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A pocas cuadras del Parque Forestal la señora Gonçalves graba vidas ajenas

A

Lo encuentra inconsciente sobre el suelo de azulejos turquesa, con una mancha húmeda en la entrepierna, sus brazos y puños abiertos y apuntando hacia distintos lados, y esa mueca en su boca y ojos que le dan un aura de inusual felicidad. Los paramédicos intentan reanimarlo; sin embargo, tres días más tarde ya es un recuerdo en el Parque del Recuerdo. Fue un infarto agudo al miocardio, le dicen. Su esposo tenía setenta y cinco años. De esos estuvieron casados más de cincuenta.

Un par de horas antes de su muerte el baño había sido limpiado, así que apestaba a cloro vinagroso. Por eso ahora, cada vez que piensa en su esposo, la señora Gonçalves se tapa las narices.

B

Matrimonio del piso 10, departamento C.

Sucede una vez a la semana. Aproximadamente. Primero ella y luego él. Ambos con tenida de trabajo: corbata, vestido, zapatos, tacones. Tienen sexo, piden comida china, ven una película –y en medio de la película tienen sexo una vez más–; vuelven a la película, él finaliza las sobras de comida china, se visten y entonces abandonan el departamento, como si fuera un hotel, como si
no les importara, como si alguien viniese todos los días a limpiarlo. Y efectivamente: al día siguiente, a las nueve de la mañana, aparece una mujer: flaca, joven, con audífonos y vestida con un mameluco azul oscuro. Ella limpia y hace la cama, esparce un espray por la sala de estar y pasa el plumero por los cuadros y muebles. Teoría: puede que el matrimonio del piso 10 no sea un matrimonio. Otra teoría: puede que el departamento C no sea un departamento, sino que un
hotel, o un motel, aunque el matrimonio del piso 10 realmente parece un matrimonio, y el departamento C realmente parece un departamento. Esto porque en las murallas se alcanza a ver fotos de ellos; del matrimonio que todos los días tiene sexo, come comida china, ve un poco de televisión y se retira antes de que sean las diez de la noche. Son fotos de vacaciones, con hijos o
niños que parecen ser sus hijos, en cenas de Navidad y año nuevo.

A

Es verdad: de haber celebrado un funeral no mucha gente hubiera llegado. No tenían hijos. Tampoco demasiados familiares. Durante sus últimos años, la señora Gonçalves y su esposo eran prácticamente ermitaños. Él con la nariz metida en sus libros de historia (incluyendo el suyo, un proyecto sin terminar); y ella con copias viejas de Artforum (la mayoría de cuando todavía se dedicaba a los collages, allá por los setenta) que leía, recortaba y clasificaba en carpetas.

Solo una vez que muere y lee el último manuscrito de su esposo, una biografía sobre el primer presidente post dictadura, se da cuenta de que su marido era otra persona. O que los años de ermitaños los distanciaron. Puede que más de la cuenta. Como sea, en los bordes de aquel manuscrito encuentra comentarios y chistes. Cosas nimias sobre el día a día. Mensajes a sí mismo. Ninguno es sobre ella, sino sobre la vida; la vida pasada y ahora extinta del señor Gonçalves.
Por eso ahora siente que pese a haber vivido con él de alguna forma no lo conocía.

Y así, con la muerte de su esposo y este posterior descubrimiento, su salud y ánimo rápidamente caen; pasa de ser una mujer de casi setenta años llena de energía, a una frágil y silenciosa señora con leves dificultades para el día a día. Principalmente para salir de la casa.

La señora Gonçalves se convierte, de esa manera, en una mujer que depende de una silla de ruedas que chirría sobre el parqué. En una anciana que por las mañanas ya quiere que sea de noche para volver a la cama.

B

Pareja de amigos del piso 5, departamento H.

Una sala de estar desordenada con una pantalla plana, una consola de videojuegos, dos controles, una mesa de madera enclenque y dos jóvenes en sus treinta y pocos. Uno es flaco, casi absorbido, con ojos como de sapo, el pelo largo y un par de rastas entremedio; el otro es menos flaco y con músculos en los brazos, tiene una cabeza completamente calva y brillante.

¿Y qué hacen? No hacen mucho. Juegan videojuegos todo el día. A veces ven televisión, aunque rara vez. Con suerte se levantan y circulan de la cocina a la sala de estar y de la sala de estar a lacocina con vasos de cerveza.

Todo les llega a domicilio. Piden por Uber y Rappi. Incluso tienen un acuerdo con el conserje: es él quien les sube la comida, ya que la pareja de amigos, por lo menos desde que se mudaron al departamento H, nunca ha bajado.

