Samoa・Blog

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Repostería de funeral

I

Anoche soñé con él otra vez. En un cuarto celeste claro encontré su cama, era individual. La almohada parecía sucia, como si no se lavara los pecados antes de acostarse, y que todo eso que escupe la calle se lo llevara a dormir con él en las noches. Es extraño conocer sus espacios en sueños. Recurrentemente nos imaginé coexistiendo en una fantasía sin sentido, pero después de todos estos meses sin saber nada de él, me siento mejor que nunca. 

El sueño no tenía bordes, lo que teníamos tampoco. Estábamos metidos en una cámara redondeada que dejaba entrever escenarios plasmados por paletas de color que armonizaban entre sí. Era el funeral de su mamá. Lo supe porque la casa estaba llena de visitas llorosas, que deambulaban entre los adornos y dejaban vacías las canastas de comida. Después de salir decepcionada de aquel cuarto sucio, no logré encontrar su mirada triste, pero pude conocer mejor su casa. La sala era de color verde agua, tenía paredes de madera y un piso extremadamente brillante desde donde se podía ver el reflejo de las luces de la calle por entre las ventanas. 

De repente, me encontré comiendo pan con demasiada levadura, tanta que la luz pasaba por los poros y todos los presentes podíamos vernos a través de las roscas. El café era amarillo y nos hacía querer ser entes de la noche, era como si alguien hubiese dosificado éxtasis en el percolador. Nadie se iba, todos conversábamos, socializábamos e intentábamos ubicar el cuerpo físico de su madre, pero ninguna persona parecía saber dónde estaba.  

Aunque intenté evadir a la señora de la blusa escotada, no pude. Parecía una de esas tías políticas que no encajan con la estética de la familia pero que de alguna forma se incluyeron por haberse casado con el hijo favorito de la abuela. Las abuelas siempre tienen un hijo favorito que nunca les corresponde, al final siempre son las hijas las que cuidan de ellas. En esa casa parecía que solo había mujeres, era extraño, pero me agradaba. 

La señora, que después de un rato adquirió el nombre de Flor, fue amable conmigo. Le inventé que era enfermera y que había heredado unas propiedades en San José centro por mi abuelo materno. Se lo creyó todo, le dije lo que las familias siempre quieren escuchar, que hay plata y una profesión honorable.
Jamás le diría que me gano la vida modelando desnuda para las clases de arte de una escuela que se cae con los años. Hace mucho que dejé de ser quien realmente soy ante familias así. Evito los juicios, es mi arma de autodefensa. 

Mientras conversaba con Flor de cómo me apasionaba limpiarles el culo a los enfermos en el hospital, escuché un grupo de personas riendo. Ahí estaba él, mi presunto novio. A medida que me acercaba podía notar como sus risas se entrecortaban con llantos, era como una comedia extraña. Al incorporarme a la conversación, fue imposible no participar del todo. Nos reíamos de la muerte, de la enfermedad y de nuestros síntomas. 

Al ser las 3 de la mañana, en esa vela todo el mundo actuaba sus ideas y éramos seres plenos en un universo sin sentido. Nadie podía sostener una sola oración sin sentir que su voz se quebraba en miles de pedazos, nadie podía cantarle al ánima de Sonia, solo yo a duras penas sostenía melodías que me anduvieron por la cabeza aun después de levantarme. 

Dicen que lo que separa la realidad de los sueños es que estos no tienen continuación, pero los funerales de su mamá se repitieron por cuatro noches en las que me vi en la obligación de asumir tareas como repartir comida, buscar al gato cuando se perdía e incluso tomarle la mano a él mientras las personas le recordaban por qué querían a su mamá, entre diálogos mundanos, en su mayoría, que se veían compensados con otros más genuinos, que tenían toda la intención de hacerlo llorar. 

La casa de madera estaba ubicada en una colina llena de nubes y flores. Al tercer día de estar en la vela, pude notar que él se sentía mejor. Fuimos a recorrer los alrededores con un plato de ayote con dulce que luego se regó en mis piernas cuando nos revolcamos por el zacate. Con una sensación de vacío en el estómago y las piernas pegajosas, recorrimos árboles de marañón donde estaban sus tías y abuelas colgadas, todas ellas simpatizaban más conmigo que con él. 

Era el único hombre en este universo, donde todas sus ancestras reclamaban espacios de tiempo para contar cosas. Todas las historias que me contaron parecían interesantes pero incompletas. Supongo que a mi inconsciente no le alcanzó la imaginación para inventarlas, aun después de varios días rodando por la casa de sus papás. Esa energía femenina me hacía sentir acogida pero contrariada al mismo tiempo. En un campo vacío encontramos el cuerpo de su mamá, el cual estaba siendo consumido por pequeñas abejas, su piel cubierta de miel brillaba mientras sus ojos oscuros reclamaban atención. 

II

Desperté al cuarto día y no pude evitar recordar el día que fuimos al Rinconcito a comernos un pinto en la noche, como siempre hacíamos. En una servilleta, dibujé mi cuerpo dentro de una serpiente. Ahí estaba yo, contenida porque casi no había espacio. La figura de este animal parecía asimilar mi forma, pero tenía voluntad propia, yo no decidía hacía donde nos movíamos. Detrás de esa servilleta escribimos nuestros primeros y últimos acuerdos. Sinceramente no sé si yo me inventé todo esto o si realmente los escribimos juntos, solo sé que vos dijiste que sí a todo con tal de coger conmigo esa noche porque yo estaba triste. Creo que eso nunca lo perdoné, porque siempre que peleábamos esa imagen volvía a mi cabeza, hasta que un día no quise habitar más esa serpiente.  

Amanecí con dolor en las palmas y con las uñas clavadas en la piel. La serpiente, que ahora es mi amiga, llora en mi oído y me pide de vez en cuando que vuelva a refugiarme en su vientre. Yo considero ese sueño fúnebre como un recordatorio de que no quiero volver a sentir que duermo en una cama sucia. 

Fotografía de Quentin Schulz.