban para vivir, no solían enriquecer a la gente que los escribía. «Si alguno de ustedes está aquí porque cree que yo puedo enseñarle a escribir best-sellers y que con eso va a ganar dinero, está en el lugar equivocado», se sonrió.
Para nuestros discursos de presentación, nos pidió que incluyéramos, además del lugar de nacimiento y el tiempo que llevábamos de escribir en serio, a nuestros autores o libros favoritos. No recuerdo a qué autores mencioné además de Borges, pero sí recuerdo que a Bowles esto le llamó la atención. El que yo fuera guatemalteco, además, hizo que al terminar la clase se me acercara para decirme en español que él había viajado por Guatemala y por México, y que si el inglés no era mi lengua materna, que escribiera en español, que él no tenía dificultad para leerlo. Borges era también un autor de su predilección, agregó, y lo leía en español –y, como me enteraría más tarde, él había hecho la primera traducción de un cuento de Borges al inglés–.
En la próxima sesión Bowles propuso que, en vez del salón de la residencia estudiantil, como lugar de reunión usáramos su apartamento, que estaba cerca de la escuela. Ahí podría ofrecernos una taza de té mientras discutíamos nuestro trabajo, nos dijo, y creo que nadie se opuso a la idea. El chofer, que se llamaba Abdelouahaid, podría llevar a los más viejos (la mayoría de mis colegas de taller rebasaban la cincuentena) de la escuela al inmueble Itesa; los más jóvenes podíamos ir a pie.
El inmueble Itesa –donde Bowles había vivido desde los años cincuenta y donde vivió hasta dos semanas antes de su muerte en 1999, a los 88 años– estaba en las faldas de una colina entre terrenos baldíos que recordaban el campo, con cabras y ovejas pastando aquí y allá, pero un campo amenazado por las casas y edificios que brotaban ya por todos lados como una plaga de hongos. Era un edificio de factura italiana con suaves y amplias escaleras de mármol que databa de los años cincuenta. El apartamento de Bowles, a cuya puerta llamé por primera vez una tarde a inicios del temible y santo mes de Ramadán, estaba en el cuarto y último piso. Aunque ahora otros edificios han bloqueado las vistas, a principios de los ochenta desde ahí podía verse todavía, hacia el norte, un retazo azul del estrecho de Gibraltar (un triángulo invertido que asomaba entre la colina del Marshan –cubierta de pequeñas casas marroquíes como cubos de Lego en diferentes tonos de blanco– y el Monteviejo –una ladera verde con los jardines de las residencias europeas–) que los tangerinos llaman afectuosamente «la copa de champán».
«Hay lugares en el mundo que contienen más magia que otros» –algo así escribió alguna vez Bowles–. Sea como fuere, para mí aquel pequeño apartamento con sus cortinas espesas que casi siempre estaban corridas, sus alfombras bereberes, las paredes cubiertas de libros del suelo al techo, sus contados pero llamativos objetos de arte africano, la colección de tambores marroquíes y de qasbas (siempre disponibles por si algún jilali llegaba de visita y tenía ánimos para tocar un poco de música), el olor a incienso de sándalo combinado tal vez con el humo de kif o el aroma del té –este lugar contenía para mí más magia que cualquier otro que yo hubiera conocido hasta entonces–.
