Un recetario
La despierta una ventana encendida por un día sin sol. Levanta su torso de la cama, lo gira mientras apoya sus pies sobre la alfombra. De la mesa de noche toma los anteojos y el celular. Se pone los anteojos, revisa el celular. Nada.
Se pone de pie, se dirige al baño oscuro que queda directamente en frente de la habitación. No enciende la luz. Se quita los anteojos, se lava la cara y los dientes, se pone los anteojos.
Regresa a la habitación, se cambia de pijama a no pijama. Toma el celular, camina a la cocina que también es oscura, enciende la luz fluorescente. Deja el celular sobre el mostrador, abre una gaveta, saca una sartén, la pone a calentar.
Detrás de ella la refrigeradora, saca la mantequilla. Toma un cuchillo de otra gaveta, parte un trozo de mantequilla que coloca en la sartén. Deja el cuchillo en la pila, guarda la mantequilla en la refrigeradora, saca un contenedor de vidrio, lo deja sobre el mostrador.
De una canasta de mimbre toma dos tomates pequeños, los enjuaga rápidamente y los pone a la par del contenedor. Coloca una tabla de picar frente a ella. Del contenedor de vidrio toma media cebolla y tres cuartos de chile dulce que pone sobre la tabla.
El celular, piensa. Lo revisa, nada. Música, piensa.
Trae el parlante que está en la habitación, lo pone sobre el mostrador, lo enciende, lo conecta al celular, busca en el celular la música. Piensa. Busca. Piensa. Busca. Elige una playlist que ella hizo llamada «Sin Título».
«Sin Título» suena.
Pone el celular sobre el mostrador, se lava sus manos con un jabón de jengibre que le regaló su mamá, regresa a la tabla de picar.
Saca otro cuchillo de la gaveta, transforma la mitad de la mitad de la cebolla en rodajas delgadas, transforma un cuarto de los tres cuartos del chile dulce en cuadrados simétricos. Guarda los restos en el contenedor que guarda otra vez en la refrigeradora.
Toma un diente de ajo de la canasta de mimbre, lo maja con el cuchillo, le quita la cáscara. Pica el ajo en trozos finos. Abre una gaveta, saca una pequeña taza de cerámica en la que pondrá la basura orgánica. Coloca en la taza la cáscara del ajo.
Se cansa de la canción que suena porque hoy no tiene ganas de voz. Se limpia las manos con un paño, revisa el celular, nada. Elige música instrumental, «Piano de desayuno».
Con manos nuevamente lavadas vierte la cebolla, el chile dulce y el ajo en la sartén. De la gaveta de los cuchillos saca una cuchara de madera, mezcla lo que se cocina en la sartén. Descansa la cuchara sobre el mostrador, aunque no es ahí donde debería ir. Desde el pasillo que lleva a la cocina la saludan.
–Hola.
Ella no responde.
–Aquí estamos.
Con el cuchillo transforma los dos tomates en trozos grandes y asimétricos.
–Aquí, en las mismas –insisten.
Asiente con la cabeza, toma la cuchara de madera, mezcla.
–Aquí de nuevo.
–Sí —responde ella–. Aquí de nuevo.
Se seca las manos con el paño, revisa el celular, nada.
–Así va a ser siempre.
Nada responde ella mientras deja el celular sobre el mostrador. Se lava las manos, mezcla, con el cuchillo traslada los tomates de tabla a sartén. Pone tabla y cuchillo en pila. Vuelve a mezclar.
–¿Ya se arrancó el pelo?
Se acercan.
Descansa la cuchara sobre el mostrador. Los huevos, siguen los huevos, piensa.
Abre una gaveta, saca una taza de cerámica mediana. Toma dos huevos de la canasta de mimbre, los quiebra, primero uno y después el otro contra el borde de la taza. Pone las cáscaras en la basura orgánica.
Agrega sal y pimienta a la sartén, mezcla. Saca un tenedor de la gaveta de los cuchillos, bate los huevos. En alguna receta leyó que es bueno batirlos por mucho tiempo para mejorar la textura. Batirlos por más tiempo del que usted pensaría necesario, decía la receta. Antes no los batía en una taza, los quebraba directamente contra el borde de la sartén, dejaba las cáscaras sobre la tabla de picar y rápidamente tomaba la cuchara de madera para revolverlos antes de que se cocinaran. Pero la técnica era apresurada y
–Para qué tanto apuro –dijeron.
Ahora lo hace de esta otra manera, batiendo por más tiempo del que consideraría necesario.
–Es que no es por ahí –señalan.
Inhala por la nariz, exhala por la boca, continúa batiendo.
Vierte los huevos llenos de oxígeno en la sartén. Pone la taza de cerámica en la pila, toma la cuchara de madera y mezcla con gentileza. Es mejor revolver con cuidado para no perder la esponjosidad de los huevos, decía otra receta.
Toma la tetera, le echa suficiente agua para una taza, con el paño seca la parte de abajo para no manchar ni tetera ni disco, la pone a calentar.
–No hay más –le dicen mientras le acarician el pelo.
Tensa los hombros, con la cuchara de madera mezcla los huevos por última vez.
Saca dos tortillas de la refrigeradora. Las mete en el horno, lo conecta, las pone a tostar.
Apaga el disco de los huevos porque leyó en una receta que el calor que guarda un disco recién apagado es más que suficiente para terminar de cocinarlos.
La tetera grita.
Se apoyan sobre el mostrador, la observan.
–Es malo esto.
–Supongo –contesta ella.
Apaga el disco de la tetera, pone la tetera sobre el mostrador, saca una taza, saca un sobre de té negro de la despensa, saca la leche, etc.
Se acuerda del celular, no lo revisa.
Saca un plato de una gaveta y sirve los huevos y saca las tortillas del horno y desconecta el horno y sirve las tortillas y
–¿No está cansada? –le preguntan una y otra vez.
Cierra los ojos, abre los ojos, lava el tenedor con el que batió los huevos, lo pone sobre la orilla del plato. Toma el plato, toma el té, los lleva al comedor que no es oscuro.
La siguen.
Coloca plato y té sobre un individual de algodón que la espera siempre sobre la mesa del comedor.
Se paran entre dos ventanales esquineros que dan al cielo.
–Podría dejar de ser esto.
La música, piensa. Se devuelve a la cocina, apaga el parlante, ignora el celular, regresa al comedor.
Han abierto uno de los ventanales, varios ya se han ido.
–Se está desvaneciendo –le dicen los últimos.
Antes de sentarse frente al desayuno, acerca la palma de su mano a la ventana y ve como la atraviesa la luz del día nublado.
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Fotografía de Chirayu Trivedi.