El redentor
Su hermano se hundió en la almohada sin esperar una respuesta, creía haber visto en sus ojos la risa o la burla y en un momento de revancha se dio vuelta de cara a la pared. Lo vi, Angélica. Ella esperó un momento, como si Alfredo estuviera haciendo una pobre broma y en cualquier momento fuera a darse vuelta y a reírse de ella, de su cara incrédula, de su mutismo. Por la mañana tenía ojeras. Ella estaba en la cocina y él le apretó la cintura, clavándole los dedos como garras, haciéndola dar un pequeño grito y derramar unas gotas de café sobre el piso. Afuera los pájaros y las hojas secas restallaban con el sol de la llanura. Los altos picos de la sierra, la carretera lisa frente a la casa y las islas boscosas que de tanto en tanto se levantaban como oasis de sombra entre la tierra árida del ganado, compartían el silencio cómplice que la broma de Alfredo trozó. Dejá la estupidez, le dijo ella, volteándose para agarrar una silla del respaldo y arrastrarla un poco. Sobre la mesa estaba el pan, ya partido, las boronas dispersas sobre el papel oscuro del pan y sobre la madera de la mesa. Su papá siempre salía temprano, antes de que clareara y ella los atendía a ambos, no por amor, ni siquiera por deber, sino por una especie de profunda inercia que nada removía. Incluso Alfredo parecía estar más vivo en su triste vida de hombre fracasado, porque aunque tuviera apenas doce años era ya, para su papá, un hombre, un hombre que no sabía a ciencia cierta lo que era ser un hombre o siquiera podía imaginarlo. No iba a la escuela por prohibición, casi por castigo, y detrás de la prohibición y el castigo estaba la cuestión real: caminar casi dos horas sobre la tierra suelta del camino hasta dar con la lisa carretera que comunicaba, que comunicó alguna vez, Zarzales y Valle, ahora agujereada e infestada de aves carroñeras en los árboles secos de los lindes. Alfredo se sentó junto a ella y no hablaron. Él la miraba embarrar de mantequilla un pedazo de pan y luego dejarlo al lado de la jarra humeante. Partió su pedazo con un ruido de pequeño aserradero en el ojo de la mesa. Ahí estaba su hermana, comiendo como todos los días, sonriéndole como todos los días, hablándole de Zarzales, de la ciudad del puerto, del agua del mar que no era como el agua dulce de los ríos de aquí. Pero él pensaba en la madriguera estrecha que estaba en medio de uno de aquellos oasis de la llanura, el hueco maloliente a través del cual fue arrastrado el ternero cuando salió, hacía ya una semana, a buscar a su papá en el potrero. Pobre Angélica, podía pensar él, encerrada en esta jaula de madera con dos hombres insípidos que cada día se iban volviendo un poco más parecidos a la tierra, y ella, con sus historias tremendas de olas y de sol, odiándolos un poquito más a medida que se acumulaban los días y se iba cerrando la posibilidad de ir más allá del camino de tierra. Pobre Angélica. Pero Angélica se compadecía también de Alfredo y su cuerpecito nimio, su cara de niño de dos años, su incapacidad para valerse por sí mismo en casi nada. Cuando lo bañaba sentía aquellos impulsos extraños que la recorrían toda y tenía que dejar de mirarle los genitales sobre los que ya crecía una capa de vello moderado para concentrarse en la rejilla a través de la cual se iba el agua sucia, siempre en sucesivos remolinos blancuzcos que olían a jabón. Él no se percataba de que todo le había crecido, de que ya no era un niño, de que Angélica, de rodillas frente a él, veía su cuerpo y lo tocaba ya no como el cuerpo de un niño sino como el de una fantasía inalcanzable y, para ella, enferma. Hoy no lo bañaría. Desde hacía más o menos dos meses que había empezado a tener sueños muy intensos con Alfredo y había decidido no bañarlo, soñaba que estaban desnudos jugando afuera cerca del pozo, soñaba que Alfredo de pronto crecía sobre ella hasta cubrirla toda, se repetía una y otra vez la imagen de Alfredo sentado en una horqueta, masturbándose al sol de la tarde y ella viéndolo desde abajo. No pudo seguir bañándolo. Él no entendía, ni siquiera podía tocarse apropiadamente cuando buscaba la masturbación casi por instinto, por puro hálito animal. Las moscas estaban sobre el pan ahora, y por la ventana abierta que daba al potrero de atrás, vieron entonces que