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Una madre estupenda

Dime, ¿qué pretendes hacer
con esa vida tuya, única, salvaje y preciosa?


Mary Oliver, “El día de verano”.

“Aunque había estado rodeada de ellos toda su vida, no fue hasta que cumplió treinta y cinco años que sostener un bebé comenzó a ponerla nerviosa, tener en brazos a un bebé ya no era natural —ella ya no era natural”. De esta manera Lorrie Moore nos introduce en el mundo de Adrienne, el personaje de un relato cuya protagonista pude haber sido yo, o pudiste haber sido tú, o ella, si no fuera porque la mayoría de las mujeres ya han sido madres a los treinta y cinco años.

Adrienne, pues, había entrado en lo que la propia Moore califica como “la década puritana, el momento demográfico decisivo cuando el mejor cumplido que una mujer puede recibir es: Tú serías una madre estupenda”. La misma frase que una terapeuta me había dicho cinco años atrás cuando, exacto, yo tenía la misma edad de Adrienne.

Tú serías una muy buena madre, dijo la psicóloga. Yo me quedé helada, había estado hablando sobre mi relación con mi última mascota, un cachorrito blanco que mis tíos habían recogido de casa del vecino hacía 20 años atrás. En el fondo no entendía por qué seguía sorprendiéndome ante afirmaciones como esta; no era la primera vez que me lo decían, no sería la última tampoco. Me habían dicho lo mismo años antes cuando mis amigas comenzaron a tener hijos y yo salía sosteniendo a alguno de ellos en fotos mal enfocadas que luego terminaban olvidadas en un álbum familiar. Y luego, años después, ya en Vietnam, cuando me empeñé en tener en brazos al niño de una campesina que amablemente nos había dejado dormir en su casa. La mujer cocinaba en un fogón de leñas y le enseñaba a cortar la verdura a mi pareja mientras yo jugaba con el bebé en mi regazo. A ella le preocupaba que el niño, que apenas si llevaba puesta una camiseta raída, me ensuciara; a mí no me importaba en absoluto. Sujetar al niño me proporcionaba una sensación bonita, no maravillosa, no indefinible, solo bonita; sujetar al niño era en algún modo la excusa perfecta para la evasión, me relevaba de la conversación con los otros. También estaba segura de que de haber pasado un gato o un perro por allí me habría dado modos de tener al niño y al animalito cogidos ambos contra mi pecho y la sensación de placer habría subido en un dos mil por ciento, pero lo cierto es que estábamos el pequeño niño, yo y su madre que nos miraba mientras le decía al hombre que me acompañaba: “Ella sería una madre estupenda, ¿por qué no le das hijos?”.

Hace un tiempo una amiga mía acudió a una clínica de reproducción asistida. Por entonces ella tenía cuarenta años y había estado intentando quedarse embarazada durante el último semestre. La doctora le tomó los datos y, mientras preguntaba por cosas como la periodicidad de la regla, enfermedades previas y menarquia, le soltó: “Es que las parejas de hoy vivís como si el tiempo no pasara y os esperáis siempre hasta el último momento para intentar tener niños, ¿qué estáis esperando que os pase?”. Mi amiga y su pareja se miraron sin saber muy bien qué contestar. Se habían conocido apenas un año y medio antes, ninguno había estado casado ni verdaderamente enamorado hasta que no había conocido al otro. De haberse conocido en otra época seguramente habrían intentado tener niños años atrás. Afortunadamente para ellos, un poco de ayuda tecnológica solventó el problema de haberse conocido a destiempo y hoy son un par de felices padres.

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Mi historia es esta: yo no soy una buena madre, ni en el país desarrollado en el que vivo, ni en el país chiquito y ensimismado en el que nací, básicamente porque no me he reproducido. No he sido madre nunca, y de serlo ahora, que ya no tengo treinta años, me tildarían de irresponsable. La edad no perdona, una se hace vieja. Pero viene aquí el ente diferenciador, la causa primera, aquella que no me redime: nunca he querido serlo, no soy una buena madre, ni seguramente seré una madre, aunque sea a secas, olvidémonos del “buena”, porque no quiero. Lo que me lleva a conformar parte activa del siguiente estrato: la mujer egoísta.

En la novela Un feliz acontecimiento, de Éliette Abécassis (2005), tras una larga reflexión la protagonista llega a la conclusión de que engendramos hijos basados en tres razones fundamentales: por amor, por aburrimiento y por miedo a la muerte.

