Chéjov/Solás
Quiero contar dos historias unidas por un libro. El libro es el instrumento de la memoria, mientras que los hechos se han vuelto muy vagos, aunque insistentes, pues vuelven con cierta frecuencia como un repaso de batallas perdidas. Ese objeto tan particular es ciertamente humilde, un volumen titulado Obras (relatos y teatro) de Antón Chéjov, publicado en Moscú, probablemente en 1980 (el año de una nota al pie del traductor, porque el libro no tiene fecha de impresión), por la Editorial Progreso. Trato de encontrar información en internet, pero apenas hay algo en Wikipedia y en un blog, como si la editorial fuera una vergüenza de la era soviética que debería esconderse bajo la alfombra. Probablemente tenía propósitos propagandísticos, pero también puso al alcance de los lectores en español libros clásicos en ediciones bastante bonitas y baratas. Esas Obras de Chéjov fue lo único que compré de Editorial Progreso y lo hice en tiempos de poca plata, cuando empezaba la universidad, no quería estudiar ninguna carrera convencional y soñaba con el oficio de escritor. Era uno de los tantos libros soviéticos que se vendían en una pequeña librería llamada Germinal. El libro lo leí con devoción. Los cuentos tenían ilustraciones en blanco y negro y la sección de teatro incluía los programas de La gaviota, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos, así como fotos de la puesta en escena original. Así empezó mi devoción por Chéjov.
El otro evento ocurrió más de diez años después, cuando la Unión Soviética se estaba viniendo abajo, Francis Fukuyama anunciaba el fin de la historia y el futuro, incierto como le corresponde, parecía al menos libre de conflictos este-oeste. Creo haber dicho en otro momento que desde niño soñaba con hacer cine, primero como actor, luego como director y, para el momento de la segunda historia, especulaba si guionista sería aún un proyecto realizable. Ya para entonces había –finalmente– terminando la universidad y tenía un trabajo no solamente estable, sino prometedor en un banco. Durante la década anterior había dejado la carrera de medicina por la estadística, había intentado terminar economía y llevado cursos de inglés y literatura. También me había propuesto, sin éxito, irme a algún país donde hubiera escuela de cine. Como eso no fue posible, por unos años me atreví a aprender el oficio como lo habían hecho muchos de los cineastas costarricenses del movimiento documental de los años setenta: con una cámara en mano, probando y cometiendo errores. Lo malo de esos modelos era la incertidumbre laboral y la realidad de que la mayoría terminaba produciendo comerciales y no largometrajes. El director exitoso era aquel a quien le habían dado un presupuesto generoso para producir un comercial de cerveza o cigarrillos y no el que había conseguido que su película se exhibiera en algún circuito de festivales. En fin, lo de la carrera en el cine seguía más del lado de los sueños que de la realidad, pero yo insistía.
Hacia principios de los noventas, el Centro Cultural Español en San José empezó a traer guionistas y directores a dar talleres de producción cinematográfica. Yo asistí a cuantos pude, aunque tenía que cumplir con un horario de ocho a cinco en mi trabajo bancario, y ausentarse por aprender a escribir o dirigir cine (en teoría, pues no había nada de práctica) carecía del apoyo y la comprensión de mis supervisores. Aun así, me escapaba tan frecuentemente como podía. Tomaba el carro, salía de mi oficina apenas unos minutos antes de que empezara la charla o la clase y volvía con el plan de quedarme tarde y así compensar el tiempo de mi ausencia.
La mayoría de los instructores eran españoles, pero trajeron al menos dos cubanos: Enrique Pineda Barnet y Humberto Solás. De Pineda Barnet lo que más recuerdo eran sus rituales, algo extraños y pintorescos. Por ejemplo, salimos del Centro Cultural Español a vagar por el barrio, y en el Parque Francia nos hizo escribir deseos en pedazos de papel y esconderlos en un enorme árbol. Por supuesto, no aprendí nada con Pineda Barnet, pero me encantó su personalidad y su gusto por el juego. Con Humberto Solás el asunto fue más extraño, y con él volvió el libro de Chéjov a tener un papel en mi vida.
