Samoa・Blog

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Tiempo sin lluvia

La vaca 

A la mañana, cuando él viene a despertarla, ella le siente gusto a café. 

—Falta una vaca —dice él—. La ruana con la ubre cargada. Se escapó. Voy a buscarla. 

Sale, y aunque es temprano el sol promete calor como en las últimas semanas. 

Ella se lo imagina por el sendero, siguiendo el cerco hasta el lote grande. Las moscas zumban y aletean, y él camina rápido sobre la tierra seca y patea piedras sueltas. 

Pasa la primera tranquera por arriba. Ella la oye repicar desde la ventana abierta del cuarto y se imagina cómo se detiene, cómo observa y escucha, aunque solo se oyen las moscas y el lamento apagado de las ovejas cuando levantan la vista y lo miran. 

El ternero 

Se había levantado hacía rato y había ido a ver las vacas.  Era una noche tranquila pero las ideas ocupaban el silencio impasible de la oscuridad y no podía dormir. Se levantó y salió al aire libre. Estaba despejado, todavía era de madrugada. Durante un rato largo todo estuvo en calma. Fue antes de que amaneciera. 

Iluminó el establo con la luz de la linterna. Encontró, sobre  el heno, un ternero que había nacido muerto. Se frotó el  muñón del dedo que le faltaba. Podía ver el aliento de las vacas en el aire de la madrugada, todavía fresco a esa hora, y el vapor cálido que les salía del cuerpo. La madre estaba echada al lado del ternero muerto, y mugía triste y suavemente. Los otros animales bufaban, resoplaban y comían heno. 

Agarró el ternero de las pezuñas y lo levantó: el heno había quedado ensangrentado por el parto y no por la muerte. Era  extraño, la madre lo había lamido para limpiarlo. Se imaginó a la vaca lamiendo el ternero sin entender por qué no se ponía de pie a los tumbos, las patas desproporcionadas, los ojos muy abiertos. Por qué no despertaba lleno de vida, incrédulo, vacilante. 

Contó las vacas que quedaban en el establo mientras sacaba el ternero y se lo llevaba al campo. Kate iba a ponerse triste.  Las vacas se les morían muy de vez en cuando. 

La luz despuntó detrás de la granja, sobre los cerros. Recién empezaba a clarear después de una noche tan cerrada que parecía que las estrellas brillaban más fuerte y temblaban como la garganta de un pájaro, con una luz exagerada para su tamaño. Se dio cuenta de que una de las vacas se había  escapado. 

Tenía la esperanza de que se hubiera ido del establo al campo, donde había otras vacas con terneros ya crecidos. La  vaca estaba pesada, le faltaba poco para parir, a lo mejor se  había asustado cuando vio el ternero sin vida. 

Con esa oscuridad no podía encontrarla. Arrastró el ternero muerto a través del campo prácticamente pelado por la sequía. Oyó el traqueteo de un camión grande en la distancia, venía del lado de las tierras que quería comprar. Dejó el ternero en el viejo pozo del bajo: no quería que Kate lo viera, y además costaba caro mandar a analizar los terneros para ver por qué se habían muerto. Siempre había algunas bajas, lo sabía. No había explicación. Siempre había algunas bajas, eso era todo. Esperaba que la vaca no se hubiera  perdido. 

La granja 

La granja está sobre una loma, a pocos kilómetros del mar.  El padre de Gareth la compró después de la guerra, cuando decidió renunciar a su trabajo en el banco. La dueña anterior era una anciana excéntrica: una mañana el cartero la  encontró en pijama dándole de comer a los pollos, aunque no tenía pollos. Sus tres hijos y su marido se habían ido a la guerra y habían muerto en el frente, uno tras otro, en  orden de edad. Cuando la encontraron dándole de comer a los pollos que no tenía, se la llevaron y la internaron en un  hogar. Al tiempo murió de un ataque masivo al corazón, como si no pudiera vivir lejos de la granja. La granja se estaba viniendo abajo cuando la compró el padre de Gareth. 