En mis cuarenta años de vida he amado unas cuantas veces (¡Viva el amor romántico!); me he aburrido en innumerables ocasiones, incluso durante periodos relativamente largos; y algunas pocas veces, sobre todo en los últimos tiempos, le he tenido miedo a la muerte (juventud, divino tesoro, que no le temes a nada, vuelve por favor, vuelve). Pero si soy sincera, verdadera e intensamente sincera, nunca he deseado tener un hijo. 

He deseado desear. Quiero decir, he deseado sentir ese impulso, la fuerza de la naturaleza que te impele a reproducirte. Tenía cuatro o cinco años, mi hermana menor jugaba a cuidar a sus muñecas y yo la miraba como desde un universo paralelo. Mi yo de cuatro años sabía mejor que mi yo de quince lo que quería en esta vida. No la entendía. Una vez en navidad pedí una muñeca para saber lo que se sentía, pero yo no sentía nada. Me forcé durante años a jugar sus juegos, a interiorizar sus historias.

Un juego clásico de niña incluía un bebé, la madre (niña) que lo cuida, el bebé duerme, la madre lo mira, el bebé llora, la madre lo acuna, le cambia de ropa, se le queda mirando durante horas, la pasividad de los actos, mientras  fuera espera el sol que quema, el barro secándose antes de que yo pudiera construir una carretera, en la mesa el rompecabezas sin hacer, los libros sin ser leídos, el microscopio en el que no se veía mucha cosa, el telescopio que nunca me regalaron y mi perro, casi más grande que yo, ladrando a mi alrededor mientras me esforzaba en comprender qué era aquello que me estaba perdiendo. El ciclo maravilloso de la vida, el deber, la responsabilidad, el fin primero y último de una mujer: la maternidad. ¿Cómo podía ser una muñeca algo más inspirador que todo lo que dejaba de lado?  Al final me di por vencida, mejor el perro, al menos él tenía vida propia.

La no procreación es un desvío de la norma, decía Pascale Donati, un desvío que tiene un coste, agrega Badinter, la desaprobación social.

“Si una mujer deseaba vivir en paz y tranquila y tener su casa limpia, sin nadie que la llenara de barro, quería hacer conservas y mezclas aromáticas de pétalos secos de rosa y sentarse junto a la ventana para coser una labor delicada, ¿por qué no iba a hacerlo? Siempre habría suficientes mujeres deseosas de casarse y perpetuar la especie… Si a una mujer le gustaba jugar con las palabras y formar con ellas patrones y dibujos, se mantenía a sí misma, no molestaba a nadie y disfrutaba de la vida sin un montón de niños berreando a su alrededor, ¿por qué no iba a hacerlo?”. Neith Boyce, columna de la revista Vogue, 1895.

Lee Chambers-Schiller explica que entre 1780 y 1840 surgieron en Nueva Inglaterra pequeños grupos de mujeres que conformaron el llamado “culto a la doncellez”: mujeres no casadas que eligieron su estado y vivían encantadas de sí, mujeres que al “rechazar la autoabnegación inherente a la domesticidad” se dedicaron a “cultivar su yo” defendiendo su soltería y dando forma con estas acciones al valor de la independencia femenina. Entre estas mujeres se encontraban Margaret Fuller, la sufragista Susan B. Anthony y la escritora Louisa May Alcott, conocida mundialmente por su novela Mujercitas, quien en una entrada de su diario escribía un catorce de febrero: “Añado a mi lista a todas las solteronas ocupadas, útiles e independientes que conozco, porque para muchas de nosotras la libertad es un marido mucho mejor que el amor”.

Doscientos años después de esta primera generación de mujeres liberadas de las cargas conyugales, la sociedad occidental se empeña en promover el eslogan de la paridad de derechos y obligaciones entre hombres y mujeres, proliferan los libros antiprincesas y los programas de inclusión en el deporte para las niñas, los gobiernos financian también políticas de género y hay una creciente ola de información sobre la desigualdad y las políticas destinadas a rebajar dicha brecha. Sin embargo, tras esta cortina de humo, la presión social por ser madre, infligida a las mujeres que traspasan la veintena, sigue campando a sus anchas con el beneplácito de las propias mujeres. Una puede ser liberal, haber estudiado en las mejores universidades, tener un puesto directivo en una gran empresa e incluso ganar más que un hombre, pero la razón de ser última de una mujer, y de momento la única universalmente aprobada, sigue siendo la maternidad.