Una amiga me llamó para pedirme un favor. Resulta que se había comprometido a darle acogida a un director de cine que daría unos talleres en el Centro Cultural Español. “Le dicen el Visconti cubano”, comentó en tono más bien neutro, pues ella no tenía idea de quiénes eran Luchino Visconti o el cineasta cubano. Yo sí sabía de Solás, pero no mucho. Conocía el filme “Lucía”, pero nunca lo había podido ver completo. La película incluía escenas filmadas con cámara al hombro, y la inestabilidad de la imagen me daba vértigo, tanto que tenía que salir de la sala de cine y sentarme con la cabeza entre las piernas para recuperarme. “¿Ah, sí?”, le respondí interesado por la noticia. Entonces me contó que durante la visita del director a Costa Rica ella estaría de viaje en Miami. Mi amiga, además de tener un puesto de asistente en una oficina de abogados, cocinaba para eventos y hacía contrabando hormiga. Por eso los viajes a Miami no solamente eran importantes, sino también impostergables. Entonces me pidió el favor: “¿Te encargás de cuidar a Solás? Vos sabés, que esté confortable y que no haya queja alguna de su parte”. Ella no llegaría a verlo ni a cruzar palabra con él. Le dejaría la llave de su apartamento y una notita con mi nombre.
La posibilidad de conocer y tratar de manera personal a un director de cine me alegró y me puso nervioso. La Sala Garbo, un espacio dedicado al cine-arte, programó de nuevo “Lucía”. Fui a ver la película y otra vez no pude terminarla a causa del vértigo. No tendría, entonces, nada que hablar a partir de un visionado riguroso del filme más famoso de Solás. De todas formas, ¿de qué se le habla a alguien como Humberto Solás? Así me convertí en chaperón de una persona célebre por primera y última vez en mi vida. Mi amiga se fue sin decirme quiénes eran sus contactos, así que yo quedé un tanto a la deriva. Nadie me llamó cuando el director llegó al país, pero aún así llegué al apartamento donde se alojaba para ponerme a sus órdenes. Fui dos, tres, cuatro veces. En ocasiones las luces estaban apagadas; en otras no, pero nadie abría la puerta. También dejaba recados en la contestadora, pero esos esfuerzos tampoco recibieron respuesta. Finalmente decidí explicarle quién era yo al inicio de su taller de dirección.
Mi recuerdo de Solás es bastante vago, pero lo describiría como un hombre no muy alto y de rostro un tanto severo, como el de los personajes de los westerns americanos. Creo que tenía una hermosa voz y mirada intensa, un poco severa o arrogante. Yo traté de llegar temprano a la primera sesión del taller, pero no pude. Por eso no me acerqué a él sino hasta uno de los recesos. Me presenté, le hablé de mi amiga, del apartamento en el que él se alojaba y de mi deseo de que todo estuviera bien. Entonces respondió algo que no sonaba a gratitud, empatía o amistad. Fue una frase neutra, como si yo le estuviera notificando una majadería, y terminó la frase con un señor. Desde ese momento, el señor se convirtió en mi mote oficial, pero yo no lo sentí como un sobrenombre simpático, sino como una agresión. Probablemente yo era el de más edad del grupo de talleristas, pero si acaso tendría treinta años. Los otros eran muchachos en sus veintes, algunos de grupos de teatro aficionados o estudiantes universitarios. En mi trabajo yo debía usar saco y corbata, así que no asistía a las sesiones con mezclillas rotos, camisetas de punto o tenis. Si bien dejaba el saco y la corbata en el carro, seguramente mi atuendo recordaba al burócrata que en efecto era.
La fría actitud de Solás se convirtió en un curioso problema para mí. Se me hacía evidente su rechazo, pero por otro lado yo había prometido estar pendiente durante su visita. Lo llamé algunas veces más al apartamento de mi amiga, pero igualmente no contestó el teléfono ni mencionó nada durante el taller. Un par de noches incluso me di una vuelta por el apartamento. Las luces estaban encendidas, pero no me atreví a llamar a la puerta. Creo, sin embargo, que me angustiaba más mi amiga que Solás, como si le estuviera fallando a ella. Por otra parte, el taller no fue una experiencia placentera, aunque he olvidado muchos detalles. Me recuerdo más que todo en silencio mientras los otros asistentes improvisaban respuestas o reaccionaban a los comentarios del director. Entonces llegó Chéjov.
En mi obsesión por el cine y su factura, había leído sobre las técnicas actorales del ruso Konstantin Staniskavski, sobre el Actors Studio de Nueva York y Lee Strasberg, así como la pléyade de grandes estrellas que hacían su trabajo siguiendo el método Strasberg, de Marlon Brando en los años cuarenta a Robert de Niro en los sesenta. Sabía, al menos en teoría, sobre la memoria afectiva y cómo un buen personaje se construía a partir de las propias experiencias del actor. En fin, mucha teoría sobre algo que no podía aplicar en la vida diaria. Pero entonces, repito, llegó Chéjov al taller. Solás, tal vez ya impaciente con sus alumnos, nos asignó memorizar un pasaje muy concreto de La gaviota, la obra de teatro de 1896. En esa escena Trigorin, un escritor, trata de seducir a Nina, joven inocente y pura, y la convence de encontrarse unos días más tarde en Moscú.