La familia se mudó a la granja con la intención de reconstruirla y reequiparla. Después de un par de meses frenéticos, habían hecho pocos progresos, pero se instalaron y le  pusieron nombre a las habitaciones y los campos. 

Cambiaron el piso, sellaron y revocaron las paredes de su nueva casa y después ubicaron las cosas, los adornos y los cuencos aquí y allá. Se veía demasiado intencional, como cuando alguien posa para una foto, y también extraño para Gareth, que entonces era joven. 

La casa entró en funciones con sus nuevos habitantes y las  cosas se fueron acomodando solas y encontrando su lugar, como cuando la tierra se asienta o se ensamblan los materiales de un cerco. Se relajaron y empezaron a moverse despreocupados por toda la casa. Hasta ese momento los chicos tenían la sensación de que con tantos cuidados la casa terminaba confundida, como les pasaba a ellos cuando la madre les lavaba la cara con un trapo. 

“Cómo lo deseaba anoche”, piensa ella. “Y después, no entiendo. Se me fueron las ganas. Cuando empezó a tocarme me desinflé, estaba como atontada. Traté de seguir, de que no lo notara, pero él se dio cuenta y se apartó sin decir nada.  Era obvio que estaba enojado. No conmigo, en realidad. Últimamente venía bien, no me buscaba, y ahora lo busqué yo. Después me quedé sin ganas y él lo sintió. No entiendo qué pasó. Extraño sus manos. Dios, extraño sus manos”. 

Se le da por pensar así, como si se hablara en voz alta, como si ella misma fuera una cara que responde desde un espejo. Es una forma de controlarse o medirse. O de tratar de entender. Las mujeres envejecen rápido cuando empiezan a envejecer. 

Puede sentir el roce de su cuerpo bajo la tela áspera de la  camisa de él. Se la puso cuando se levantó. En el espejo, a  sus espaldas, la cama sin tender. Siente el cuerpo flácido e hinchado de agua, venido a menos con la edad. Es imposible que él sienta lo mismo que sentía antes cuando la mira.  Ahora la desea porque se preocupa, pero no por ganas. Es como si él le diera ventaja en un juego. No hay forma de que él desee su cuerpo. Se pregunta si no tendría que cortarse el pelo bien corto de nuevo. 

A veces, cuando están preñadas se reviran. Se reviran, se les mete algo en la cabeza y es imposible ponerse en su lugar para entender qué les pasa. Porque en esos momentos no piensan. Si deciden irse, pueden atravesar grandes distancias. Van a  los tumbos, se tropiezan y siguen adelante. No tiene sentido. Uno trata de ayudar y hace lo que puede, sale a buscarlas con la esperanza de que estén bien. Se queda al lado. Las revisa. En general, cuando nacen los terneros se ponen bien. 

Era una Shorthorn lechera, la única ruana, con ese pelaje mezcla de colorado y blanco que da un tono cobrizo, ladrillo. Las otras Shorthorn eran blancas o coloradas, o blancas y coloradas, aunque no tenían muchas. La mayoría era Holando, como esas vacas con manchas negras y blancas de los programas para chicos que según Emmy parecen rompecabezas. Cuando se implementó el sistema de cuotas lácteas, tuvieron que reducir el número de vacas. En un momento habían llegado a ordeñar muchas, pero cuando  empezó el sistema de cuotas tuvieron que frenar la producción porque las licencias de ordeñe eran muy caras. Tenían muchas vacas nobles que daban leche con buena crema, pero era difícil mantener el rendimiento bajo control y si se pasaban con la producción había que pagar mucho por el excedente. Casi todos los granjeros de la zona optaron por dejar de ordeñar, como ellos. Les pasaron la posta a las granjas más grandes, favorecidas por el sistema de cuotas. Sobre todo criaban ovejas. Vendieron gran parte de las  vacas. Al principio se quedaron con algunas por la carne y para tener su propia leche, pero ahora las criaban solo como ganado. Se habían quedado con algunas Shorthorn, Gareth estaba contento con la decisión. Eran menos glotonas que las Holando y se conformaban con el balanceado. Sin pasturas era difícil engordar a las Holando. 

