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Ciudad desconocida

Cuando chica con mi prima nos dábamos besos. Jugábamos a las barbies, a la comidita con tierra o a las palmas. Me quedaba en su casa fin de semana por medio. Dormíamos en su cama. A veces nos sacábamos la camiseta del piyama y jugábamos a juntar nuestros pezones, que en esa época eran apenas dos manchones rosados sobre un torso plano. Con mi prima estuvimos juntas desde siempre. Nuestras mamás se embarazaron con dos meses de distancia. Nos dieron pechuga juntas, nos quitaron los pañales juntas, nos dio la peste cristal juntas. Era casi obvio que cuando grandes íbamos a compartir una casa y jugaríamos a la comidita y a las muñecas, pero de la vida real. Creía que íbamos a ser ella y yo, siempre. Pero los adultos corrompen las cosas.

En la familia de mi mamá eran siete hermanos. Tres hombres y cuatro mujeres. Los hombres vivían como los hermanos que eran. Habían estudiado ingeniería en la misma universidad, les gustaba el mismo equipo de fútbol y se juntaban a hablar de vinos y relojes. Las cuatro mujeres eran un caos. Una se fue a trabajar a Puerto Montt. Con suerte la veíamos para Navidad. Otra se fue siguiendo a un pololo y ahora tenía muchos hijos y vivía en Australia. Casi no existía. Las dos que quedaban –mi mamá y la mamá de mi prima, mi tía Nena– eran esposas de hombres brutos. Mi papá era una bestia y también el papá de mi prima. De esa gente que se cura para Año Nuevo y hace llorar a los demás. Nunca vi a los siete hermanos reunidos. A veces nos encontrábamos en los funerales o cuando los abuelos celebraban un aniversario. Una vez fuimos a la parcela de uno de los tíos y en el patio había pavos reales. En nuestra casa apenas cabía la Pandora, una quiltra enorme que mataba a los gatos de los vecinos. Nunca entendí por qué vivíamos tan diferente, si éramos de la misma familia.

Mi mamá y mi tía Nena se parecían, por eso eran amigas. La gente tiende a ordenarse con los de su tipo, en una segregación voluntaria, como el reciclaje o las donaciones de sangre. Hasta que un día, no recuerdo por qué, se enojaron. Quizá fue porque mi mamá le pidió plata y no se la pagó. Quizá porque mi tía vino a almorzar y dijo algo malo sobre la comida. No sé, pero se enojaron y pasó lo que sucedía en una familia como la mía: en vez de resolver los problemas, dejaron de hablarse. Supongo que era una tregua, un acto de fe. Confiaban en que el silencio esfumaría las penas, en que al dejar de nombrarlas también dejarían de existir.

A mi prima y a mí nos pasó la distancia por rebote. Lo último importante que alcanzamos a compartir fue que nos llegó la regla casi al mismo tiempo. No sé de dónde ella había sacado un libro que explicaba todo. Tenía dibujos de un hombre y una mujer sin ropa. Lo leímos. Fue la primera vez que nos tocamos así. Revisamos si teníamos pelos. Estábamos solas en su casa. Esa tarde llegó mi mamá a buscarme. Se gritó con mi tía Nena por algo que no entendí y no volvimos de visita nunca más.

Al principio, seguí yendo a sus cumpleaños. Me iba sola en micro porque mi mamá no quería ni acercarse a la casa de la tía Nena. También la llamaba por teléfono o nos enviábamos cartas por correo. El distanciamiento fue de a poco. Me pasaron cosas importantes y no se las conté. Tuve un pololo, me metí con su amigo, quedé repitiendo, hospitalizaron a mi hermano chico, estudié cuarto medio en la nocturna. Quizá igual lo supo, porque en las familias esos cahuines circulan. Yo supe que ganó un concurso literario, que sus papás se separaron, que tuvo yeso en una pierna y que se salió de los scouts porque un jefe la tocó. También supe cuando entró a Periodismo en la Chile. Era la prima mayor y la noticia se esparció rápido. Mis tíos estaban orgullosos de que la niña de la Nena hubiera entrado a su universidad. Mi tata vociferaba porque al fin iba a haber una verdadera intelectual en la familia. Se la imaginaba como una reportera de la corte suprema o algo así.