el ganado, recortándose primero en la lejanía como una pequeña caravana de hormigas, aparecía. Los silbidos de su papá llegaron como gritos pequeños desde muy lejos. Tengo que llevarle el agua, dijo ella, levantándose de pronto de la mesa. Alfredo ni se inmutó, pobre Alfredo. Seco, ingenuo, incapaz de darse cuenta de todo lo que había a su alrededor, incluso incapaz de sorprenderse por el tedio que los aplastaba. Habitantes de la nada, en el limbo que dividía el paisaje de la ruina y el de la abundancia, eran vistos casi como fantasmas por la gente de los poblados cercanos y nunca, ni ella ni Alfredo, habían conocido siquiera Zarzales o Confluencias. Nunca conocerían nada mientras el hombre que los tenía casi prisioneros siguiera respirando. Y allá estaba, Angélica lo veía aproximarse lentamente con el ganado detrás, silbando, dando grandes zancadas y levantando una marea de polvo rancio y dorado. Ella nunca le creería, ¿cómo iba a explicarle que iba caminando cerca de uno de los pequeños bosquecitos cuando lo vio arrastrar un ternero hasta el hueco en la tierra? Se quedó paralizado en medio de la nada, justo en el sopor que causó en todo lo vivo aquella aparición. Oyó los bramidos del ternero bajo la tierra, casi bajo las raíces de los árboles, en la oscura sombra. El ganado empezó a dispersarse, inquieto, huía. Lo vi, Angélica, vi lo que vive allá afuera. ¿Qué? Es más grande que papá. ¿De qué me estás hablando?, diría ella, y él entonces quedaría en silencio, mudo. Volvió corriendo, escuchando pisadas agrestes y duras detrás, majando su sombra, atravesó todo el campo y divisó por fin la casa y se dejó caer en el corredor de atrás ya sin aire. Angélica no estaba cuando llegó, la buscó por todas partes y, finalmente, salió al patio de enfrente y comenzó a gritar su nombre. El viento susurraba sobre los arbustos espinosos, incluso sobre las flores blancas que todavía no dispersaba el viento. Angélica no aparecía. Fue hasta el camino, respirando agitadamente, y la llamó desde el camino, viendo a un lado y al otro, descubriendo extrañas formas entre la maleza o al lado de la casa que lo llevaban a sentir de nuevo el terror ante la muerte del ternero, ante la cueva en la tierra, ante aquella bestia. Pero ella apareció desde un costado de la casa, con el canasto lleno de naranjas y el rostro sorprendido. Alfredo corrió hacia ella y la abrazó, se quedó quieto, oliendo las naranjas, despejándose de la imagen de la tierra que mancha la sangre. Pero ella no le creería lo que vio entonces, mucho menos su papá, pero con él nunca hablaba, ninguno de los dos hablaba con él o decía nada, solamente convivían y cumplían las normas de tratamiento básicas. Angélica salió de la cocina con un pichel de lata lleno de agua fría. Ya su papá se agachaba para cruzar el alambre de púas y venir a tenderse en la sombra del guayabo del patio trasero, donde siempre esperaba su pichel de agua fresca a las nueve de la mañana. Vio a su hermana darle el vaso, él lo agarró de mala gana, como siempre, y luego ella vertió el agua que él bebía de un trago. Entonces le hablaba del ganado, del potrero, pero nada extraño lo aquejaba, nada, como si en todas sus excursiones por esos rumbos nunca hubiera visto ni olido nada extraño. Si hubiera sido un ternero de los suyos estaría con la carabina cargada toda la noche patrullando el potrero, pero no, no había sido uno de los suyos. La única forma de que Angélica le creyera era haciéndolo venir, verlo cara a cara, llegar al borde de la cueva y quedarse ahí esperándolo. Entonces correría con todas sus fuerzas, saltaría las cercas, se rasgaría la camisa y las manos pero llegaría a la casa y tomaría a Angélica de la mano, para llevarla hasta él, para mostrarle lo que había más allá de la casa y del círculo de la casa, no mares, no luces bonitas en casas bonitas, tampoco calles empedradas y parques que huelen rico, hombres hermosos o noches calientes y apacibles, sino la oscuridad, la más antigua oscuridad que salía directamente de la tierra y las raíces más profundas que en ella abrevaban. Se levantó de la mesa, fue hasta su cuarto que era también el cuarto de Angélica y se cambió la ropa, se puso los zapatos duros y llenos de barro y salió por la puerta del frente para que no lo vieran, tomó