A

Misma hora, misma parte del parque, mismo recorrido. Es una rutina y como cualquier rutina, últimamente le parece aburrida. Pero a la vez la necesita. Necesita aferrarse a algo, y ese algo es justamente una rutina: todos los días la señora Gonçalves se levanta temprano y se sirve el desayuno que Jimin le dejó el día anterior. El resto de la mañana no hace mucho más hasta las
doce. Tiene una televisión, pero le aburre la ordinariez de los canales locales. A veces lee Artforum, pero ya no puede dejar de pensar que el arte moderno se ha convertido, también, en cualquier cosa: instalaciones con ropa manchada de sangre y colgada de percheros; tomas de videos borrosos con algo que podría ser follaje o las nubes de un cielo tormentoso; inmaculadas habitaciones con tablas tiradas en el suelo; la palabra PATRIARCADO con luces navideñas.

A eso de las doce y media Jimin la pasa a buscar y caminan por el Parque Forestal. Es un paseo que comienza en Rosal y se alarga con lentitud por los alrededores del museo de Bellas Artes hasta las una y tanto de la tarde, cuando vuelven al departamento. Durante esa hora Jimin la empuja, en silencio y con audífonos grandes que lo aíslan de todo, y la señora Gonçalves mira a la gente con atención, con detenida atención, como si fuera la primera vez que caminara por el parque. A veces la gente se intimidada con esa señora de pelo canoso, cuerpo pequeño y frágil que ancla su mirada y no la despega. Deben ser esos ojos profundos, negros, de carbón. Con estos no solo desnuda a la gente, sino que la penetra y persigue hasta que desaparecen de su vista.

Durante uno de los paseos se le ocurre: su curiosidad por los demás la puede ayudar. La puede convertir en el impulso para una nueva instalación. ¿Por qué no? Además de esa forma conseguiría lo que nunca consiguió con su esposo: conocer a alguien por dentro. Espiar la intimidad de los otros. Aquel día regresan del parque y Jimin le sirve almuerzo: una sopa de fideos finos con ternera, y un plato con esa lechuga fermentada, salada y con fuerte sabor a ajo.

Entonces se despide, como siempre sin decir nada, y la señora Gonçalves busca el regalo que le hizo una sobrina lejana. Lo tiene en un clóset junto a otros regalos, incluyendo una caja con bombones rancios, así como el manuscrito del libro que el señor Gonçalves no terminó.

Ahí lo encuentra.

Es un iPhone 8 tono gris espacial.

Me ayuda mijito, le pide la señora Gonçalves a Jimin. Y este abre la caja y lo pone a funcionar.

B

Hombre del piso 8, departamento F.

Se sirve un pocillo de greda rebosante de hojuelas azucaradas, sin leche si no agua, y se sienta a ver televisión. Pone un casete en un viejo equipo de VHS. Pese a la lejanía algo se alcanza a ver: una cancha de fútbol. Por lo general el hombre del piso 8, departamento F, mastica lentamente las hojuelas y mira la pantalla con atención, con una lentitud exasperante. Teoría: el hombre del piso 8, departamento F, vive constantemente en un domingo. ¿Causas? Posible depresión. Inercia frente a la dolorosa muerte de un ser querido. Capitalismo. Calentamiento global. O la terrible sensación al pensar que todo lo que nos rodea desaparecerá. Luego de cenar, el hombre del piso 8, departamento F, se pone de pie, camina al lavaplatos, moja el pocillo –no le pasa una esponja ni jabón líquido– y repite lo mismo con la cuchara de metal. Después de eso se ducha, se seca y sigue toda la noche viendo viejos partidos de fútbol. Mete y saca casetes del equipo de VHS.

Probablemente son de la época en que el hombre del piso 8, departamento F, era feliz.

A

Los padres de Jimin son dueños del Daegu, un conocido restaurant en Patronato, no muy lejos del Parque Forestal y el afrancesado departamento de la señora Gonçalves.

Jimin cursa cuarto medio, sin demasiadas ganas, y es el encargado de que nunca falte kimchi, jengibre, hojuelas de pimienta, la pasta de ají rojo fermentado y repollo; su tarea dentro de la dinámica familiar es aprovisionar el restaurante con aquellos elementos, y de vez en cuando atender la caja. Así conoce a la sobrina de la señora Gonçalves, Alexia Fernández Gonçalves, quien frecuenta el restaurant.

