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Carlos Pardo: «Todos mentimos continuamente cuando contamos nuestro pasado»

Lejos de Kakania es la tercera novela de Carlos Pardo (Madrid, 1975). Con ella, el narrador, poeta y crítico literario amplía un mapa autobiográfico que inició con Vida de Pablo y continuó con El viaje a pie de Johann Sebastian, todas bajo el sello de Periférica.

Decimos mapa porque este proyecto narrativo carece de linealidad. La primera se puede leer como la historia del primer amor de Carlos Pardo y la segunda como un retrato familiar. En Lejos de Kakania, el personaje vuelve para trazar los altibajos de su obsesiva amistad con Virgilio, poeta como él.

Desarrolladas dentro de una misma atmósfera (música, drogas, rencillas literarias, precariedad laboral…), estas novelas son un viaje a ninguna parte: escarceos de un personaje que, entre una neblina de contradicciones y sinsentidos, va en busca de su identidad.

Pardo, quien también ha cosechado una reconocida obra en la poesía, es desde hace varios años crítico de narrativa en el suplemento cultural Babelia, del diario El País de España. Conversamos con Pardo desde su confinamiento.

La pregunta de estos días: ¿cómo va el confinamiento?

Pues he descubierto varias cosas. Una ya la sabía, que es que tengo vocación de presidiario, entonces lo llevo bastante bien. Mi estado natural sería quedarme así un año entero, leyendo, trabajando con concentración y haciendo deporte en casa. También he descubierto que soy bebedor social, así que esto me purga y me limpia.

Por otra parte, el confinamiento me ha supuesto, como a tanta gente, quedarme sin ningún ingreso. Los minitrabajos que uno tiene vinculados a la cultura, muchos también al turismo, pues todo eso se ha ido a la mierda. Entonces he estado viviendo el confinamiento por un lado con una especie de felicidad de la que a veces me siento culpable –no demasiado–, pero también muy estresado, trabajando en muchos encargos que tenía, para ver si saco algunos ingresos. Cuando empezó el confinamiento pensaba: «¡Voy a poder leerme Las confesiones de Rousseau entero!». Así que estaba con ese libro, y también releyendo Si esto es un hombre, de Primo Levi, con esa alegría perversa que dan las obras maestras en las que ves a los demás pasándolo peor. Pero desde la segunda semana estoy a tope trabajando.

¿Has leído algo interesante escrito a la luz de esta crisis?

Veo que hay una necesidad de que la literatura instrumentalice la pandemia de una manera rápida. En esta cultura de la polémica en que vivimos, no tenemos paciencia para dejar que los temas generen sus propias formas, o que incluso temas y formas vayan surgiendo a un ritmo más natural que la noticia. Llega la crisis económica y decimos: «¡Necesitamos las novelas de la crisis económica!»… Lo mismo con el #MeToo… En vez de esperar que eso madure, queremos que haya una forma rápida, que la literatura se limite a dar forma a unos contenidos preestablecidos.

He leído artículos interesantes, reflexiones filosóficas curiosas sobre la pandemia, pero nada que no hubiera leído antes. He leído a algún filósofo hablando sobre cómo puede afectarnos la pandemia en cuanto a libertades individuales, estado de sitio, sociedad de vigilancia… Me parece que todo eso ya lo conocía. Aquí cada uno aprovecha el coronavirus para soltar la teoría que tenía en su cabeza desde hace años. Hay gente que ahora mismo es muy feliz, porque vienen anunciando el fin del mundo desde hace mucho tiempo y que piensan que por fin ha llegado…

Les han llegado sus cinco minutos de fama…

Jajaja, sí, eso… Si hablamos de literatura, no sé qué saldrá de aquí, pero espero que sirva como un freno obligatorio, algo que obligue a tener una visión más calmada sobre el lugar que ocupa ahora mismo la literatura y de dónde viene.

Durante estos días de suspensión, ¿has pensado en las formas de consumo cultural en la actualidad?

Hay una crisis de fondo en los modelos de apoyo a lo cultural. Es algo que me preocupa pensando en España como país, la irrelevancia que tiene lo cultural en un plano social, tanto para los gobiernos como para una sociedad que mira con recelo eso que llamamos cultura. Lo mira como si fuera una característica elitista. Eso se ha ido facilitando por el desapego que han tenido los gobiernos por apoyar la cultura. No me refiero a dar subvenciones a proyectos en concreto, sino a medidas de apoyo a todo el tejido cultural, que no son solo los músicos y actores famosos, sino que solemos ser trabajadores muy precarios, con un sustrato económico mínimo e intermitente, que tenemos que trabajar en otras cosas para pagarnos el vicio de la cultura.