Curly 

Mira la tierra: está tan seca que hace semanas que no se marcan las huellas de las pezuñas, las patas, las pisadas. Lo mejor sería encontrar bosta fresca o una parte aplastada del cerco que la vaca haya tratado de cruzar empujando con su peso. Como la ubre les baja y engordan tanto, lo lógico sería que les costara moverse, pero son animales grandes y tercos y cuando quieren se dan maña. 

Levanta una piedra chica y áspera para cortar una soga que le cuesta desatar sin el dedo. No encuentra su navaja Leatherman. Emmy se la compró como regalo de cumpleaños, después de que perdió el dedo. Había sido idea de ella. Le dijo que servía para todo y podía venirle bien para reemplazar el dedo. Por eso quería tanto a su hija: tenía una manera encantadora de atenuar las tragedias encontrándoles la vuelta. 

Le lleva un tiempo cortar la soga y piensa: me voy a quedar sin fuerza de a poco. Cuando empuja, la tranquera se suelta y se inclina hacia delante con un crujido fuerte. Pero en vez de enojarse mira a lo lejos, al mar. 

Esa mañana había visto el amanecer: parecía que brotaba  de la tierra. Un pájaro cantaba como un niño que habla solo mientras juega. Había pensado en la noche que terminaba, en el ternero muerto y mudo, en la vaca perdida y en que leía las memorias de su padre para dormirse o dejar de pensar en otras cosas, como la tierra que quiere comprar o el cuerpo de su mujer. A la noche había deseado su cuerpo generoso de una manera atroz. El deseo no iba a amainar. Qué raro era esto de ocultar como un secreto cuánto se desean nuestros cuerpos.

En ese momento se divisaron las montañas más altas del norte a lo lejos, como los nudillos de un puño a la altura de sus ojos. La niebla se deslizaba cuesta abajo, rodaba hacia el mar inmenso y subía al cielo convertida en nube. Bajo la  luz del sol, el mar parecía un vidrio mojado. 

Cuando amanecía hubo un momento de frío, como si fuera un último aliento, y después llegó el calor. Llegó de a poco, pero intenso y certero como en las últimas semanas. 

Aunque todavía es temprano, siente el calor en los hombros  y empieza a bajar despacio por la ladera. No hay rastros de  la vaca. 

Las golondrinas picotean y se zambullen en la esquina del  lote, donde un manantial natural riega la hierba tupida, y beben el rocío de las hojas frondosas. 

Corta camino por el campo y pasa bajo el endrino morado  para ganar tiempo. El arbusto está viejo, pero todavía se aga rra con fuerza al suelo reseco de la orilla. El arroyo se secó. En algunas partes el agua brota desde el fondo y se forman parches de barro salpicado de verdín brillante y huellas de pájaro, pero el agua no circula. Hay un puñado de valvas rotas tiradas alrededor de una piedra puntiaguda. Un tordo lleva los caracoles hasta arriba y se los come. Le gusta escuchar el crujido nítido y agudo de las valvas cuando se rompen contra la piedra. Le divierten los pequeños rebusques de los pájaros. 

Sigue el curso del arroyo y pasa por debajo del alambrado que cuelga, suspendido e inservible, entre las orillas. Como todavía no hace tanto calor, en el campo de al lado las golondrinas toman agua de la laguna y se comen las mosquitas que zumban en coro. Hoy tiene que llevar los patos, se había olvidado y ahora lo recuerda. Siente que se levanta un poco de brisa. Este año las golondrinas llegaron temprano. 

Se queda un rato, fascinado por la belleza de la laguna y las golondrinas. Después, como ahí tampoco hay rastros de la  vaca, gira sobre sus talones y empieza a volver a casa. 

El agua desciende por el camino en los meses de invierno y arrastra tierra y piedras que van a parar, con las hojas caídas, a las zanjas y los canales hasta bloquearlos. El agua se ramifica por el campo, riega la festuca y después se hunde en la tierra rica y oscura del lugar.