Orna Donath comienza su libro #madres arrepentidas con las siguientes frases:

“¡Te arrepentirás!
¡Te arrepentirás
de no tener niños!”

Para cuando cumplí veintiocho años, la mayor parte de mis amigas hacía tiempo que se habían casado y sus hijos ya iban al colegio. Las pocas que quedaban rezagadas estaban en proceso de casarse o tenían hijos recién nacidos. Entonces se inauguró la era del reloj. El famoso reloj biológico fue la tónica de los siguientes años. Comenzaba a rozar la treintena, si la traspasaba había que apurarme, no fuera a arrepentirme. Olvídate del matrimonio, olvídate del hombre, ten un hijo. Sálvate, al menos en eso, sálvate. Qué será de ti si no tienes hijos, una madre vieja no cría hijos buenos porque no tiene la misma energía que una veinteañera. Luego tendrás tiempo para disfrutar de la vida, decían, quién cuidará de ti cuando te hagas vieja, decían.

Hace un par de años un compañero muy querido del colegio me contactó por Facebook y su primera pregunta fue cuántos hijos tenía; la segunda, antes de que yo pudiera dar contestación a la primera, fue si me había casado, aunque él asumía que por mis fotos en Facebook así era.  En contraposición, mi primera pregunta para él había sido referida a su vida profesional, ¿a qué se dedicaba?, ¿qué había estudiado?, ¿cómo le iba en la vida? Cosas que a él no parecían importarle en absoluto sobre mí. Cuando le dije que no tenía hijos, la contestación, que aún hoy entiendo como sincera y amorosa, fue que no me preocupara porque seguro Dios pronto me daría muchos niños. Una historia similar sucedió meses después cuando una compañera añadió a otra al grupo de chat que tenemos en WhatsApp. La amiga en cuestión, a la que no veíamos desde los catorce años, dijo que le hacía mucha ilusión saber de nosotras, agregó que ahora vivía en una ciudad del oriente boliviano con sus dos hijas de X y Z años, y tras un punto seguido añadió “Mi marido es médico” como corolario final de su mensaje, ni una palabra sobre ella misma que no fuera su ubicación geográfica. Como me temí un aluvión de mensajes de presentación parecidos al suyo, ciudad en la que vivía cada una, número de hijos y profesión (del marido), dejé inmediatamente de leer.

La felicidad —escribe Rebecca Solnit en La madre de todas las preguntas— a menudo es descrita como el resultado de tener un magnífico conjunto de patos en fila —una mujer, criaturas, propiedad privada, experiencias eróticas—, aunque un milisegundo de reflexión nos traerá a la cabeza una infinidad de personas que tienen todas estas cosas y son, todo y eso, infelices. Continuamente se nos dan fórmulas de talla única, aun cuando estas fórmulas fallen a menudo y de mala manera. A pesar de esto se nos vuelven a dar. Una vez y otra. Se convierten entonces en prisiones y castigos. Y con esto no estoy diciendo que mis dos amigos del ejemplo anterior sean infelices o que deban serlo por seguir la norma, simplemente son ejemplos de esa “fórmula estándar” que asume sin reparos que no existe ningún otro tipo de felicidad “plena” en la vida y que claramente necesita reafirmarse bajo la prueba fehaciente (un matrimonio, los hijos) del cumplimiento de la norma.

En 1986 Hazel Markus y Paula Nurius escribieron en la revista American Psychologist un artículo titulado “Possible Selfs” en el que estudiaban cómo las personas conciben o imaginan posibles futuros de sí mismas —llamémosles posibles “yoes”— en función de las dinámicas personales de autoconcepto, motivaciones o distorsión de cada individuo. Estas representaciones derivan, dicen los autores, de lo que se ha sido en el pasado y de lo que cada persona imagina que pueda ser en el futuro. Dichas posibilidades de “llegar a ser” en el futuro, advierte el estudio, son el resultado de comparaciones que el individuo hace de sí mismo y la sociedad que lo rodea, comparaciones en las que los propios pensamientos, así como los sentimientos, las características y los comportamientos se han contrastado con los de los demás. Si somos consecuentes con el estudio de Markus y Nurius, aunque las mujeres somos capaces de crear cualquier posible “yo”, el conjunto primordial de posibilidades con las que nos imaginamos en un futuro se deriva directamente de categorías determinadas por el contexto sociocultural e histórico particular de cada mujer y de los modelos, imágenes y símbolos proporcionados por nuestro entorno (familia, amistades, medios de comunicación, estado, religión, etc.). Todas estas experiencias definen el potencial al que puede llegar a aspirar una mujer, pero también, y pongo el foco en este punto, reflejan los límites a los que cada mujer está socialmente restringida. Una sociedad que sobrevalora la maternidad y la idealiza como un campo de felicidad y realización sin parangón impedirá que una mujer visualice un posible futuro feliz en el que la maternidad no tenga cabida, y si lo hace quedará claro que ejerce esa felicidad fuera del estándar con todas las consecuencias sociales que eso implique.

