Samoa・Blog

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¿Qué es un hogar sino el lugar donde morirás?

Before I go in fast asleep
Love me for me
I bare my soul and now we're free


Kendrick Lamar, Mother I Sober


Mi mamá tenía 33 años cuando la vi llorando por primera vez. Se tropezó mientras tendía la ropa en un alambre que estaba a tan solo unos metros de donde pasaba el río Tempisque, en el patio de nuestra segunda casa en La Guinea, en Guanacaste. La casa anterior había sido un cámper que se alquilaba y era de nuestro vecino, un gringo que creo me enseñó a jugar Tonto. Recuerdo el rostro de mi mamá con el detalle a la vez profundo y opaco típico del trauma. Su caída en el patio sacudió cada molécula porque mi mamá lloró y me pidió ayuda y yo no supe qué hacer.

En mi cerebro preadolescente, asumo, estaba la adulta encargada de mi cuido en el suelo con nuestros papeles invertidos. Este fue quizá el primer momento en que caí en cuenta de que los padres, y las personas adultas por añadidura, no eran seres autosuficientes ni invulnerables y tampoco tenían las cosas resueltas. Conforme pasan los años regreso más a esa idea de verme convertido en el padre de mis padres. Ese alambre herrumbrado con ropa se extiende como en parábola hasta San José en el espacio y en el tiempo: ¿por qué es importante que el dolor signifique?

A mis diecisiete años, ya en San José, recuerdo haber entrado en la catedral de San Pedro buscando paz en un momento de crisis. Probablemente fue después de salir de clases de la universidad. Supongo que entré a buscar silencio y quizá la comprensión que suele acompañarlo. No sé qué buscaba. Recuerdo haber entrado con la intención de sacudir a algún poder superior que le diera forma o vocabulario a mi sensación de vacío y desencanto. Alguien o algo que notara o compartiera el dolor invisible de existir. 

Este año, conversando con mi mamá, me contó que ella hizo exactamente lo mismo cuando era niña, probablemente con las sensaciones de incomprensión y tintes de aislamiento que yo experimenté, como si viniera en la sangre. Esa tarde, mientras pasé sentado en una banca con un nudo en la garganta, una señora de cara amable pasó a mi lado y me entregó un papelito con una oración a la Virgen. 

El sufrimiento, entendido desde el cristianismo, sirve como un proceso de purificación y unión con Dios. Si algo nos enseña la pornomiseria de las historias de crucifixiones, decapitaciones, diluvios universales, fuego cayendo desde el cielo y trompetas es a ver el castigo y el sufrimiento como algo consustancial a la vida, y más aún: el sufrimiento como algo deseable. Esta es la misma lógica que no tiene problemas en decirle a adolescentes embarazadas que den a luz y que por favor saquen convenientemente la crianza del bebé de la discusión o que el sacerdocio es una vocación y la pedofilia es solo cuestión de algunas manzanas podridas. El sufrimiento no tiene remedio, porque nos acompaña desde que nacemos y nada lo cambiará (el argumento del Born This Way o el A quién le importa, de Alaska y Dinarama). Pero decir “así nací” es la negación de todas las circunstancias que realmente nos configuran y que definen nuestro sufrimiento y a nosotres mismes. 

Socialmente, entendemos el dolor emocional desde dos puntos muy opuestos: la patología esencialista, se habla de los famosos “desbalances químicos en el cerebro”, o la decisión personal. Usted está deprimide porque quiere, no sentirse bien consiste en un estilo de vida (el contraargumento del born this way). Ambos extremos dejan entrever la noción de que el dolor emocional es más grande que nosotros. Una verdad profunda, quizá obvia. Se plantea el dolor como algo tan grande y ubicuo que es innombrable o ausente, casi ajeno. Es como si el dolor tuviera la silueta de Dios.

El sufrimiento en nuestra realidad parece ser parte de la experiencia de estar vivo. Evidentemente, el pitch inicial de la mayoría de las religiones es este. No podemos erradicar el sufrimiento, pero el verlo, el sentirlo y el permitirlo en uno y en otros son la antítesis del neoliberalismo. Lo que intento decir es que parte del loop de trauma con el que cargamos socialmente conecta directamente con cómo abordamos el sufrir en un nivel muy íntimo, como formar parte de un mismo sistema circulatorio. Algo que se queda atrapado con vergüenza entre las paredes de un confesionario o en una barra de búsqueda en Google.

El trauma muchas veces se puede entender como algo que posee un estigma poderoso y que no se puede decir. Algo que irremediablemente terminará solo generando lástima y secretismo o burlas. Y aquello de lo que no hablamos o no procesamos, lo pasamos, dice la psicología pop. La psicología menos pop diría que la psique se queda atascada cuando experimenta un trauma, así busca protegerse de enfrentar aquello que la aqueja. Se intenta negarlo o, inconscientemente, revivirlo.

