Pitcairn
No creo que haya podido explicarle todo a Carolina, tampoco creo haber entendido qué pasó. La primera vez que la vi distinta, distante, fue en la casa de un amigo. Al menos una vez al año, alguno de los cinco chicos que compartimos la universidad ofrece la casa para vernos y charlar del pasado. El día que fuimos a la casa de Juan algo le pasó a Carolina.
A decir verdad, ya desde que íbamos de camino la sentí distinta. Titubeó con algunas palabras. Tenía problemas con una de sus botas, se la quitaba y se la ponía, quejándose de no haber visto bien el precio, la talla o ambos. Incluso, en un semáforo, un señor más bien mayor, se acercó a la ventana a pedir una moneda y Carolina no le respondió. Se quedó mirando hacia el frente mientras la ventana subía lenta a su lado. Un gesto inédito en ella, que siempre se disculpaba por no tener monedas.
Ya en casa de Juan, comimos alguna cosa y nos tomamos alguna otra. Luego comenzamos a relatar anécdotas de nuestros días universitarios. Siempre las mismas. Siete u ocho historias a las que recurríamos para no darnos por enterados de que éramos como un grupo de islas separadas que habían formado parte de algo en algún lugar del tiempo, pero que ya no tenían nada en común.
Carolina era otra isla esa noche, más lejana aún. Tal vez por eso recordé que en nuestros días más políticos, en nuestras horas más militantes, ese grupo de amigos y yo habíamos diseñado un glorioso e hilarante plan para invadir una isla dentro de un grupo de islas que está lejos de todo: Pitcairn.
Para encontrar Pitcairn en un mapa hay que mirar a un punto medio entre Australia y Chile. En Adamstown, la capital de Pitcairn, habitan apenas cincuenta personas. Nueve familias en medio del océano Pacífico.
En un bar cerca de la universidad, ese grupo de tarados de 20 años pensamos que para poder liberar a nuestro país de la burguesía corrupta era necesario practicar. Mi amigo Pedro fue quien contó en casa de Juan con lujo de detalles aquel plan para risa de todos. Relató los pormenores, explicó la lógica detrás de la idea, el absurdo, los detalles, las sandeces, la ingenuidad y la pasión. Carolina sonrió durante todo ese relato y solo tomaba sorbos de su cerveza o miraba su teléfono cuando yo decía algo, como cuando dije: Pitcairn vendría a ser donde uno se va cuando dice: me voy para la mierda. La miré de reojo, la vi lejos.
Entendíamos de jóvenes que en Pitcairn había un único puerto, por lo que sería relativamente fácil invadir, tenía mucha lógica nuestro plan, queríamos liberar un país para practicar lo que luego sería la liberación del nuestro. No sabíamos nada de Australia o Nueva Zelanda, que aparentemente son la vecindad de Pitcairn. Yo apenas recordaba que la capital de Nueva Zelanda era Auckland. Mi primera novia se fue de intercambio a Auckland para aprender inglés, se llamaba Carolina también, por cierto. Sospechábamos que la liberación de Pitcairn no despertaría alertas hasta muy tarde. Australianos y neozelandeses, en el peor de los casos, se sentarían a negociar, pero luego pensarían: “no pasa nada, son 15 muchachos, que se queden ahí”.
Siempre he pensado de más, con más o menos éxito. Unos días después de esa cena, recogí a Carolina, se subió al auto y no me saludó, no se inclinó para darme un beso, no se acercó para abrazarme. Estaba un poco más lejos, tan lejos como Pitcairn.
Nosotros queríamos liberar Pitcairn no para darles algo, queríamos liberarlo porque para poder liberar del yugo capitalista transnacional a nuestro país era imperativo practicar.
Imaginemos la dificultad de planificar militarmente la liberación de nuestro país. ¿Habría que avanzar desde la cordillera por oriente como los cubanos? De ser así, ¿se uniría el campesinado a la campaña? ¿Nos quedaríamos en campamentos? Odio acampar. Desde mi primer año de universidad odiaba acampar. Odié incluso aquella vez que con Carolina viajamos a México y acampamos en otra isla: Chacahua.
En Chacahua pusimos la carpa justo frente al mar. Amanecíamos con una leve brisa y los pasos de trabajadores turísticos ofreciendo desayuno por la arena. Dormíamos, al menos yo, con la sensación de que la marea iba a subir e íbamos a perderlo todo. Ella estaba harta de mí, fueron cinco días muy largos en esa isla, tal vez si me hubiera terminado entonces habría tenido razón. No como ahora, no como los días después de hablar sobre Pitcairn.
Me quiero ir a Chacahua o a Pitcairn. Me quiero ir lejos de esta sensación. Fantaseo con ambas. Imagino que en Chacahua construyeron algún tipo de infraestructura turística, o imagino que Pitcairn, como de hecho es Chacahua, es una especie de enclave caribeño en el Pacífico, de arena blanca, de agua celeste y verde. Me quiero ir porque me hace falta Carolina, pero quisiera ir con ella y no me quejaría de acampar.
