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Una granada de mano

Uno de ellos la definió como una mazorca, una mazorca chiquitita. «Cogela vos, marica», dijo. 

En la orilla del lago, una garza gris y otra rosada se recogían como tímidos signos de interrogación.

Transcurrió casi una hora y ninguno la tocó. La miraban con esa misma mezcla de devoción y horror con la que se asiste a una manifestación sagrada. Aún a diez años desde el fin de la guerra, no era extraño encontrarse cartuchos y tiros olvidados. Fragmentos de los tanques de oxígeno rellenos de dinamita que lanzaban los aviones. Paredes y postes que devolvían el rencor de los balazos y las consignas enemigas.

El papá de uno de ellos, pocos meses atrás, había encontrado una pistola alemana, una Walther PPK, enterrada en un solar. El abuelo de otro, por su lado, había conservado una Mauser en medio de vagos alegatos: «Es que los comunistas nos saquearon la casa, y sino fueron los comunistas, fueron los mariachis, que son la misma mierda...».

Pero una granada era distinta.

Los rifles funcionaban para otras cosas. Que qué ricas las pechugas de paloma morada o chirrascuá. Que qué pereza el zorro pelón en el cielo raso. Que los cuatreros. Que los coyotes. 

Dicho de otro modo, los rifles, aun los rifles de guerra, tenían una dimensión doméstica. Las granadas, en definitiva, no. Nadie mataba palomas o chirrascuás con granadas. Nadie heredaba la granada del abuelo.

Cabe decir que ninguno había visto una antes. Y aunque habitaban un país sin ejército, aunque su arsenal se reducía a una flecha y unas cuantas piedras, todos sospechaban que aquel objeto parecido a una mazorca chiquitita, sin más, era letal.

Habían escuchado mucho sobre proyectiles, explosiones y cañones. Sus padres, ya sea que hubieran peleado o no, siempre hablaban de la guerra: la ametralladora que colocaron los figueristas en Las Ruinas, su peculiar mecanismo de enfriamiento que consistía en un balde de agua conectado a una manguera huequeada, el cadáver inflamado que estaba frente al Cuartel y que, al cabo de tres días de sol y plomo insolente, acabó explotando y salpicando todo con su porquería. 

También habían visto películas en las que los protagonistas lanzaban objetos explosivos con la mano. Recordaban la figura de ese hombre rudo, heroico, que remueve el seguro de una granada con los dientes y la lanza con un gesto, digamos, sublime, cadencioso. El brazo en gancho, completando un arco de unos 45 grados.

Luego la explosión.

Luego el triunfo.

La granada de mano era, pues, un punto final. Una última palabra envuelta en esquirlas y terror. «Dame, marica, yo se las tiro».

Los dos signos de interrogación permanecieron impasibles. Emplumadamente intactos. Ni siquiera percibieron las sutiles ondas que llegaron cansadas, como náufragos, a la orilla de ese lago que desde entonces conserva un corazón ahogado en su entrañas.

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Fotografía de Taylor Leopold.