Kate Bolik ha escrito un libro precioso, cuyo título interpela desde el inicio mismo los paradigmas que tenemos las mujeres con respecto a nuestro futuro imaginado. El libro al que hago mención se titula Solterona. Estoy segura de que casi ninguna mujer puede pronunciar esta palabra sin estremecerse. La solterona está definida en el imaginario colectivo como una mujer fracasada y sola. Una solterona no tiene hijos (que la rediman), ni hombre que se le conozca (y la salve de la frigidez). ¿Quién de nosotras quiere ser una solterona? ¿No es la solterona una especie de bruja? ¿Quién de nosotras no ha interiorizado el de la solterona como un futuro distópico? ¿Cuánto tienen que ver nuestras madres (y nuestros padres) en ello? ¿Cuánto tienen que ver nuestras amigas en ello? ¿Cuánto tienen que ver nuestras parejas con ello? ¿Cuánto tiene que ver nuestra sociedad en ello? Bolik, pues, se propone redimir a la solterona como un futuro de liberación y felicidad perfectamente posible.

La Loca de los gatos o la Vagabunda con la que medio en serio y medio en broma hemos designado un futuro adverso, esos “yoes temidos” de Markus y Nurius, se develan a ojos de Bolik no como la imagen de mujeres arrojadas por las circunstancias a mendigar en las calles, pasando frío y hambre, sino más bien como la prueba viviente de lo que significa no ser amada. Su aparición, añade la autora, perdurará mientras las mujeres consideren que el amor de un hombre es la forma suprema de validarse ante una sociedad.  

Las mujeres no somos dueñas de nuestro cuerpo, nuestro cuerpo no nos pertenece desde el instante mismo en que nos hacemos fértiles. En la mayoría de los países la única manera que una mujer tiene de ser dueña de sí misma es desde la infertilidad, y aún allí, la sociedad se da modos de ofrecernos caminos para volver al ganado. Una mujer no es oficialmente estéril hasta que no ha pasado por todos los tratamientos de fertilidad que el dinero y la tecnología puedan ofrecerle. El abanico de posibilidades con la que se nos bombardea va desde la inseminación artificial, pasando por la fecundación in vitro, hasta la donación de óvulos, eso ya sin contar con la ultimísima y más polémica gestación subrogada.

Sarai mujer de Abram no le daba hijos; y ella tenía una sierva egipcia, que se llamaba Agar.

Dijo entonces Sarai a Abram: Ya ves que Jehová me ha hecho estéril; te ruego, pues, que te llegues a mi sierva; quizá tendré hijos de ella. Y atendió Abram al ruego de Sarai”. Génesis 16:1.

Tras milenios de evolución, al parecer en los últimos años hemos vuelto a los tiempos bíblicos. A diario parejas estériles buscan mujeres fértiles que los ayuden a ser padres, incurriendo en una forma más de objetivación de la mujer, que en estos casos se ve frecuentemente agravado por la situación socioeconómica de la gestante, quien en la mayoría de los casos se presta a este tipo de “solidaridad” porque necesita el dinero; no es casualidad que los estados que gozan de un bienestar mayor tengan prohibida esta práctica a sus ciudadanas, mientras que los países de economías débiles hagan oídos sordos —cuando no promuevan— este tipo de contratos.