el camino y después de haber recorrido unos doscientos metros se adentró en un tupido naranjal que desembocaba en los potreros. Lo atravesó agachado hasta llegar al potrero. Caminó bajo el sol y pudo ver, a su derecha, lejos, muy pequeña, la casa y el patio de atrás en donde ya no estaba Angélica, solo el viejo tendido bajo la sombra ventosa y raquítica del guayabo. Apretó el paso hasta perderse en lo plano, resintiendo el sol después de casi diez minutos de caminata. Si se apresuraba podía llegar a la cueva al borde del mediodía y volver entonces para llevar a Angélica con él. Sobre la mesa quedó la jarra vacía y las boronas dispersas. ¡Alfredo! Gritó ella cuando entró de nuevo a la casa, podría por lo menos ayudarme a recoger. Se había ido sin decir nada como siempre a deambular todo el día. ¿Cómo alguien podía vivir simplemente de deambular? Recogió la bolsa del pan. Estaba ya duro y no podría guardarse para mañana, habría que esperar a que su papá fuera de nuevo a traer las provisiones de la semana. Sacudió las boronas y dispersó las moscas. Abrió el tubo para lavar los trastos cuando sintió que la apresaron por la espalda y le empezaron a besar la nuca. Era siempre lo mismo, siempre el asco profundo cuando el viejo se ponía cariñoso y empezaba a besarle la nuca y a tocarle las tetas por encima del vestido. Sos igualita a tu mamá, le decía, y le restregaba su erección en la pierna mientras le iba quitando la ropa en medio de la cocina. Pero Angélica moría de asco entonces, sentía la rabia inmensa de siempre y hoy, hoy que había decidido no bañar más a Alfredo, no podía soportar otra vez a su papá encima suyo, respirando su aliento bovino encima de sus pezones y sacudiendo su cuerpo fofo y peludo entre sus piernas. Se lo quitó de encima y empezó a correr. El viejo no pudo empezar a correr detrás suyo porque tenía los pantalones a la altura de los tobillos, apresándole las piernas, la maldijo entonces y Angélica cerró con picaporte la puerta del cuarto y también la ventana de dos hojas del cuarto. Lo escuchaba gritar y tirar las cosas en la cocina, volcar las sillas, maldecirla. Luego escuchó el tintineo de la hebilla de la faja y los pasos que salían a la intemperie. Fue hasta la ventana, abrió un poco una de las hojas y lo vio agacharse para cruzar otra vez el alambre de púas y perderse entre el ganado, alejándose rápido hacia la planicie. Abrió la puerta del cuarto y corrió hasta el cuarto de su papá, se agachó y metió la mano bajo la cama de donde sacó la carabina. Se la llevó consigo y se volvió a encerrar en el cuarto, pensando en que ojalá, por ningún motivo su papá se encontrara con Alfredo vagando por los secos predios, pues en su estado de cólera no vacilaría en matarlo a golpes ahí, sin que nadie pudiera hacer nada. ¿Por qué se había traído el arma? ¿Lo iba a matar? Ella sabía cómo usarla, él mismo le había enseñado, él mismo, como condenándose, le había puesto el cuerpo en posición y le había enseñado cómo tirar al vacío. Lo iba a matar. Iba a seguirlo por el campo, no de muy cerca y luego, cuando tuviera la sangre fría y el odio contenido en el tubo del rifle, le vaciaría la cabeza de un solo disparo. Pero no hoy. No hoy. Le preocupaba Alfredo. Salió con el rifle en la mano y patrulló la casa, por dentro y por fuera. Su papá se había ido de verdad. A veces fingía irse y la acechaba desde algún sitio y cuando ella menos se lo esperaba saltaba de donde estuviera. Estuvo sentada en la cocina todo el día, sin pensar en él, sin preparar nada de comer. Estaba preocupada por Alfredo. No soltaba la carabina, no se atrevía. Si su papá aparecía de entre las sombras iba a dispararle. Lo enterrarían juntos, ella y Alfredo, o lo quemarían en el patio de atrás y nadie nunca se daría cuenta. Puso un pie en la sombra helada de las ceibas y los otros árboles y sintió el olor rancio a carne podrida. Se estremeció cuando vio la cueva: era gigantesca, estaba lejos de ser una pobre madriguera, la había cavado justo al pie de un tronco enorme y viejo. El sol que se colaba entre las ramas era poco y apenas si podía ver dentro de ella. Una nube de moscas revoloteaba en la entrada y no tardaron en posarse sobre él, sobre sus brazos y cara. Se asomó a la cueva. Le temblaba el cuerpo entero. No había nada