Eso es algo que la sociedad no quiere ver, y creo que de alguna manera se está manifestando. Pero a la vez veo que hay una sobredosis de productos culturales… Está esa idea de crear contenidos continuamente, como si la cultura fuera un pegamento blandengue que da optimismo a una sociedad que lo necesita, como si la cultura fuera solo una musiquilla de fondo que dice «oh, los ángeles de alas verdes», como les dicen a los médicos, pero la cultura no es una musiquilla sentimentaloide, la cultura es un planteamiento mucho más profundo y crítico.

A mí me da un poco de pena ver que a partir de cierta hora todo mundo se pone a transmitir sus videos, sus poemas, y pienso que no hay público para tanta gente, que probablemente el público que podría estar disfrutando de eso está grabando su propio video, jajaja. Es una situación cómica, pero en el fondo trágica. Creo que ahora mismo el paso más interesante sería dejar de crear contenidos y pensar en estrategias de unión para ver cómo podemos exigir el lugar que deberíamos ocupar… Es una fantasmada utópica, pero creo que es un momento interesante para politizarse, ver la dimensión política de acción concreta que tiene la cultura.

Pasando a tus novelas, justo esa precariedad del trabajo cultural es algo que está muy presente en ellas. Tus tres novelas están unidas por una pulsión autobiográfica muy poco pudorosa. ¿De dónde viene esa tendencia por lo autobiográfico?

La escritura autobiográfica es una de las tendencias que ha alimentado la literatura que más me gusta. La novela como género no se entiende sin esos componentes autobiográficos, sin ese diálogo que ha tenido con las confesiones, los diarios… Algunos de mis géneros preferidos dentro de la novela, como la novela de formación, se alimentan de esa tensión. Por ejemplo, se suele pensar que la novela picaresca es pura ficción, pero en realidad vive de la latencia de un impulso autobiográfico que por motivos religiosos, en un país católico como España, tiene que encubrirse como un ejercicio de ficción. Cuando la novela picaresca empieza a caducar como género, empieza a mezclarse otra vez con los géneros autobiográficos. Pienso en Teresa de Mier, Torres de Villarroel…

También parte de la poesía del siglo XX que me interesa tiene un componente confesional… Robert Lorwell, los poemas que me gustan de Philip Larkin o de Montale… Y la novela que más me ha interesado del siglo XX, desde André Gide, Virginia Woolf o Natalie Sagot, etcétera, o más recientes como Annie Ernaux o Naipaul, exploran las posibilidades de lo autobiográfico como ampliación de eso que entendemos como la vida.

Yo creo que ha caducado la idea tradicional de la verosimilitud, de que la literatura podía trabajar mundos cerrados, perfectos, que funcionan como espejo de la otra realidad. Al desaparecer eso, ha surgido una pregunta por la propia problemática de eso que llamamos realidad, que se da dentro del artefacto literario. Las novelas que me interesan trabajan esos diferentes niveles de verdad, desde lo onírico hasta lo testimonial…

Releyendo a Primo Levi uno se da cuenta de que escribir lo testimonial no es coger los hechos tal cual, sino que es una elección tan ética como estética. Si el libro de Primo Levi de su experiencia en los campos de concentración es tan iluminador, es porque nos hace preguntarnos por las raíces de la escritura testimonial. Ese ejercicio ético y de distanciamiento estético que supone dar sentido a la propia vida, cuando la vida a lo mejor carece de sentido.

Tus novelas huyen de narrar grandes acontecimientos. No son novelas sobre la muerte de la madre, por ejemplo, sino que son un cúmulo de hechos que parecen periféricos. ¿Por qué te interesa ese enfoque?

A mí me interesan los momentos de transición y los momentos de formación, y esos momentos no son grandilocuentes. Esos grandes temas, que parece que por derecho propio pueden entrar en la literatura, me gusta que entren de ladillo. Si la madre muere en la novela, prefiero que su muerte no sea el centro de la novela, porque eso ya lo he leído. Igual tengo alergia a los grandes sentimientos, o tengo una especie de prevención irónica que me hace confiar en que lo más interesante se da en esas zonas muertas que están cargadas de tragedia tanto como los momentos más evidentemente traumáticos.

¿Por qué me gusta tanto La educación sentimental, de Flaubert? André Gide la describió como una epopeya de la mediocridad, y eso a mí me parece algo positivo, me parece que la literatura trabaja esas pequeñas tramas. Esos son los momentos que a mí me interesan: las vidas comunes, mediocres, donde las tragedias no las protagoniza Napoleón, sino Zeno, por ejemplo. ¿Por qué me gustan tanto las novelas de Annie Ernaux? Porque no narran necesariamente grandes hechos: un aborto clandestino en los años 60 en Francia, la pérdida de su virginidad en los años 50 en un campamento de verano… Son hechos que son importantes para una persona, pero no son importantes para la humanidad. Yo creo que la literatura trabaja precisamente los hechos que son importantes para las personas y no para una humanidad así abstracta.