Al principio hablamos con Paul sobre todo de las ficciones de Borges, sobre Bioy (a quien yo no leía aún), y también sobre viajes por Centroamérica. No recuerdo que habláramos de mis escritos (afortunadamente) y aunque Bowles había dejado de ser sólo un autor cuya obra yo admiraba y «un existencialista de línea dura», no creí que, más allá de estas agradables discusiones animadas por el kif y por el té, mis ejercicios narrativos pudieran gustarle. Cuando expresé mi deseo de conocer el interior de Marruecos –el Rif, en particular– Bowles me alentó. Me dijo que podía perderme algunas sesiones del taller, que él no creía que lo que se dijera del trabajo de los otros estudiantes tuviera interés para mí, sobre todo porque escribían en inglés y acerca de la vida en los Estados Unidos, y aun me prestó mapas del norte de Marruecos para el viaje. Así que yo me di por despedido, y debo decir que, con la simpleza de cualquier joven de 21 años, decidí que era mejor así. Al menos –supongo que me consolé a mí mismo– conocería un poco de Marruecos, y me dije que la próxima vez evitaría los talleres de escritura en inglés. Fui al Rif, caminé por entre los interminables campos de cannabis en la insegura región de Ketama, y regresé a Tánger satisfecho de mi pequeña aventura, pensando que ya había hecho todo lo que quería hacer en aquel lugar. Pocos días antes de regresar a Nueva York, Bowles me preguntó, con el modo formal que lo caracterizaba, si yo le permitiría que tradujera los cuentos, o más bien poemas en prosa, que le había ido entregando a lo largo del taller. Una editorial de Nueva York que se especializaba en extravaganzas acababa de pedirle un texto para incluirlo en su catálogo, pero él no tenía en ese momento nada que mandarles. Le parecía, me dijo, que si traducía mis escritos, la editorial tal vez querría publicarlos. Desde luego, contesté que tenía mi permiso, y quedamos en que él mandaría su traducción a mi dirección de Nueva York para que yo la revisara y, si me parecía bien, la entregaríamos a Red Ozier Press, la pequeña editorial de libros raros. Así comenzó nuestra larga colaboración –una colaboración necesariamente asimétrica, pues el que un maestro malgré lui traduzca los ejercicios de un principiante no puede equivaler a que este traduzca los de aquel, por más esmero que el principiante ponga en la tarea–.
En 1998 pasé mi última temporada larga en Tánger. El rey Hassan II estaba por morir, y su hijo traería pronto muchos cambios –la mayoría de ellos puramente cosméticos–. Pero también el mundo exterior había cambiado, y eso se reflejaba en la vida de la ciudad. Había mujeres policías en las calles, aparecían cada vez más barriadas nuevas de gente del interior, y se formaban guetos de inmigrantes de otras partes de África, que tenían que hacer en Tánger la última parada antes de lanzarse al asalto de la fortaleza europea. En efecto, la ciudad cambiaría a tal punto que, de la Tánger de los ochenta, hoy podría decirse lo que Bowles había escrito al comparar la ciudad que conoció en los años treinta con la que volvió a ver en los cincuenta: «lo único que queda es el viento».
Me alojé, como tantas veces durante los tres lustros que visité asiduamente la ciudad, en el Hotel Atlas, un edificio art déco contemporáneo de Itesa, y allí comencé a escribir la única de mis novelas que se desarrolla en Tánger, La orilla africana. Era el invierno y la calefacción del Atlas seguía siendo deficiente, así que cuando fui invitado a pasar el resto de mi temporada en una casona europea del siglo XIX con grandes jardines en el Monteviejo –y con unas vistas sobre los acantilados que abarcaban ambas columnas de Hércules y la ciudad de Tarifa incrustada en la costa española–, me pude contar como el guatemalteco más afortunado en todo el continente africano.
Ya para entonces Paul se había convertido en un anciano descarnado en convalecencia crónica, aunque siempre lleno de ingenio, reducido a su dormitorio e incapaz de leer a causa de las cataratas. Su actividad estética se limitaba casi exclusivamente a escuchar música –la que a veces llegaba hasta su cuarto en forma de cantos de almuédanos que modulaban como cantadores de flamenco en los minaretes de tres o cuatro mezquitas cercanas, o tambores o solos de rhaita si era noche de Ramadán–.
He aquí una lista de recuerdos –que anoto desordenadamente– de las cosas sobre las que hablamos en Itesa a lo largo de tantos años con Paul: La disciplina de los viajes. Conrad y el mar. Los sonidos de la selva y del desierto. Graham Greene, Norman Lewis, R. B. Cunninghame Grahame. Westermarck. Raymond Chandler, Patricia Highsmith. El fatalismo marroquí. Jane Bowles. Kafka, Ivy Compton-Burnett, Gertrude Stein, Flannery O’Connor, François Augiéras. La sensación de que el cuerpo es un estorbo. La muerte como idea de liberación final. Los efectos del kif. El talento inventivo de Mohammed Mrabet. Desventajas del alcohol. La escritura de ficción como sueño dirigido. El estilo como instrumento. El acto físico de escribir –el poner la pluma sobre el papel– como rito propiciatorio o fuente de la presunta inspiración.
