'Tierras raras', de Guillermo Barquero
Tierras raras es una novela sobre los últimos 25 días de una isla y, sobre ella, los últimos 25 días de una pareja. O, también, la expiración de una pareja y, por lo tanto, el acabose de la isla que cohabitaron y en la que se amaron.
Guillermo Barquero, quien trabaja académicamente como microbiólogo y oficia también como fotógrafo, habla de ambas cosas como si fuera hablar de la misma. Es decir, se preocupa minuciosa y científicamente por describir la simbiosis de la isla y la pareja, como si la biología de una no fuera posible sin la biología de la otra. La isla es un paraje mórbido y exuberante al mismo tiempo, paraíso y purgatorio, inubicable en la geografía terrestre que conocemos. Hay pinos y hay coníferas; si el mar existe, no sabemos bien hacia qué dirección se encuentra.
Sin embargo, parece que las condiciones de vida antes han sido cómodas para la pareja: una entomóloga pelirroja y un “hombre que recibe la leña”. “Su casa parece un dedo, cuando la gente va muy lejos, dice. Un dedo enterrado en la superficie de agujas de pino, entiendo. Un dedo arrancado a un cadáver, entiendo. Nos reímos”, dice ese hombre sobre una conversación somera con la mujer que entrega la leña, la única vida en esa isla que no es una araña, un insecto o un cadáver descompuesto y olvidado.
La isla no es maligna pero tampoco es bondadosa. Todas las cosas sobre ella son extensiones de su aspereza. La casa rústica y sus implementos, el proceso de desalojo que aísla aún más al protagonista y su pareja, hasta el punto de que no hay rastros de otra vida en la superficie. Vida que es tan frágil que se devela como una extinción. Muere la isla, ergo muere la convivencia doméstica. Poco a poco, el erotismo es una mutilación, copulaciones de cuerpos tullidos, grotescos. Los cuerpos son cuerpos, materia en descomposición, al fin y al fin al cabo.
El narrador creado por Barquero enumera descripciones de tal forma que, si no fuera por las metáforas, podrían formar parte de un ensayo de observación naturalista. Es un estilo en el que hay maestría, es recurrente en otras obras del autor e inevitablemente revela que tiene raíces en sus otras ocupaciones.
No obstante, pienso que no es una cuestión de origen, no hay forma en la que las plataformas que usa Barquero para crear conocimiento, palabra e imagen se precedan entre ellas. Leerlo es percatarse, también, del equilibrio simbiótico que necesita el estilo literario de todo lo que lo nutre. La observación, la experiencia corporal, la experiencia emocional, las imágenes que, por más pasajeras, se clavan en una memoria. En Tierras raras, el estilo del autor es lo suficientemente poético como para que leerlo sea doloroso y tan clínico que da ilusión de ser práctico, como una fotografía de registro.
El hombre describe: “(...) hay tabiques que en ella se han convertido en puertas abiertas. Hay zonas de pelambre aterciopelada que ahora son superficies que brillan de calvicie. Intento trazar un mapa de lo que nos va quedando, pero no uno físico sino uno mental: la imagen de ambos en ese ojo interno que está hecho de recuerdo y de proyecciones al futuro, sea como sea ese futuro”.
Creo que Tierras raras es aún más sabrosa de leer como una suerte de autopsia novelada de los afectos. Una ruptura cronometrada y transformada en un tratado post mortem de su descomposición.
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Tierras raras, Guillermo Barquero, Encino Ediciones, 2019, 140 pp.