Frank Herbert decía que cargamos con la violencia de nuestros ancestros. Se siguen recetando y reproduciendo distintas formas de violencia en familias y comunidades. Es la historia del mundo desde que podemos contarnos historias. Y es el drama que se sigue actuando en nuestro país y fuera de este, pero empieza a nombrarse más, y esto enoja a todo tipo de personas, tanto las desesperadas como las esperanzadas responden llenas de ira mal disimulada: deje de llorar.

La generación Z quizá lo tiene más claro: hay bastantes notas y artículos sobre el modo en que las nuevas generaciones parecen usar la ironía y los memes para dar voz al dolor de crecer en este sistema económico o con las dificultades específicas de variadas enfermedades mentales y trastornos. No creo que sea coincidencia que por esto ahora existan tantos memes sobre depresión, suicidio, ansiedad, déficit atencional y salud mental y se hable más de estos temas cotidianamente. En Tik Tok me parece que se habla muchísimo más, al parecer, pero cada algoritmo es un mundo. La deuda mental para las nuevas generaciones es quizá más evidente que antes; han visto lo que no nombrar las cosas les ha hecho a sus familiares o seres más cercanos, y así con cada generación probablemente. 

Hay que mantenerse escéptico, no obstante. El humor irónico, después de todo, es otro mecanismo típico para no lidiar con aquello que nos causa dolor. Chistes sobre serotonina o sobre publicaciones que nos roban o nos dan serotonina se me vienen a la mente. Como si el dolor emocional se tratara casi exclusivamente de un switch o un mecanismo para el que solo se requiere una pildorita, como si la solución al dolor fuera no sentirlo del todo. Hay una suerte de sensación terrible de condena o impotencia en algunos de los memes, hay comedia muy buena también. No le llaman doomscrolling por nada, pero más allá de eso creo que este fenómeno en redes describe muy bien el estadio colectivo en el que más o menos nos encontramos como sociedad. O como dice Amanda Palmer: “El viaje es tan ruidoso que puede hacerte pensar que nadie está escuchando, ¿pero acaso no es bueno que podamos llorar al mismo tiempo?”.

Umair Kram, de la Universidad de Sheffield Hallam, propone que “aunque algunos pueden encontrar estos memes inquietantes, nuestra investigación encontró que las personas con depresión en realidad prefieren los memes que se relacionan con sus experiencias de salud mental. Esto podría deberse a que las personas con depresión en realidad usan el humor de una manera diferente, en parte debido a la forma única en que una persona con depresión controla sus emociones negativas”.

En la investigación encontraron que las personas con depresión tienden a catalogar los memes sobre depresión como más graciosos que aquellas personas sin depresión. Y algo más interesante es que las personas con depresión también encontraron que estos memes podrían mejorar el estado de ánimo de otras personas con depresión. Las personas sin depresión no lo vieron así.

“Durante tres décadas, la gente ha estado inundada de información que sugiere que la depresión es causada por un "desequilibrio químico" en el cerebro, es decir, un desequilibrio de una sustancia química cerebral llamada serotonina. Sin embargo, nuestra última revisión de investigación muestra que la evidencia no lo respalda”, sugieren la profesora Joanna Moncriff y el doctor Mark Horowitz, del departamento de Psiquiatría de la Universidad Central de Londres.

La teoría de la depresión de la serotonina se propuso en la década de 1960, agregan, y fue promovida con mucho éxito por la industria farmacéutica en la década de 1990, esto por el potencial comercial de una novedosa gama de antidepresivos conocidos como inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina o ISRS. La teoría tomó fuerza cuando fue respaldada por instituciones como la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, que aún argumenta: “Las diferencias en ciertas sustancias químicas en el cerebro pueden contribuir a los síntomas de depresión”.

Moncriff y Horowitz sugieren que muchísimos profesionales en ciencias de la salud repiten este mensaje en sus consultorios y medios masivos, y al público no le ha quedado más remedio que aceptar lo que le decían. “Y muchos comenzaron a tomar antidepresivos porque creían que tenían algo mal en el cerebro que requería un antidepresivo para corregirlo. En el período de este impulso de marketing, el uso de antidepresivos aumentó drásticamente y ahora se recetan a uno de cada seis adultos en Inglaterra, por ejemplo”.

Durante algún tiempo, académicos y psiquiatras han sugerido que no existe evidencia satisfactoria para respaldar la idea de que la depresión es el resultado de una serotonina anormalmente baja o inactiva. Otros continúan apoyando la teoría. Hasta el momento no ha habido una revisión exhaustiva de la investigación sobre la serotonina y la depresión que permita llegar a conclusiones firmes.