Una de las razones por las cuales la gente se aferra a la maternidad, afirma Solnit, es la creencia de que los hijos son la única manera de satisfacer la capacidad de amar de una mujer. En el mundo individualista en el que vivimos se nos olvida demasiado a menudo que hay muchas más cosas que el amor a la descendencia. Curiosamente un hombre tiene la idea del amor mucho más ampliada que la de la mujer. En vez de focalizar la mayor parte, cuando no la mejor parte de su energía, en los hijos y la familia (entendida como conjuntos de personas a las que cuidar: llámense hermanos, suegros, abuelos, padres, etc.), los hombres destinan sus energías a un variopinto conjunto de  actividades: trabajo, ocio, negocios, deportes, intereses personales, etc., sin que por ello nadie les atice un “te estás perdiendo la mejor parte de la vida de tus hijos”, o “los hijos sin su madre no salen buenos”, o “para qué tienes hijos si no los vas a disfrutar”.  ¿Se debe esto a que las mujeres tienden por naturaleza al cuidado de los demás? O se trata más bien de que las mujeres viven bajo una constante ala de culpabilización cuando sus actividades no se restringen al cuidado de la familia. Quién puede verdaderamente disfrutar de una actividad o talento si el principal mensaje que recibe siempre es: lo haces mal, tu felicidad es estar al lado de tus hijos, tu marido, tus padres…

Los hijos se disfrutan, este quizá es uno de los eslóganes más exitosos de la campaña secular en pro de la maternidad. Como si se tratara de un bien de consumo más, a los hijos hay que disfrutarlos (que no sufrirlos) y además de vivir este incomparable disfrute en lo privado es imperativo hacerlo público mediante las herramientas sociales que mejor nos convengan, llámense Facebook o Instagram, de lo contrario se corre el riesgo de ser llamada mala madre.

Nuestros hijos no son nuestros hijos. Las mujeres paren tanto si quieren como si no quieren. En el continente americano solo seis países tienen una ley de aborto sin restricciones con respecto a la razón del mismo, aunque con una fecha de caducidad, pues no sobrepasa las catorce semanas de embarazo; otros siete países permiten el aborto solo en circunstancias especiales: malformación del feto, riesgo de muerte para la madre y violación; y en el resto existe una prohibición absoluta sobre él. A todo lo anterior se añade el componente social que niega a los niños y adolescentes una educación sexual adecuada en nombre de una moral y religiosidad mal entendida.

A su vez Europa, que goza de una trayectoria más larga en cuanto a políticas de educación sexual y de género, vive un auge de la extrema derecha, que tiene entre otros muchos objetivos devolver a la mujer al lugar de donde salió en los años cincuenta y al que al menos en esa parte del mundo no ha vuelto a entrar: las cuatro paredes de una casa. Así pues, en esta parte del mundo, a menudo me encuentro con hombres concienciados sobre temas como el aborto o la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres; sin embargo, basta llegar al escabroso punto en el que estos hombres ven la posibilidad de que su nombre y el de sus ancestros (todos varones como él) sea relegado en el registro de un nuevo vástago para que el discurso de igualdad sea guardado en un cajón con llave. La importancia de apropiarse del hijo y hacerlo suyo, relegando al olvido a la madre, nunca está mejor reflejada que en la proporción de seres humanos que llevan como primer apellido el de su padre. 

Hace casi diecisiete años, mientras vivía en México, una mañana desperté con la absoluta seguridad de que hasta entonces no había sentido el instinto materno y que, además, era posible que nunca lo sintiera. Por entonces no había interiorizado ninguna de las razones que he descrito en este artículo, era un sentimiento puro, sin más argumentos que el autoconocimiento y la aceptación propia, había tardado veinte años en llegar a esa conclusión, pero lo había hecho.  Seguramente esta certeza hubiera sido más dolorosa de haber tenido unos padres obcecados en colgarme la carga de la maternidad como una obligación imposible de rechazar. Ignoro si ellos fueron conscientes de la libertad con la que me criaron y de la ligereza con la que me han dejado en paz hasta el día de hoy. Yo tengo luchas con mis amigas, con tíos, primos y primas, con allegados y conocidos, pero nunca he tenido una lucha sobre este tema con mis padres. Si ellos han ansiado ser abuelos se han guardado mucho de decírmelo, tampoco me han hablado nunca de las desventajas de quedarme sola. Supongo que en parte por eso y también en parte por todas las razones que aquí he expuesto, no encuentro motivos para ser una madre estupenda y tampoco de sufrir por no serlo.

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Ensayo incluido en La desobediencia: Antología de ensayo feminista. © Dum Dum Editora, 2019. Todos los derechos reservados.