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Algo que funciona

Mi papá ha vuelto a contar la historia de la carretilla. La ha contado infinidad de veces. Ahora vuelve sobre ella en la sala de la casa, un domingo por la noche, después de la cena, con un fondo de cortinas blancas que se inflan y se desinflan mientras habla. Sus palabras son como confites. Por eso presto mucha atención. Es una historia que sirve para ilustrar cómo eran los tiempos de antes. La vida descalza en el campo. También es una anécdota un poco amarga, pero mi papá la cuenta riéndose un poco. En realidad se ríe bastante cuando la cuenta. Se deja llevar por el deseo de contar. Eso me gusta. Los gestos y el tono que emplea mi papá para echar un cuento. No son sus palabras lo que producen un efecto, sino lo que dejan en el aire. Es la forma en que se meten en el espacio que separa nuestros sillones. Con risas. Con movimientos de manos. Con muecas. Con pausas.

Mi papá tendría unos ocho o nueve años, tal vez diez. Digamos que es una tarde de 1967. Un año sin electricidad, sin electrodomésticos. Ese día él está en el trapiche con el abuelo y mis tíos. Algunos de sus hermanos son mayores que él y otros son más pequeños. Son cinco hermanos. Ahí están todos en el trapiche. Después de una larga jornada, que comenzó a las cuatro y media de la mañana, por fin acaban de terminar de moler la caña, hervir el caldo en la paila y chorrear el dulce en los moldes. Acaban de terminar la tarea. Así le dicen al trabajo de chorrear dulce. Ahora hay que esperar que se enfríe y se corte. El resto de la tarde, mi papá y mis tíos se dedican a vagabundear, mientras el abuelo desenyuga los bueyes y los va a dejar de vuelta al potrero.

Una de las actividades favoritas de mi papá y mis tíos es ir a explorar el botadero de basura, donde siempre encuentran algo para vender o reparar. Ahí han encontrado herramientas, muebles viejos y sacos de retazos. Una vez hasta encontraron una jaula con un loro adentro, todavía vivo. Se lo regalaron a mi abuela y ella le enseñó al loro a pronunciar los nombres de mi papá y mis tíos. El loro decía un nombre y se reía. Después decía otro nombre y se volvía a reír, y así con todos.

En esta nueva expedición mi papá y mis tíos se topan con unas ruedas de plástico de unos diez centímetros de diámetro. Se emocionan. ¿Qué hacer con ese hallazgo? Deciden construir una carretilla. Se esmeran mucho. Usan buena madera. Consiguen clavos y herramientas. La pintan. La carretilla es un objeto maravilloso en el patio. Casi resplandece al lado de los pollos blancos. He imaginado aquella carretilla de mil formas distintas, cada vez que mi papá cuenta esta historia. Pero solo él puede verla como realmente es.

Mi papá enfatiza mucho lo contentos que estaban ese día él y sus hermanos, mis tíos. Ya no era una carretilla lo que habían construido, sino la felicidad misma.

Al día siguiente, el abuelo los manda a buscar los atados de dulce que quedaron en el trapiche. Las tapas ya están con su envoltorio de chalas, listas para ser transportadas al mercado de Cartago. Con la venta del dulce, el abuelo piensa comprar candelas, arroz, harina y sal.

El trapiche está a un kilómetro de la casa y deberían haber llevado canastos para cargar el dulce al hombro. Es lo que tendrían que haber hecho mi papá y mis tíos. Las cosas se hacen bien, como les enseñó el abuelo, o no se hacen. Cuando uno hace mal las cosas, te dicen que no servís para nada. Nadie quiere escuchar que le digan eso. Pero mi papá y mis tíos deciden poner a prueba su nuevo medio de transporte. Se arriesgan. Saben que la carretilla aguanta perfectamente todo ese peso. Se ponen eufóricos al comprobar que todo marcha sobre ruedas. Han construido algo que funciona.

Allá van, mi papá y mis tíos, turnándose para jalar la carretilla, cruzando quebradas y abriendo portones. Pero no son lo suficientemente cuidadosos. No toman en cuenta las piedras y las zanjas del camino. Tendrían que haber medido su entusiasmo. Tendrían que haber pensado con claridad.

Cuando están por llegar a la casa, como es de suponer, la carretilla se vuelca y los atados de dulce ruedan hasta el patio donde está parado el abuelo esperándolos. Algunas tapas se resquebrajan y los pedazos de dulce brillan al sol como minerales. El dulce es dorado y el sol también es dorado. Es hermoso cómo brilla el dulce rajado al sol. Y es increíble cómo la alegría se puede apagar de golpe. Se apaga. Las risas y las voces de mi papá y mis tíos se dejan de escuchar. No se oyen más. Allá están parados en el altillo. Son niños en pleno crecimiento y sus cuerpos se ven algo deformes con la luz de la mañana. Así los vi una vez en una foto antigua. Hombros salidos. Chimuelos. Rodillas escarapeladas. Larguiruchos. Orejones. Niños polvorientos. Es como si les estuviera saliendo un palo de higuerón de adentro.

El abuelo ya se olía que algo así iba a pasar y desde hacía rato tenía el ceño fruncido. Les había hecho toda clase de advertencias. Los había sentenciado, como se dice aquí. Se puso rojo el abuelo. La cólera es de color rojo. Eso todo el mundo lo sabe. A mi papá y a mis tíos no les queda de otra que salir huyendo despavoridos. El abuelo desenfunda de la cubierta su cuchillo y hace picadillo la carretilla. Mi papá se ríe cuando describe la furia y los improperios que lanza el abuelo al aire, también como cuchillazos. La felicidad quedó hecha astillas en medio del camino y las ruedas que habían encontrado el día anterior rodaron de vuelta hacia un barranco, donde merecían el olvido. Cómo se ríe mi papá cuando cuenta esta historia, y yo también me río. Nos reímos de la cólera roja del abuelo y de la carretilla hecha pedazos.

Entonces comprendo algo. Mi papá ha vuelto a contar la historia de la carretilla para que me solidarice con el niño que él fue, aquella tarde de 1967 o 1968, y lo ayude a aguantar las horas de miedo que tiene que pasar escondido en un cafetal, hasta que se haga de noche, y pueda regresar a casa con sus otros hermanos. Estoy seguro de que por eso la cuenta.

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Fotografía de Dan Meyers.