que se removiera en la oscuridad, nada. El olor, los indicios de animales muertos. Huesos, pedazos de piel agusanada revuelta con el barro. Entonces, a unos metros más allá del tronco bajo el cual estaba la cueva, lo vio ponerse de pie. Devoraba algo, sus dientes lo trituraban como si fuera una cáscara de huevo. Quería correr, alejarse gritando, decirle a Angélica que por fin lo había visto de frente, que había visto sus largos brazos cubiertos de pelo que le tocaban casi las rodillas y su mandíbula simiesca, prominente, y sus genitales colgando entre las delgadas piernas. La criatura solo lo miró y permaneció comiendo, haciendo una especie de sonidos entre cada mordisco que parecían indicar algo. Alfredo, lentamente, se dio vuelta y empezó a caminar en dirección al potrero, dejando atrás la cueva y la pestilencia. ¿Hablaba? ¿Había estado hablando con él mientras comía? Cuando estaba cerca de salir al sol echó a correr con todas sus fuerzas, sin mirar atrás. Angélica lo vio llegar a la casa al borde de las tres de la tarde, agitado y con los ojos llorosos y pensó que se habría topado con su papá en el monte. ¿Te dijo algo? ¿Te pegó, Alfredo? Pero Alfredo se tiró en la cama en silencio y ahí se quedó. Sudaba muchísimo, tenía la cara roja y la mirada perdida. Angélica se sentó en su cama, frente a él, había cerrado la puerta y puesto la carabina recostada a la pared. Se miraron fijamente durante mucho tiempo hasta que se hizo de noche. ¿Tenés hambre? Preguntó ella desde su cama, en la oscuridad cerúlea que ya envolvía todas las cosas. Sí. Guardé galletas de la semana pasada. ¿Te las robaste? Me las robé, si pudiera se las robo todas. Angélica se movió en la oscuridad y abrió la puerta del pequeño mueble en que guardaba su ropa, iluminándose con el foco de baterías que siempre tenía bajo la almohada. Comieron galletas hasta que la puerta trasera de la casa se abrió de golpe y entró su papá maldiciendo. Ambos se quedaron callados, volvieron a sus camas y confiaron en que el picaporte de la puerta sería suficiente para aplacarlo. Cuando entraba en sus rachas de rabia, cuando no soportaba la culpa de tener que ser su propia carne, se perdía en dirección a los destiladeros clandestinos que había en el camino a las montañas y volvía al anochecer o un día después dando tumbos entre las piedras y el polvo. Golpeó suavemente la puerta del cuarto llamando a Angélica, mi amor, perdón, le decía. Y ellos hacían silencio en las camas, la carabina amparándolos. ¿Te estás cogiendo a tu hermano? Empezó a gritar después de un rato y a patear la puerta, llamaba a su mamá, hablaba del campo, del sol, de Angélica, de los hombres, de todo. Se rieron un poco de él en la oscuridad y luego lo oyeron caer de bruces en la cama. Pudieron entonces dormir tranquilos unas cuantas horas. A eso de las dos de la mañana, en apariencia detenidas en las agujas del reloj que Angélica tenía en la mesita de noche, se escuchó un alboroto desesperado entre las vacas que dormían cerca de la casa. Pisadas fuertes y bramidos. Luego un golpe seco y un silencio repentino. Oyeron al viejo levantarse, el ruido del machete contra el piso y sus pasos alcoholizados rumbo a la puerta trasera. Maldijo. Abrió la puerta. Cuando Angélica iba a mirar por la ventana, Alfredo la detuvo, lloraba, estaba aterrorizado. Te dije que lo vi, Angélica, lo vi, vi su casa, lo vi comer, intentó hablarme. ¿De qué me hablás Alfredo? El hombre de las madrigueras, el hombre que está vivo. El machete se estrelló contra las baldosas del piso del corredor de atrás varias veces, escucharon los gritos del viejo y luego nada, solo como si un costal de carne se hubiera caído desde una altura considerable. Entonces Alfredo oyó otra vez aquel idioma hecho de partes, de cortes de palabras extrañas y rígidas. Angélica agarró la carabina. Indescriptible, aquel ruido que salía de una boca extrañamente humana invadía toda la casa como una canción de la edad de piedra. Alfredo se puso detrás de ella y ella apuntó el cañón hacia la puerta. La canción se interrumpió. Tocaron a la puerta del cuarto con los nudillos una, dos, tres veces.
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Relato incluido en Gloria al amor sombrío. © Encino Ediciones, 2019. Todos los derechos reservados.