Salí de cuarto medio y empecé un preuniversitario. Trabajaba en una confitería para pagarlo. La gente me daba ánimo, como si hubiera perdido un brazo y con mi esfuerzo lo pudiera recuperar. Como si mi invalidez fuera a ser demasiado torpe. No le dije a nadie y le pagué a la profe de matemáticas y a la de lenguaje de mi liceo para que me reforzaran. Lo único que quería era quedar en la Chile, no me importaba qué carrera. Quería demostrarle a la gente que podía. Y pude: entré a Filosofía. Tenía veinte años, era la más vieja. Había que leer muchísimo. No me gustó, pero me propuse no echarme ramos y terminar como fuera.

Yo sabía que estudiaba en el mismo campus que mi prima. A veces quería encontrarme con ella. Otras, me daba terror solo pensarlo. Un viernes estábamos tomando en el pasto y la vi pasar. Estaba preciosa. El pelo negro y liso hasta la cintura, su cara morena y tersa, una tenida hippie que le dejaba el abdomen al aire. Le hablé. Nos abrazamos fuerte. Nuestros pechos se juntaron como cuando éramos chicas. Me invitó con su grupo y la seguí. Fumamos marihuana y le contamos a la gente las tonteras que hacíamos a los diez años. De la vez que le preparamos una coreografía de Michael Jackson a su papá para su cumpleaños. Del año en que traficamos láminas del álbum de Sailor Moon en catequesis. Del verano en que creamos un club ecológico que cortaba árboles vivos para conservar sus ramas a las generaciones del futuro. La miraba reírse, sus dientes, sus ojos que me buscaban cómplice, igual como cuando una va a la disco y mira a un tipo que la mira de vuelta y una sabe y él sabe que nos miramos y por qué nos miramos.

Después de esa noche, fue como si nos correteáramos. Me la encontré mucho. En la biblioteca de Humanidades, en el casino, en los pastos. Siempre era igual, hablábamos de cuando éramos chicas y de algunas cosas de la U. No hablábamos de nuestras mamás, ni de los tíos futboleros, ni de lo enfermo que estaba el tata en esa época. Como si nuestra familia fuera solamente lo que pasó hasta el día en que la tía Nena se gritó con mi mamá, en un quiebre que marcaba un antes y un después tan irreversible como el nacimiento de Cristo o la invención de la escritura.

El segundo semestre coincidimos en un seminario. Eran ocho clases y la vi en la primera. Estaba sentada con un tipo alto y rubio que la tenía abrazada. Me senté al lado, porque no conocía a nadie más y para marcar territorio, como los perros. Como la Pandora, que le gruñe a la gente que pasa por afuera de mi casa. El seminario era sobre América Latina. Cada semana iba un experto de un país distinto y hablaba. Lo mejor era que después de la última clase íbamos a viajar a Bolivia. La profe coordinadora quería que la experiencia fuera práctica. Iríamos a confirmar que los bolivianos eran personas reales y no detalles de un libro o una masa enajenada que en el 1800 se había aliado con Perú para hacer sucumbir al más desagradable de sus vecinos.

Con el taller concluí que si América del Sur fuera un barrio, Chile sería el vecino arribista que se compra un auto grande y un perro muy chico y usa mucho la chequera y la tarjeta de crédito. Mi prima lo comparaba con El Chavo y decía que Chile era el Quico del cono sur. Yo no lo decía pero pensaba en nuestra familia y sentía que mis tíos eran Chile y su mamá y la mía eran los países perdedores o una mezcla entre Doña Florinda y Don Ramón: dueñas de casa miserables que nunca podían pagar la renta.

Con mi prima hablábamos del viaje a Bolivia. Ella propuso que nos fuéramos una semana antes y nos quedáramos a dormir en la casa de una amiga que había conocido en un encuentro de poesía. Nos conseguimos plata con los tatas, la U nos dio una especie de viático y pusimos todos nuestros ahorros. Mi prima conocía Perú, para mí era la primera vez fuera de Chile. Viajamos en bus y entramos a La Paz de madrugada. Corrí la cortina y miré por la ventana. Lo que más me llamó la atención fue la publicidad. Había carteles que vendían celulares con nombres de compañías que nunca había visto. Es obvio que en cada país las empresas se llaman distinto –una lo ve hasta en los comerciales del cable, el detergente Omo se llama Ala en Argentina–, pero me impactó constatarlo. Me impresionó sentirme un cuerpo extraño, descubrir que mis códigos ya no eran válidos ahí, aunque compartiéramos la misma lengua y el mismo rincón de continente.