He extraviado el cuaderno, pero si no hubiera hecho la serie de trazos sobre un papel que es la descripción de un sueño al despertar aquella mañana, tal vez también habría perdido el recuerdo del sueño, uno de los últimos sueños que tuve en Tánger, y que intentaré contar aquí.
Dormía de nuevo en la magnífica casa con el jardín sobre el Estrecho, en el Monteviejo de Tánger. La dueña, Claude-Nathalie Thomas, la traductora al francés de Paul, me la había prestado en su ausencia, y yo estaba solo en la casa. Era el invierno, y en mi dormitorio del segundo piso de la casa del camino de Sidi Mesmudi, había una pequeña chimenea, donde ardía alegremente un fuego de leña de olivos y eucaliptos. En el piso de abajo, en el vestíbulo y en el pequeño patio con techo de cristales, la luna llena del mes de noviembre del año 2000 iluminaba fríamente 98 cajas de cartón sobre un piso ajedrezado de cerámica o de mármol en blanco y negro. Las cajas, numeradas todas con mi puño y letra, contenían los libros, cuadernos y papeles de la biblioteca y el escritorio de Paul Bowles, que había muerto un año antes y que me dejó esta increíble herencia. Un día o dos más tarde, yo intentaría hacer pasar esas cajas de Tánger a tierra española, para lo que sería necesario burlar la vigilancia de los aduaneros a ambas orillas del estrecho. No debían llegar a sospechar que aquellos libros y papeles no eran sólo un montón de libros viejos y papeles garabateados, sino la biblioteca personal y el legado literario de un célebre autor. Una herencia, en fin. Y la opinión general era que una herencia legada en tierra musulmana por un nazraninorteamericano a uno guatemalteco no habría salido de Marruecos fácilmente.
Soñé que despertaba en esa casa, en el cuarto con chimenea, y un fuego ardía también en el sueño. Salí al corredor y miré abajo, al centro del patio. De pronto yo estaba abajo, sin que mediaran escaleras para mi descenso, entre las cajas de libros y papeles, que en el sueño estaban abiertas. Sobre la losa negra en forma circular que marcaba el centro del patio, había un busto metálico de tamaño natural sobre una base también metálica, el busto de Paul, un Paul anciano pero erguido, con el mechón de pelo sobre la frente y la mirada un poco altiva. Pero ahora las cajas de libros han comenzado a arder y me doy cuenta de que se trata de una ceremonia crematoria. Pienso: «Claro, Paul pidió que lo cremaran». Ahora Abdelouahaid, en cuya compañía yo había visto a Paul por primera vez 20 años antes, estaba a mi lado. Ambos admiramos las llamas, un poco incrédulos, con tristeza. Oímos un grito, un grito horrible de dolor. Proviene, inverosímilmente, del busto. Abdelouahaid y yo nos miramos, y es él quien dice, aunque yo lo pensaba ya: «Es Paul, está ahí dentro. ¡Vamos a sacarlo!». Nos metemos por entre las cajas en llamas para llegar hasta donde está el busto, que humea y parece que comienza a derretirse. Abdelouahaid ve (yo lo veo que ve) unos botones de metal en la nuca y la espalda del busto. Nos apresuramos a desabrocharlos. En el interior del busto, de pie, y, ahora que ha sido liberado, tambaleante, en su bata de pelo de camello, está un anciano y debilísimo Paul, el Paul de quien yo me había despedido por última vez, la víspera de su muerte en el Hospital Italiano, un año antes. Lo llevamos en volandas entre Abdelouahaid y yo a través de las llamas, salimos al zaguán, desde donde ya se ve la noche tangerina llena de estrellas con espectros de cipreses romanos más allá de la gran puerta de la magnífica casona del Monteviejo con su arco morisco, que está abierta de par en par.
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Texto incluido en La cola del dragón. © Ediciones Contrabando, 2014. Todos los derechos reservados.
Imagen de Louis Comfort Tiffany.