Hablabas sobre los planos de verdad que se pueden trabajar en el género autobiográfico. En Lejos de Kakania, es muy interesante el poema largo que introducís en medio del libro. La historia de la amistad entre Carlos Pardo y Virgilio se sigue narrando, pero bajo otro registro. ¿Estabas apelando a ese juego de planos de verdad?

Sí, tal cual… También en El viaje a pie de Joann Sebastian, una novela que trata de mi familia, incluí un viaje real que hizo Bach por cientos de kilómetros a pie para conocer a su maestro, y lo ficcionalizaba como una especie de novela romántica. Me parecía que tocar esas cuerdas que por una lado eran ficción y por otro cosas ciertas, creaba un juego con los diferentes niveles de realidad que era más interesante que limitarme a lo testimonial.

Yo creo que el lector hace bien en sospechar de la distancia de un narrador objetivo, sobre todo de esa primera persona que habla en los textos autobiográficos. Hay pocas mentiras tan evidentes como la del narrador que cuenta su vida en primera persona. Todos mentimos continuamente cuando contamos nuestro pasado, los psicoanalistas dicen que el que cuenta la vida de forma ordenada está mintiendo.

Lejos de Kakania es una novela protagonizada por poetas, en la que la poesía aparece como una especie de fantasma. Entre todos esos planos que buscan dar sentido a una vida, me parecía fundamental escribir un capítulo en tercera persona, convirtiendo al protagonista en un personaje más, e inventar esa tercera persona que es de tipo poema narrativo romántico, fantasmona, a ratos pedante.

Yo creo que la gracia que tiene la novela hoy en día, y la literatura en general, es que puede abordar los problemas desde múltiples puntos de vista, y ese juego enriquece. Ya no tenemos esa idea totalizadora de que vamos a retratar la realidad, como había sucedido con las vanguardias a inicios del siglo XX, pero sí vamos a retratar las contradicciones de eso que llamamos verdad.

En un momento del libro, el texto interpela al lector para saber si está leyendo el poema o si se lo saltó… Los personajes del libro se desviven por la poesía, pero el mismo libro en el que habitan parte de que es un género que nadie lee...

Sí, eso está muy bien visto… Esos juegos irónicos no siempre son evidentes. Si los personajes se toman muy en serio la poesía, algunos lectores pueden pensar que el autor se toma muy en serio la poesía. Además, ¿qué es tomarse muy en serio la poesía? A mí me gustan esos juegos, son una forma natural mía de relacionarme con las cosas que me gustan.

Algo que se toma muy en serio el personaje de Carlos Pardo es su amistad con Virgilio… Has dicho en otras entrevistas que se ha escrito poco sobre la amistad entre hombres… ¿Qué libros te vendrían a la cabeza?

Sí, por un lado tiendo a pensar que hay muchos libros que tratan sobre la amistad, y por otro me doy cuenta de que en realidad no hay tantos. Hay muchos que la tratan en la adolescencia, o que tratan las mistificaciones de la amistad o el desengaño de la amistad. A mí eso me interesaba menos que ver las ambivalencias de un amigo colocado en el mismo nivel que el narrador. O sea, que el amigo fuera una parte más de la construcción del yo del narrador.

Hay libros que me gustan mucho que tratan esa relación de amistad, a veces desde la fascinación, desde el desengaño… El legado de Humboldt, de Saul Bellow, es un libro de falso amigo que me interesa. También La sombra de Naipaul, el libro en que Paul Theroux quiere vengarse de su maestro y amigo porque descubre que los libros que le dedicó los está vendiendo de segunda mano. Lo que el lector va descubriendo es en realidad la fascinación que Theroux tiene por Naipaul.

Cambiando de tema, ¿cómo convive tu labor de crítico con la de escritor? ¿Cómo incide una en la otra?

Creo que en determinado momento conseguí que ambos caminos funcionaran sin estorbarse. Por ejemplo, que mi gusto en lo que escribo no afecte de una manera muy evidente mi manera de leer otras novelas. Intento no perder la generosidad del lector que reconoce que la literatura es mucho más grande que el camino que él está eligiendo. No es tanto una generosidad mía, sino una cierta humildad hacia la generosidad de la literatura. A mí me gustan estilos muy diferentes, novelas que en ningún momento pensaría en escribir, ni podría hacerlo, e intento enjuiciarlas no por comparación con lo que yo hago, sino de ellas en una panorama más amplio.

Por otro lado, hay un problema, y es que los escritores que nos dedicamos a la crítica parece que siempre estamos bajo sospecha, que no somos honestos, que si criticamos a alguien es porque le tenemos envidia, y si elogiamos a alguien es porque queremos tener una red de favores. Yo intento ser honesto, a veces mis críticas son antipáticas y a veces muy elogiosas. Hay gente que lo lleva bien y gente que no, pero la crítica también está sujeta a crítica.

Fotografía de María Jesús Garcés.