Llegamos a la casa de la amiga boliviana. Quedaba al lado de la embajada de Estados Unidos. Era un edificio antiguo. El departamento estaba en el cuarto piso y tenía piso de parqué, tres dormitorios amplios y una especie de patio. Había un librero enorme lleno de libros con autores que no conocía. Los muebles parecían del siglo pasado, como los que venden en el Persa Biobío: heredados, finos, aparatosos. La amiga nos mostró la que sería nuestra pieza y tiramos los sacos de dormir en el suelo. Venía muerta. Me dormí en cuanto apoyé la cabeza en la almohada hechiza que me armé con un chaleco y un pantalón.

Al otro día despertamos tarde, Jessica –así se llamaba la amiga– ya se había ido al trabajo. Salimos a conocer. El barrio era muy verde y con casonas enormes. Similar a la Ñuñoa que rodea al campus Juan Gómez Millas. No me imaginaba que hubiera lugares así en Bolivia. Avanzamos hacia el centro y empezaron a aparecer las otras casas, las que hubiéramos habitado nosotras si hubiéramos nacido bolivianas. Parecían favelas brasileñas: muchas cajitas de ladrillo desnudo, montadas una arriba de la otra, cubriendo la montaña. Pensé que Valparaíso era lo mismo, pero que con la pintura de colores pasaba desapercibida la miseria.

Pasamos a un cibercafé. Cada una llamó a su mamá. No dijimos que andábamos juntas. Revisamos el e-mail, leímos un poco el diario. Luego, ella llamó al abuelo, le avisó que estábamos bien y le recordó que por favor no comentara nada. Mi tata –tan tierno cuando estaba vivo– dijo que sí, que estaba con nosotras, que las hijas no tenían por qué meterse en los asuntos de las nietas.

Seguimos recorriendo y entramos al mercado. Comimos una especie de cazuela. Nos costó como quinientos pesos chilenos. Ni en la universidad habíamos comido tan barato. Caminamos para bajar el almuerzo. En la calle vimos chicos con el rostro encapuchado, que lustraban zapatos. Vimos mujeres indígenas cargando a sus hijos en sus hombros, como canguros hembra que evolucionaron para acarrear y proteger a sus crías por más tiempo. Vimos pies descalzos, policías conversando relajados y niñas de ojos rasgados con las mejillas más rojas y curtidas de este territorio imposible.

Esa noche, Jessica nos preparó mate de coca y nos sentamos en su terraza a fumar. Supe que trabajaba de profesora de lenguaje en un colegio privado que aplicaba el método Montessori. Supe qué era el método Montessori. Supe que Jessica era de las Jessicas que tienen apellidos en inglés. Supe que en su familia había un tío senador y una prima que había sido Miss Bolivia.

Jessica nos invitó a la casa de su novio. Llegamos a una especie de fiesta llena de blancos en un departamento tan grande como el de Jessica. La gente estudiaba o había estudiado en la Universidad Católica de Bolivia. Había vino y cortes de zapallo crudo que se untaban en una crema ácida. Probé la Paceña y una fruta dulce rellena con queso. Cosas que no comía ni en la casa de los tíos. Un tipo escuchó que éramos chilenas y dijo tienen que escuchar esta historia. Dijo: esto les pasó a dos amigos chilenos en un club de putas, de esos del centro de Santiago, con los vidrios pintados de negro. Pidieron dos tragos baratos. Uno miraba tetas y el otro culos. Vino la «hora feliz» –hizo las comillas con las manos– y este chileno pendejo fanático de las tetas enormes hundió la nariz en el escote de la moza. Cuando salió, tenía la boca llena de galletas molidas.

Nos reímos. Era una anécdota cerda y las historias vomitivas siempre son chistosas.

