La edad del bosque
1. En una carta a sus hermanas, fechada el 20 de junio de 1966, dice Lezama Lima:
Les escribo en domingo, un día muy peculiar en relación con lo que somos y sufrimos. El domingo es el día inexorable, no hay disculpas, el tiempo se hace más lento, como si se llenase con plomo. Es el día para Nuestra Señora de la Soledad. ¿Existe? Debería al menos existir. Dedicarle un día de la semana a la que nos destruye al espantoso vacío. Los antiguos creyentes decían que la soledad y el aburrimiento eran señales de que el Diablo estaba con nosotros. Lo cierto es que hay algo en este día que se abre camino y que no se cansa de mirarnos. Pero no tiene rostro, ni nombre, pero aparece por todas partes, y parece como si cada uno de nuestros poros segregase esa espantosa burbuja.
Hoy, 29 de setiembre de 2019, también es domingo y, como cada domingo, segrego esa espantosa burbuja. Particularmente hoy, cuando caí en cuenta, de una manera demasiado vertiginosa, en ese fenómeno extraño y delicado que es el regreso a la casa de la infancia. Ese territorio reacio a cualquier manía definitoria y explicativa que Marosa di Giorgio bautizó como la edad del bosque: una especie de tierra incógnita en donde existe un nosotros potenciado, sensible hasta la exasperación, levitante y abierto de una manera obscena, voraz, a todas las cosas. La edad del bosque, la casa-origen, el lugar común más grande del arte y la literatura: la patria es la infancia.
Louis Wain tiene un cuadro llamado Edge of the Wood, un cuadro abigarrado y lleno de colores y texturas cálidas, de pronto muy cercanas a un paisaje de mundo de golosinas con casitas de mazapán y paletas espiraladas de verde y rojo en las colinas: es el cuadro que me devuelve inmediatamente al mundo de Marosa di Giorgio, a la edad del bosque. Además, Wain y di Giorgio se parecen en ese impulso casi monomaníaco por elaborar una y otra vez lo mismo, sin repetirse. En el cuadro aparece una casita rodeada de floraciones que gritan en un viento de pinceladas encendidas: magentas con una cruz amarilla abriéndose desde el centro, largas lenguas de flores azules (Marosa en ellos vería sexos espumosos, un licor flamando), y en variaciones del amarillo y el rojo, del rojo y el lila, del blanco y el azul, flores inverosímiles, difusas, y árboles de follaje igualmente imposible, seductores, palpables, existentes ya para siempre en ese límite —filo, orilla— del bosque. La casa está forrada en esos vegetales de grimorio, sus columnas en apariencia salomónicas, sus pliegues y ventanas cuadriculadas y repulgues inusitados y salientes rococós y ensartados azulejos. En la puerta de la casa aparecen, oh Wain, los gatos: tres gatos, dos cachorros y un adulto que mira ¿hacia el bosque?, y un tercer cachorro bajo un arbusto, al pie de la ventana. Como el mundo que aparece en Los papeles salvajes, este cuadro se rige por sus propias leyes e ignora sanamente los impulsos del orden y, por supuesto, de la lógica: es el filo que abre en un descuido la yema de los dedos, la orilla que invoca el vértigo cuando se está ahí, la prohibición, es decir, la invitación al desastre: estamos ante el bosque y en el bosque reina la memoria con su invención y su mentira.