Un día Alexia le comenta al padre de Jimin que busca alguien que la ayude con su tía. Alguien de confianza, le dice. ¿Y qué necesita?, le pregunta el padre. Una persona que le lleve las comidas y la pasee una vez al día. ¿Y qué le sucede a su tía? Nada, es que tiene casi setenta años, responde Alexia. Legalmente estoy a cargo de ella, aunque en verdad no tenemos la mejor de las relaciones. El padre de Jimin parece indiferente a todo esto. Y bueno, continúa Alexia, su esposo (mi tío) murió hace un tiempo y desde entonces que está en silla de ruedas. El padre de Jimin la sigue escuchando. Le es difícil desplazarse, agrega Alexia. Tiene mala espalda. Piernas atrofiadas. Y es un poco quejona. El padre de Jimin la mira en silencio. Sin más llama a su hijo, quien aparece con un delantal, secándose las manos con un paño de cocina. Jimin, con el pelo largo y rape al costado, se saca los audífonos Monster plateados (escucha Diplo). Con Alexia se saludan. Jimin y su padre hablan en coreano por unos minutos; Alexia permanece en silencio.

La conversación es interrumpida cuando entran nuevos clientes y Jimin se levanta de la silla para atenderlos. Mi hijo es muy trabajador, le dice el padre de Jimin a Alexia. Ella asiente con la cabeza. Usted me dice cuándo quiere que comience, agrega él. Alexia pasa a explicarle lo que necesita, ahora con más detalle; por ejemplo, como a qué hora tiene que pasearla, el tipo de comida que debe llevarle a su tía, qué hacer en caso de un accidente, etc.

No muy lejos, Jimin los escucha mientras atiende a una pareja de treintañeros que pide galbi con champiñón a la parrilla. Luego regresa a la cocina. Le pasa la orden al chef y vuelve a una tabla donde pica repollo. Antes de eso se pone audífonos y sube el volumen a su teléfono. Pasa de Diplo a Skrillex.

B

Mujer del piso 14, departamento G.

Todos los días, luego del trabajo, la mujer del piso 14, departamento G, abre el refrigerador, saca una torta de chocolate, la cubre con crema chantilly, corta un pedazo generoso y devora la mitad en pocos segundos, sin siquiera sentarse. Da la impresión de no haber comido nada en todo el día. Lame el plato, le pasa el dedo y lo deja remojando en el lavaplatos. Entonces se dirige a su pieza y vuelve con una tenida como para ir a correr –mallas grises claras, polera blanca y un cintillo azul que le alarga la frente–; pero al parecer la mujer del piso 14, departamento G, solo camina, dado que nunca regresa sudando. A su vuelta, apenas media hora más tarde, se cambia y abre el refrigerador, saca la mitad restante de la torta, y repite lo de cubrirla con crema chantilly para comérsela, esta vez, echada en el sillón cama. Nota: cuando la mujer del piso 14, departamento G, no hace esto –comer, caminar, comer, caminar–, se le ve inquieta, aproblemada, incluso histérica. Cuando no lo hace camina en círculos por el estrecho departamento, habla por teléfono por horas; a veces, muchas veces, le grita a la pantalla de su teléfono –¿pareja?, ¿amiga?, ¿madre?–, otras, se ríe a carcajadas, y en algunas ocasiones, incluso, se larga a llorar.

Aunque es un llanto falso, como de estudiante de teatro de primer año. A las diez en punto se lava los dientes y apaga las luces del departamento. Antes de meterse a la cama se pone de rodillas, apoya los codos sobre el colchón y reza en silencio con los ojos cerrados.

A

Jimin la ayuda: le explica cómo funciona, ya que la señora Gonçalves nunca ha tenido un teléfono inteligente, (el término, se queja, le suena a la vez futurista y estúpido) y así lo pone sobre un trípode que alguna vez usó para una cámara fotográfica. Fija el teléfono frente al ventanal del departamento, y después lo conecta a la televisión con un cable que, según Jimin, le servirá para escuchar el audio, ya que no tiene parlantes.

Luego de horas de observar a sus vecinos es cuando se da cuenta: lo único que tiene que hacer es mirar por la ventana y esperar. Esperar y listo. Inevitablemente llega ese momento en que se aprecia cómo la gente realmente es. Aquel momento de transparencia en que no estamos pendientes de los demás, cuando nos liberamos de la atención de los demás, cuando bajamos la guardia y nos mostramos tal como somos.

Fragmento de La experiencia deformativa. © Neón Ediciones, 2020. Todos los derechos reservados.