En algunos tramos de los caminos y los cercos siempre brotan unas cuantas flores silvestres, pero solo crecen en abundancia cuando llega la primavera. Primero las amarillas: celidonias y narcisos, dientes de león y prímulas. Después las blancas: anémonas alucinantes, nubes de campanillas,  crataegus y estelarias. Los colores se despliegan por el cam po en manchones uniformes, las pinceladas de otros tonos  aparecen después: violas y jacintos, o ajo silvestre en el bosque cerca del arroyo. Algunos días, a comienzos del verano, una brisa suave llega desde el mar a los campos del sudeste y el olor agrio y penetrante del ajo se siente en la granja. Pero la floración ya terminó. 

Gwalch, el perro flaco y joven, lo venía siguiendo por el sendero y ahora lo espera en la tranquera. Es un perro elegante, atento y fuerte. Más adelante se topa con Curly. El viejo perro llegó como pudo hasta la mitad del camino y se tumbó al sol hecho un ovillo. Había empezado a seguir al perro más joven por la senda, contento y entusiasmado, pero después se cansó y se echó al sol.

El viejo perro levanta la vista cuando oye el susurro del motor de un auto que desacelera por el valle en el camino. Gareth también lo oye. Siente un hambre agradable y le dan ganas de tomar café. La casa brilla en el cerro y lo encandila.

Se mira los pies: los viejos zapatos de cuero juntaron limo.  La tierra no absorbe el limo por la falta de lluvia. Mira el campo y la tierra compacta, pisa fuerte en el lugar. El pasto lo tiene preocupado. Es mejor no usar forraje de alimento en esta época del año, cuando nacen los corderos y los terneros. Los animales necesitan pasto fresco. También sabe que cuando llegue, la lluvia barrerá el limo y se escurrirá por el suelo agrietado y reseco. 

Ella pone la panceta al fuego, en la sartén. La panceta cruje y empieza a crisparse en la grasa caliente. Coloca la panceta que ya había cocinado en un plato viejo y mete el plato en el horno para que no se enfríe. En la sartén, la panceta salpica  y se quiebra haciendo ruido. Baja el fuego. La cocina empieza a llenarse de un humo azul pálido. 

Construyeron el anexo ellos mismos cuando transformaron la antigua cocina en comedor. Las paredes siguen amaneciendo mojadas porque la casa transpira el calor que le entró durante el día. Algunas tiras de empapelado cuelgan de la pared como trozos sueltos de corteza y en algunas partes hay un poco de moho aterciopelado, pero es algo insignificante, está bien, no es nada grave. No le prestan atención. Son cosas que pasan en la casa vieja y en los árboles. 

En la cocina, al lado del horno y en total contravención, tienen varias garrafas de gas. Hay una ventana chica, em pañada, que se nubla aunque siempre la dejan abierta, y un almanaque con escenas de campo de un fabricante de alimento balanceado. Contra la pared hay un viejo fregadero Belfast con un caño que la atraviesa hasta afuera y se conecta con la canilla exterior, de la que salen quince metros de manguera verde. El musgo y el moho verde crecen fuertes y tupidos bajo la canilla.

Las alacenas están tan limpias que hasta se nota el acabado extraño y meticuloso de la fórmica. Arriba de los frascos de plástico con azúcar, saquitos de té y esas galletitas que manotean siempre, hay unos tablones empotrados de madera  prensada llenos de cosas medio usadas y latas de frijoles y fruta que nunca abren. 

Mientras barre el piso de baldosas oye los chasquidos de la panceta. 

En su momento, ampliaron el ambiente donde se cocinaba antes para hacer la nueva cocina. Le dicen cocina por costumbre pero es la central de operaciones. Aquí están el banco con respaldo, la mesa familiar y la gran ventana que mira a la parte trasera, más agreste y secreta, de la granja.  Aquí se abre el correo y se comen las comidas y después se hacen las tareas. Y se conversa. 