El primer problema que enfrentaron mis compañeros de taller fue encontrar el texto. La obra de teatro no estaba disponible en las bibliotecas públicas, y muchos de los talleristas no tenían dinero para comprarla en una librería. Pero yo sí tenía La gaviota en mi libro de Editorial Progreso, así que hice copias y las distribuí discretamente, como si estuviera haciendo algo indebido, algo que minaba la autoridad de Solás. El segundo problema fue aprenderse de memoria el fragmento de la obra. Creo que este segundo reto fue más bien imaginario, pero hubo gente del grupo que ni siquiera lo intentó. Así, mal preparados, llegamos al día en que Chéjov guiaría las prácticas del taller. Solás ordenó sentarnos en un círculo. La escena se representaría justo en el medio, donde los talleristas tendrían que recrear la intimidad, la carga erótica y el secretismo del encuentro entre los personajes. El director cubano empezó a llamar parejas: un chico haría el papel de Trigorin y una chica el de Nina. Cada quien hacía lo posible, aunque el mayor esfuerzo se iba en tratar de recordar los diálogos. Nada de memoria afectiva, nada del método del Actors Studio. Solás se iba impacientando más y más mientras un aire de inquietud recorría el salón donde estábamos reunidos. “A ver usted, el señor”, dijo ya a punto de explotar. No sé si sentí miedo o vergüenza, pero sí recuerdo algo de rabia. Ahora me tocaba a mí, el extraño, el viejo, el fuera de lugar. Ahora sería la oportunidad para que el director cubano descargara su frustración sin ambages.
Pasé al centro del círculo. Una muchacha muy joven, muy nerviosa, sería Nina. Yo entendía la escena como una tensión entre el deseo de Trigorin y la urgencia de Nina de poder escapar y lograr una oportunidad en Moscú. Era también una tensión entre un personaje cargado de poder y prestigio y la ingenuidad del otro. Si había que recordar algo para crear la situación yo ya tenía memoria de mis propios deseos. Pensé -y aún guardo vivencias de esos momentos- en un amante que me obsesionaba. Me vi en su apartamento, en la calle cuando me resistía a irme de vuelta a mi casa, en la necesidad de estar con él. Pensé en su cuerpo y el mío, y así en ese estado que se parecía a la autohipnosis empecé a hablar. La chica se apoyaba en una pierna y la otra, daba pequeños saltos frente a mí, agitaba los brazos, miraba hacia todos lados. Decía algo que no era exactamente el texto, así que hubo que improvisar. Sin pensarlo la tomé del brazo mientras le insistía en encontrarnos en Moscú. Ella dejó de moverse, me miró a los ojos y dijo sus líneas casi petrificada. Por unos pocos minutos dejé de ser yo y me convertí en Trigorin, alguien que no existía, pero que podía ser una persona cercana u otra versión de mí mismo.
Terminamos nuestro ejercicio y hubo un silencio, luego un aplauso. Solás ya no estaba disgustado y alababa mi trabajo. No dejaba de llamarme señor, pero repetía que así era como debían hacerse las cosas. Hablaba de Trigorin como si mis ojos, mis gestos y mi voz fueran los de él. La chica dijo que se sintió muy intimidada, que verme a los ojos le transmitía una sensación de peligro y que al tomarla por el brazo supo que no tenía escapatoria. Solás no me preguntó qué pasaba por mi cabeza mientras improvisaba la escena. Seguramente no le hubiera contestado o tal vez hubiera respondido con una vaguedad.
No recuerdo cómo terminó el taller, excepto que yo volví a ser el señor de antes, un poco relegado, un poco ignorado. En aquellas épocas estos eventos terminaban con una celebración, promesas de colaboraciones futuras y de intercambios epistolares. Por supuesto, nada de eso se cumplió. Tampoco he vuelto a leer o ver La gaviota ni ninguna de las películas de Humberto Solás. Pero Trigorin sigue vivo en las páginas de mi libro y yo lo recuerdo de vez en cuando con simpatía, como ocurre con esa gente que disfrutaste en algún momento de tu vida, pero con la que no podrías volver a relacionarte nunca más.
—