El dolor significa algo

Dejar de naturalizar el sufrimiento tiene implicaciones muy duras para el individuo, ya sea el entenderse como producto de violencia (histórico-social, sexual, colonial), asumir el carácter insidioso del trauma colectivo o familiar y la sensación de imposibilidad de comunicar cómo el dolor personal parece apuntar a algo perpetrado por un sistema de creencias. En estos tiempos, acercándonos más al individualismo exacerbado del capitalismo tardío, el sufrimiento se ve como una suerte de instrumento de autoayuda para alcanzar nuestro verdadero potencial o alguna mierda así. Lo paradójico de privatizar el dolor es que realmente se trata de una experiencia colectiva. Por eso creo que la autoayuda no es ayuda. ¿Si en una librería el género con más crecimiento es el de autoayuda, que dice eso de la sociedad que construimos?, ¿qué dice de los espacios que nos damos o nos reprimimos? 

Desde una perspectiva de género, el drama que se repite repercute en dinámicas familiares. Resulta estereotípico ver a hombres negando su dolor emocional mientras ignoran que si ellos no se encargan de sí mismos otras personas (probablemente mujeres) lo harán por ellos o sufrirán en consecuencia de ello. O en el mejor de los casos, mujeres que cargan con la falta de responsabilidad afectiva o con la negligencia emocional de sus parejas o con conductas autodestructivas y destructivas en sus relaciones. La violencia y la apatía se han convertido en el único lenguaje para expresar lo que sienten los hombres desde una masculinidad tradicional. La mayoría de los hogares costarricenses son monoparentales (liderados por mujeres) y ante enfermedades o condiciones crónicas es conocido que son las mujeres las que suelen encargarse de la responsabilidad que implica el cuido. 

Quizá una de las cosas positivas de la idea de que sufrir es universal es que supone también que el sufrimiento es algo que podemos compartir, entender y, casi revolucionariamente, es algo a lo que podemos ofrecerle un espacio tan solo para ser reconocido. Esto es lo que parece especialmente difícil en estos tiempos. La terapia, el arte y la literatura son herramientas para esto, pues sirven para hablar de nuestras realidades emocionales, propias o ajenas. Estas son historias que deben ser dichas o nombradas precisamente porque nos hacen ver lo que muchas veces no queremos notar, que realmente no sufrimos en soledad y que, como canta Kendrick Lamar, la maldición generacional se puede romper. ¿Qué es una historia sino el examen de un trauma?

James Baldwin una vez dijo en una entrevista para la revista Life que uno cree que el dolor y la angustia personales no tienen precedentes en la historia del mundo, pero luego uno lee. Agregaba: “Fueron los libros los que me enseñaron que las cosas que más me atormentaban eran las mismas cosas que me conectaban con todas las personas que estaban vivas, que alguna vez habían estado vivas”.

Uno de los relatos que encuentro más conmovedores de Baldwin es Sonny’s Blues. El cuento narra las experiencias de un profesor de álgebra afroamericano y su hermano, Sonny, un joven músico de jazz con problemas de adicción a la heroína, en Harlem, durante la década de 1950. El narrador describe la relación complicada entre él y su hermano, la batalla silenciosa de su madre y de su padre y cómo cada miembro asume y procesa su dolor, cómo se transmite y qué significa crecer a partir de este. La verdadera tragedia de sufrir no es experimentar el sufrimiento, sino que mientras sufrimos obviamos que la forma en la que crecemos a raíz de este es en comunidad. 

Lo anterior resulta más evidente para las minorías, como dice Baldwin: “la historia de cómo sufrimos, y cómo nos deleitamos, y cómo podemos triunfar nunca es nueva, siempre debe ser escuchada. No hay otra historia que contar, es la única luz que tenemos en toda esta oscuridad”.

El dolor tiene que significar algo. El dolor nos permite conectar experiencias que aparentan no tener punto de unión, y el sufrimiento más íntimo termina revelando su cara universal. El otro lado de permitir y darle voz al dolor brinda la oportunidad de empatizar con personas de otros géneros, generaciones, clase y características. Esa vulnerabilidad sospecho que contribuye a una relación más genuina con otres y con sí misme. Tampoco es absurdo pensar que entender por qué y cómo sufrimos contribuye a no perpetuar las formas de sufrimiento de las que fuimos víctimas o somos victimarios. La represión del dolor propio termina negando el ajeno, reprimir el dolor ajeno termina negando el propio. ¿Son esto las familias y los estados? ¿Cómo hablar de lo que no se habla?

Me pregunto qué haría si ahora me encontrara a otra versión de mí, al Gabriel en la banca de la iglesia, aquel que renunció a vivir, a escribir y a la identidad personal. ¿Qué le diría sobre mi educación formal o sobre el tener metas?, ¿qué le diría sobre las relaciones? A ese Gabriel me lo toparé viendo pies vecinos mientras espera el tren o en el reflejo de una ventana del bus, aún cargo con él bien adentro y aún no sabe qué hacer. Pero acompañarse en el dolor es donde se encuentra la intimidad más tierna.

Fotografía de Elle Hughes.