Las baldosas del piso son distintas a las baldosas rojas de ladrillo de la parte nueva. Las de este sector están hechas con  viejas lajas de piedra. Aunque no lo comenta, le encanta cómo cambian de color cuando pasa el trapo. A veces le parece que ella es la única que se da cuenta, porque los colores  se ven solo cuando las baldosas están mojadas y después se van secando rápido a medida que se aleja. Todavía conserva en algún lado algo de espíritu infantil, de alegría secreta.

Hay pilas de suciedad aquí y allá, montoncitos de polvo y cosas tiradas, como papel de aluminio de las cajas de remedios, monedas y bandas elásticas para el pelo cubiertas de polvo. Así procede mientras hace tiempo o habla preocupada: agarra el escobillón, barre el polvo del piso, deja pilas aquí y allá. Después las levanta con la pala, o viene el gato y las ataca con furia. Ella se ríe o le grita al gato, depende del humor.

Deja el escobillón al lado de la puerta, saca la panceta de la sartén, la coloca en un plato y la mete al horno. La puerta de la cocina da al patio trasero de la casa. Durante el día, la familia y los amigos cercanos entran y salen casi siempre por esa puerta. Sobre los estantes hay bolsas de papas, baldes y canastos con productos de limpieza amontonados. La puerta de la heladera está oxidada y agujereada pero la heladera funciona. Hay una cómoda vieja y fuera de lugar que se metieron al lado de la heladera para guardar cuchillos, tenedores y demás.

Mientras corta el pan en rebanadas gruesas para echarlo a la sartén, piensa que le gustaría tener una cocina nueva, una cocina brillosa y pulcra. Pero sobre todo quiere cohesión. Está harta del desorden. 

Detrás de la casa, pasando el pequeño patio de cemento agrietado, el terreno sube en una loma. Hay una parte cubierta de helechos, mustios y secos después del largo verano. Más allá, la loma sube en picada y comienza el bosque. Este año las hojas están muy cargadas. Al costado de la casa, el terreno se aplana bastante y hay una especie de prado y un pequeño cantero hecho con piedras sacadas del resto de  los anexos que nunca remodelaron. El prado bordea todo el perímetro del establo y llega hasta donde empiezan las zarzas, a los pies del bosque. Abre la puerta para airear la casa y mira el prado. 

La huerta 

De jóvenes trabajaron duro para aprovechar esa parte de  la loma que ahora quedó cubierta de helechos. Primero desmalezaron una franja de tierra para que el fuego no alcanzara los árboles. Después quemaron los helechos, las  zarzas y unos pequeños brotes de avellano que llegaban desde el bosque. Fue al final del verano. Cuando las lluvias copiosas de otoño mezclaron las cenizas y las ramitas  rotas con la tierra, empezaron a remover el suelo. Cavaron  todo un día, y terminaron molidos. Al día siguiente, él alquiló un arado y desbrozaron un sector de varios metros cuadrados, difícil de trabajar. El olor del rotovator le recordaba los motores de las lanchas. Los petirrojos fueron los primeros en llegar, iban detrás de ellos para comerse las larvas y gusanos. Al rato, cuando entraron a tomar una taza de té y hablar tranquilos, aparecieron los pájaros más grandes y miedosos. La tierra estaba rebosante y  hambrienta. 

Cayeron las heladas, nada crecía en la tierra. Cuando el invierno aflojó, removieron de nuevo el suelo roturado, así se aireaba y lo preparaban para sembrar.

Plantaron tubérculos de papa, repollos y unas largas hileras de cebollas, remolachas y rábanos. Tenían zanahorias y nabos, que había que entresacar constantemente y daban mucho trabajo, vainas de arvejas y lechugas. A pesar de los reveses, obtenían muchos vegetales. Demasiados para ellos. También plantaron algunos arbustos de frambuesas que todavía están ahí, pero era difícil abrirse paso entre ellos. En un momento dejaron de sembrar y el bosque ganó la tierra de nuevo. Ella se pregunta cuándo fue exactamente. Fue después del segundo embarazo que perdió, pero no lo recuerda.

