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Sobre dos libros cortos releídos recientemente

Hace ya un par de décadas, creo –o tal vez menos, pero me gusta redondear las cifras–, leí una novela corta que entonces me encantó y que con el paso del tiempo cada vez que la recuerdo gana en tamaño, si se pudiera decir que las obras literarias tienen atributos cuantificables en términos de volumen. Era una edición de Compactos de Anagrama. Al centro, en la portada, una foto: Marcello Mastroianni veterano, vestido de profesional clase media, con lentes, canoso, caminando con decisión, bolso colgado a un hombro. Entendí que se había adaptado al cine la novela que iba a leer: Sostiene Pereira, del autor italiano Antonio Tabucchi.

Conocía a Tabucchi por un texto corto, Los últimos tres días de Fernando Pessoa, publicado en la colección Alianza Cien, aquellos libros de bolsillo a precio de estudiante que solo se conseguían en la legendaria librería Nueva Década en San Pedro. La verdad, no recuerdo hoy, ni recordaba cuando compré Sostiene Pereira, nada del texto corto sobre Pessoa (y confieso esto no sin poca vergüenza porque Tabucchi es reconocido como uno de los máximos especialistas en la vida y obra del portugués). Tal vez por eso, porque entré a la lectura, digamos, desprevenido, fue que me entregué, página a página, con creciente sorpresa y gratitud (que es lo que en definitiva sentimos ante obras que nos conmueven o nos sacuden) a la historia del modesto periodista Pereira que en una Lisboa de 1938, en plena dictadura fascista de Salazar, vamos conociendo de la mano de Tabucchi.

Siempre siento que al referirme a una obra por el tema o la sinopsis, la aplano. La empobrezco. Sabemos que importa el cómo, nunca el qué. Esa trama la puede contar cualquiera. Ahora, la forma en que Tabucchi nos lleva a conocer a Pereira, a cómo, no sin resistencia, su mundo interior, hasta entonces protegido del exterior, empieza a transformarse o por lo menos a dejarse afectar por el de sus semejantes, solo puede hacerlo este autor. Los grandes hechos de la historia están ahí, pero como ruido de fondo. Tabucchi sabe que la literatura está en los anónimos, los que no salen en las fotos. Es la inquietud existencial de un periodista viudo, de bajo perfil, entrado en años y kilos, de salud endeble, católico discreto, y la manera (¿decimos estilo?) en que nos la cuenta lo que convierte a su novela corta (no llega a 200 páginas) en algo mucho mayor.

Una de las preocupaciones de Pereira se me grabó desde aquella primera lectura: era católico y creía en la resurrección del alma, pero negaba categóricamente la resurrección de la carne (posición que no es un problema menor para quienes profesan dicha fe). Su razonamiento no era para nada descabellado, iba en esta línea: ¿para qué quiero resucitar con el cuerpo con el que voy a morir ahora que estoy viejo, obeso, con problemas para respirar, presión alta y sudoración excesiva? El argumento de Pereira, hay que admitirlo, es imbatible.

Tabucchi logra, me di cuenta en la relectura reciente, que su registro narrativo sea el de la personalidad (o mejor aún: persona) de su protagonista. Trato de nuevo: si Pereira no fuera una persona sino un libro, sería este. Sería Sostiene, Pereira.

*

En noviembre de 2018 se publicó un libro de poesía que leí entonces (conocía además versiones anteriores de algunos de los textos) y al que volví hace poco. Gigante, de Juanjo Muñoz Knudsen, título del sello independiente Feliz Feliz, es la típica publicación que no hace ruido, camina por la sombra: unas páginas engrapadas con portada en cartulina, diría artesanal, si no fuera una palabra que fue vaciada de significado bajo los toldos de las ferias de diseño. 

Contenido en ese formato recatado, austero por convicción, Gigante es un libro, sí, gigante, sobre todo porque parece buscar todo lo contrario. Avanza de forma natural en la trayectoria trazada por Genial 2006 (del 2014) y Como perdí mi sonrisa juvenil, mae (del 2016), dos novelas de Muñoz Knudsen, en mi opinión, fundamentales en la narrativa costarricense (obras fuera del radar de la crítica pero que tarde o temprano, no hay prisa, serán reconocidas por lo que son).

Gigante, al igual que esas novelas, hace una casa nueva con los materiales de antes. Es poesía y todo el libro gira alrededor del amor. Además, como para redoblar la apuesta, de amor tardo-adolescente, una combinación que el 99% de las veces desemboca en obras fallidas, para decirlo con sutileza. Pero Juanjo tiene a mano los recursos y las herramientas de la literatura que le precede, se ha sumergido en ella y toma prestado solamente aquello a lo que puede darle un uso nuevo. Como quien convierte la parrilla en una maceta.

Nada hay de la utilería obligada, ni uno solo de sus escenarios, nada del glosario reconocible y agotado de los poemas-de-amor. Las locaciones son otras, las palabras parecen importadas de jergas y nomenclaturas de otro orden. No recuerdo, como pasa en Gigante, sentir una claridad de conciencia de clase en poesía de este género. Y lo que está en el centro, en el núcleo del libro, es la ansiedad o torbellino universal que reconocemos como amor, aquello que identifica Anne Carson cuando dice que la trayectoria de Eros va de quien ama hacia el ser amado, pero que inmediatamente rebota y se clava en el agujero que ahora tiene quien ama. Eso sí, visualicen a este Eros en una venta de pollo frito en San Miguel de Desamparados.

En su tercer libro queda claro que Juanjo Muñoz Knudsen está buscando algo. No se sabe bien qué, pero no hay duda de dónde lo busca: en el lenguaje. Su escritura pide nuevos parámetros, nuevas referencias. Lo que parece coloquialismo es apenas disfraz, la ilusión del lenguaje vernacular que cubre ese rastreo o misión que recorre su escritura. Debajo de eso que nos tranquiliza por familiaridad hay, en otra dirección, una operación o un movimiento que pone en duda precisamente lo que dicen las palabras. Es como si por dentro de poemas centrales, como “Vulgar” o el texto hipnótico que le da nombre al libro, Muñoz Knudsen hubiera colocado cargas explosivas que se detonan en cada lectura o relectura.

“En serio
antes era intocable

como un agujero.”

Así termina uno de los fragmentos de “Vulgar”. Si lo llevamos al inicio de esta columna, nada más habría que leer.