Por la mañana, hoy, 29 de setiembre, ocho días después de haber cumplido veintiséis años, cargando un poco de goma y el espectro del reinicio de la semana, se me ocurre limpiar el patio. Antes este patio era una extensión indómita de monte en donde corríamos mi hermana y yo —no menciono a mi hermano menor porque, tal vez, llegó demasiado tarde como para haber corrido en la extensión que surge en la memoria—. En el patio había dientes de león antes de ser dientes de león: capullos fucsia que luego dispersaba el viento, plantas cuyos nombres desconoceré para siempre, que de pronto echaban pequeños frutos de un azul profundo, lustrosos, como caimitos en miniatura que estallaban en flores de un naranja extraño. Hubo limoneros y palmeras, las palmeras más viejas del mundo. En un rincón húmedo, un pochote viejo y un montón de chinas siempre reventadas a su sombra, incluso un cafeto solitario. Todo está muerto, como siempre. Hoy, esta mañana, me espera el concreto, porque la evolución de las cosas siempre parece ir en dirección al concreto. Sobra decir que es evidente, y se habrá comentado quién sabe cuántas veces, la relación del concreto con la idea del progreso. Reducido a la historia de la casa de la infancia podría decirse que el patio desaparecido sirve más ahora, hecho una plancha caliente, a la economía familiar, a la supervivencia. Desde esa superficie de donde suben vahos calientes todo el día, nada me interroga, todo se anquilosa. Descubrí en un rectángulo de concreto, de un color distinto al resto, la marca de una jardinera que habían sepultado y, menos de una hora después, con pico y macana, mi hermano y yo removíamos la tapa del mausoleo: me sentí perseguir, enfebrecido, mientras golpeaba con el pico una y otra vez, un pedazo de la edad del bosque. Porque hace dos meses, cuando David y yo empacamos todo y nos vinimos a vivir a Atenas, a una parte ahora nuestra de la que había sido la casa abigarrada entre el boscaje alucinante, imaginé que iba a encontrarme de nuevo en esa extensión de la que me ocupo cada vez que empieza escribir algo, sea lo que sea. Pero no estaba. Otra vez, todo muerto. El lugar nocturno y lluvioso que aparece en Mercurio en primavera no es este, tampoco el que aparece en El patio de abajo. En esos textos aparecen las leyes de la edad del bosque, cuya escritura es a veces inescrutable incluso para uno mismo. ¿Cómo responderse o cómo justificar el hecho de vivir escribiendo sobre un patio, sobre la sombra que daba un conjunto de ramas, sobre el olor que salía de la tierra cuando se hundían las manos en ella?
Removimos los escombros de la tierra negra, de la superficie que había pertenecido al paisaje anclado en la escritura. Húmeda, blanda, dueña de un magnetismo extraño. No se trataba, en mi caso, solamente de hacer volver a la vida una jardinera, sino de estampar, como alguna vez, una huella en el límite del bosque: cortarme con ese filo sobre la cicatriz pálida del corte ya hecho. Poder convencerme de que, aunque todo está muerto, sigue siendo una invención, circular y reiterativa, ahora encarnada en la tumba desacralizada. Si escribir es una invocación, una forma de comunión con los muertos (después de todo son los muertos y lo muerto lo que me enseñó a leer), nada mejor que esa tumba abierta junto a la ventana.
2. Juan José Saer inició La mayor con una referencia al ejercicio de la memoria, base misma de su literatura (y de la mayoría de la literatura que me gusta): “Otros, ellos, antes, podían”, comienza. Como se desprende del texto, la referencia es irónicamente proustiana. María Teresa Gramuglio, una de las más agudas lectoras de la escritura saeriana, comenta en un artículo de 1979 que este hombre que narra (Tomatis) ya no puede darse el lujo de abandonarse a evocaciones maximalistas sobre lo perdido, a partir solamente de un olor o un sabor surgidos de pronto. La pérdida de ese mundo y la lucha ardua por su recuperación es lo que pone en acción un texto complejo como este. Y me atrevería a decir que toda la escritura de Saer es la vivencia de esa pugna irresoluble, su escritura no deja de tensarse con esa distensión de la memoria que busca recabar, a través de la forma privilegiada de una narración (entendiendo narración en un sentido desarticulador, amplio, que deja de lado las formas convencionales de la ordenación cronológica con que puede narrarse un acontecimiento), la mayor cantidad de “datos” ofrecidos por la experiencia, casi siempre remota: “Nado en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz”, se lee en uno de los poemas titulados El arte de narrar, y en otro de ellos: “Cada uno crea/ de las astillas que recibe/ la lengua a su manera/ con las reglas de su pasión”.
En Saer encuentro otro obsesionado por la edad del bosque: en su escritura se muestra, de forma consistente y sólida, la imposibilidad de recuperar algo que no sea pura invención de esa edad, ya para siempre, en muchos casos, mitificada. Al mito, a la ficción, digamos, mejor, para bajarle el dramatismo al palabrón, le quedan dos caminos dependiendo del uso al que la destine el recibidor de las astillas: (1) engrandecerse como verdad que poco a poco se come a la mentira y servir de consuelo en momentos de nostalgia, o (2) aparecer como lo que finalmente es, una ficción progresiva, una creciente mancha, una pérdida total que implica un duelo y una aceptación. Por supuesto, prefiero la segunda, y en ella, creo, se encuentra una de las principales claves para adentrarse en la obra de Saer: ante la pérdida total, definitiva, del mundo que otros antes podían evocar, solo queda el recurso de narrar, ese arte de vérselas con lo que queda tras la marea alta.
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Fotografía de Andrew Neel.