El dedo 

Adentro, ella pone la mesa. Apoya los cuchillos, los tenedores y la pila de platos sobre el mantel de vinilo. Empieza a leer un catálogo de productos: espera que detengan el envejecimiento, que la ayuden a retener menos líquido, a estar menos cansada y querer más sexo. Es una mujer muy bonita para su edad, pero no se da cuenta. Se le está pasando el cuarto de hora y lo sabe. 

Él entra después de limpiarse los zapatos en el felpudo de alambre de la puerta de atrás, más por costumbre que por necesidad. A lo mejor es su manera de avisar, un código que siempre tuvieron y nunca mencionaron. Cuando eran más jóvenes, tenían muchos. 

Ella enjuaga la cafetera y calienta la taza con el agua que puso a hervir varias veces en la pava mientras lo esperaba. No prepara el café. Es mejor que no se meta con algunas cosas. El café la intimida: no sabe si tendría que hacerlo cargado, si salió rico. Él prepara el café todos los días. Lo hace solo para  él, nadie más lo toma. Prepara una olla de café fuerte todas las mañanas a esta hora y le dura todo el día. Como lo va calentando en la sartén a medida que hace falta, el café se pone cada vez más fuerte con el transcurso del día. Es el único que toca la sartén. Ella dice que él no puede dormir por eso. A la  mañana toma lo que quedó de la noche anterior porque no quiere despertar a la familia al moler los granos, y los chicos duermen encima del techo delgado de la cocina. 

Él se sienta a la mesa con la mano cerrada y floja y se pasa el pulgar por la primera articulación del índice, con ese gesto típico suyo, que hace un sonido de ronroneo, como si frotara cuero.

—¿Vas a desparasitar? 

—En otro momento —dice él. 

Se frota el dedo. Siempre lo hace: en la mesa, cuando habla o lee el diario, hasta cuando se cuelga de ahí la taza por la  manija. Por eso tiene esa parte del dedo suave y lustrosa. Lo hace siempre que se toma un descanso. 

—No entiendo —dice—. La busqué en los lugares más obvios y no la encuentro. Se le dio por irse y se fue. —No le  cuenta que un ternero nació muerto. 

—Típico. Y justo hoy —dice ella—. Tendría que haberme levantado para ver cómo andaba todo. 

—Se hubiera ido de todas maneras —dice él, tranquilo. 

Baja la vista, se mira lo que queda del meñique de la mano derecha y de nuevo hace ese ruido con el pulgar. Ella toda vía se culpa por el accidente. Él estaba tratando de desenganchar la enfardadora del tractor nuevo y ella tocó algo y la palanca bajó de golpe. Él toma un trago grande de café. Fue un corte limpio, y cicatrizó bien. Podría haber perdido la mano. Así lo piensa él. No le disgusta del todo. 

A ella se le quemó la tostada y trata de rescatar los restos de pan quemado. Él se acerca despacio para hacer otras. 

—El veterinario llamó preguntando por Curly —dice ella. —Ah. 

—Quiere venir hoy. 

Él sabe que el veterinario va a poner al viejo perro a dormir.  “Hoy no”, piensa. Qué duro pasar por eso hoy, que encima tiene que encontrar la vaca. 

—Tendrías que desayunar algo —le dice a ella. Es raro: les ponemos nombres graciosos a los animales y después los terminamos repitiendo en serio. 

El picaporte de la puerta hace un chirrido y entra Emmy, todavía en pijama, la manta en la mano y el pulgar en la  boca. Se trepa al viejo banco con respaldo y se acurruca con su cebra verde y violeta. Siempre baja a la mañana cuando oye que sus padres hablan en la cocina. 

—Hola, cariño —dice la madre. 

Mira, compradora, a su madre. Y mira tímida y rápida mente al padre. Entre ellos circula algo secreto. Sonríe y se pone cómoda. Los padres dejan de hablar de la vaca. 

Él se queda sentado frotándose el dedo mientras se mira, concentrado, el muñón del meñique. 

—Hoy también va a hacer calor —dice. 

Fragmento incluido en Tiempo sin lluvia © Chai Editora, 2020. Todos los derechos reservados.

Traduccion de Esther Cross.

Fotografía de Daniel Leone.