La gente se entusiasmó y salieron varios relatos indecentes. Yo no tenía ninguno, pero mi prima sí y lo contó. Dijo: una vez con los scouts fuimos a Machu Picchu. En ese viaje pasaron varias cosas sucias –cortó la frase con un suspiro largo y preocupado, luego siguió–, les voy a contar la que pasó en un bus. Desde Cuzco a las ruinas hay que subir por las montañas. El camino es de tierra, lleno de curvas cerradas, bordeando un precipicio. Pagamos el transporte más barato, unos furgones con los asientos perdiendo el relleno, que olían a cité. El servicio te pasaba a buscar a las seis y media de la mañana al campin. La noche anterior, los jefes habían salido a comer y, aunque era tabú, a tomar. El encargado de mi unidad era el jefe Carlos, demasiado gordo y amante del pisco para ser scout. Nos subimos a la van y como era tan temprano, me quedé dormida al tiro. Para que no se me hincharan los pies, me saqué las zapatillas, las dejé en el suelo, al lado de la mochila con mi almuerzo, y me ovillé en el asiento. Soñé con las bocanadas rabiosas de un puma que me perseguía en el Huayna Picchu. Sus gritos eran tan fuertes que me desperté. Sentí un olor agrio, a descompuesto. Debajo de mis pies corría un líquido anaranjado, que había alcanzado mis zapatillas y mi mochila. Tomé mis zapatos, los cordones goteaban. Miré hacia atrás y descubrí que los rugidos eran reales. No provenían de un puma, sino del jefe Carlos. Había tomado tanto la noche anterior que cuando la camioneta empezó a zigzaguear por los cerros, su cuerpo devolvió todo. Fue asqueroso, el jefe Carlos era asqueroso.

Cuando mi prima terminó su historia, las risas del público, más que alegres, fueron incómodas, padecientes. La cara de mi prima también se opacó. Me dieron ganas de abrazarla, de haber estado con ella en ese viaje. Me fijé en su clavícula y quise olerla. Tocar su abdomen con la punta de mi nariz. La miré con ojos de galán de discoteque y ella me guiñó de vuelta. Quise que existiera esa casa en la que se suponía íbamos a vivir. Que esa noche volviéramos a dormir con el cuerpo pegado. Que me contara sus secretos tirándome en la cara su respiración.

A esa altura de la noche, Jessica estaba supercurada. Preguntó: ¿quieren escuchar algo de verdad inmundo? No esperó que le respondiéramos (yo quería decir que no) y empezó a contar. Su abuelo había sido un importante militar boliviano, condecorado con medallas y con la inscripción de su nombre en los libros de historia. Su mayor orgullo –dijo Jessica– es que fue el que mandó a matar al Che. No recuerdo si dijo «El Che» o «Ernesto Che Guevara» o «El Comandante Che Guevara», pero sí recuerdo el silencio de mierda que vino después. Nunca supe si era la primera vez que le contaba a sus amigos o no. Tras unos segundos, que fueron tan intensos como cuando se escucha una canción por primera vez, Jessica quebró el silencio, y dijo: pero lo realmente repugnante es que en mi familia nunca hablamos de esto.

La frase me mató. Lo más repugnante es que en mi familia nunca hablamos de esto. Digerí las palabras y miré a mi prima. Las dos estábamos pensando en lo mismo, en lo putrefacto y virulento de los secretos familiares silenciados.

Después de la historia de Jessica, la reunión empezó a desinflarse y la gente empezó a despedirse. Jessica dijo que quería dormir con su pololo y nos pasó las llaves de su departamento. Caminamos de madrugada, solas y tomadas de la mano, por las calles de una ciudad desconocida. Veníamos mareadas, pero extrañamente alegres. Nos reíamos de cualquier estupidez que se nos cruzaba en el camino. Un cartel de comida china con la foto de su dueño impresa, un teléfono público demasiado chico, la copa de un árbol que se parecía a la cabeza de mi papá.

Llegamos al departamento y nos acostamos en los sacos tirados en el suelo. Mi prima se acurrucó hacia mí y empezó a convulsionar. Suave primero, más violento después. Toqué su cara y la tenía mojada por las lágrimas. Se metió a mi carpa y yo no quería, yo no quería –lanzó, martillando incesante las palabras–. Yo no quería, yo no quería. Acerqué mi nariz a su boca y sentí el sabor de su respiración. Tenía el mismo dulzor que a los diez años. Yo tampoco quería, le dije. Tomé su rostro con las dos manos, le sequé las mejillas y le di un beso hondo y pausado. Yo tampoco, repetí, antes de abrazarla y ponerme a llorar.

Cuento incluido en Quiltras © Arelis Uribe.

© Los libros de la Mujer Rota, Santiago de Chile, 2016, 2017, 2019.

© De la edición Editorial Tránsito, 2019.

Fotografía de Stephane Yaich.