Volviendo a Pitcairn, ese mismo día otro de nuestros amigos, Lorenzo, contó que también barajamos invadir la Guyana Francesa. Recordó que esa adición al plan la pensamos en el bar Balcones, cerca de la línea del tren. Nos reímos de la música que escuchábamos, solo trova, solo revolución, aunque fuera el 2006. Ese bar ya no existe, alcanzamos a ir una noche con Carolina. Podría haber sido nuestra tercera cita, creo que le conté que lo frecuentaba, cuando sonó Sabina ambos nos reímos, porque nos gustaba, pero entendíamos que había envejecido mal, como mis amigos y yo, pienso ahora.
El dueño de ese bar se llamaba Ramón, era un trotamundos mexicano que había hecho de todo y tenía una malsana obsesión con la legión extranjera francesa y Elvis Presley. Fue él quien nos disuadió para no liberar la Guyana. Por supuesto tenía razón, la legión extranjera nos habría pulverizado.
Ahí también sonó Elvis, a quien a veces escuchábamos, y Carolina y yo estuvimos de acuerdo en que su mejor etapa sin duda era la de “gordo drogadicto”, cantaba hermoso. No creo que hoy pueda escuchar alguna canción de Elvis. Tal vez algunas muy puntuales, las que no escuchaba con Carolina.
Carolina y yo hablábamos mucho, por eso me sorprende que nunca le haya contado sobre las fantasías de liberar Pitcairn con un grupo de amigos. Por eso me sorprende que un día nada más dejamos de hablar y no sabemos por qué. Un día le conté que anduve en parapente y una ráfaga de viento me lanzó contra un pequeño bosque en el tope de una montaña. Ella me contó que por la zona de los Santos el auto de su padre derrapó y se fueron directo a un acantilado, donde una roca inmensa los detuvo justo antes de haber caído al vacío.
Las horas más largas de conversación que tuve en la vida fueron con Carolina. Llegó a confesarme un día que salimos de la ciudad para ver San José desde un mirador, que estuvo seis horas esperando a que le diera un beso, pero yo solo hablaba, y ella solo respondía y contaba, y me veía de una manera que me dejó de ver. Recuerdo que ese día cuando pensé en besarla me interrumpió una familia que decidió ir al mismo lugar para hacer una fiesta de revelación de género. Una de las razones para entrenar en Pitcairn la liberación de los pueblos puede ser para liberarnos de las estupideces como las “fiestas de revelación de género”. Ese día no le di un beso a Carolina, fue unos días más tarde.
Una situación mundana, la explico. Estábamos caminando por la calle. Me detuve para detallar un hermoso mural de un pequeño barco en medio de un oleaje espeluznante. Carolina avanzó, volvió sobre sus pasos, y me dijo: No parece que ese barco vaya a hundirse. No entiendo el sentido del mural, ¿qué significa? Que ante la peor tempestad uno sale adelante, eso es mentira. Sentí en sus palabras una sinceridad pasmosa y solo conseguí inclinarme y darle un beso. No lo aceptó del todo, tardó unos segundos que se me hicieron una eternidad para abrir levemente sus labios y corresponder, los dos abrimos un poco los ojos, siempre lo hicimos así, como conversar, hasta que lo dejamos de hacer.
Nunca he querido ver una foto de Pitcairn. Últimamente me produce un dolor intenso. He pensado en cómo sería mi llegada a Pitcairn. No se puede llegar en avión, ni en crucero. Cuando uno se acerca a Pitcairn, pienso, lo hace en una embarcación pequeña, si el mar estuviera siquiera algo parecido al del mural, la muerte en medio océano Pacífico sería segura. Eso me ha hecho pensar en cómo hará la gente de Pitcairn para ir a lugares. ¿Querrán ir a algún lugar? Yo ahora mismo no sé si quiero ir a algún lugar.
Ahora mismo quisiera que Carolina me mande una foto. Carolina solía enviarme todo tipo de fotos: una puerta en un pueblo, el monitor de un compañero de trabajo, un plato de comida o páginas o párrafos del libro que leía.
El primero párrafo que me envió era de un pasaje de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Era, si no me equivoco, un pasaje en que Juan García Madero está siendo humillado por María Font después de que acepta dinero de Quim Font. En defensa de María, García Madero, me parece, imaginó la humillación y en realidad María Font sí podía ofenderse.
Yo le pregunté a Carolina si ella se hubiera ofendido de haber yo recibido dinero de su padre. Le pareció una pregunta estúpida. Concuerdo. El padre de Carolina nunca me habría dado un peso. Yo, por mi parte, nunca lo invitaría a Pitcairn. No nos llevábamos bien. En alguna ocasión dije un comentario en un viaje al que él, a regañadientes, nos acompañó. “Creo que solo hay dos cosas que no me gustan, el chile y el queso que huele mal”. Un mes después nos invitó a comer a su casa y nos sirvió unos chiles rellenos de un queso azul que olía a odio. Carolina se rió de inmediato, en algún momento pensé que ella pudo haberse coludido con su padre, pero luego desestimé esa idea. A decir verdad, respeto mucho más a ese viejo cabrón por haber hecho eso y extraño la sonrisa de Carolina.
Pienso en ir a Pitcairn y conquistarlo yo solo. En Pitcairn solo producen miel. Aparentemente es la miel favorita de la realeza británica. Esto podría suponer un problema, quiero decir, si en efecto la Reina toma su té con un poco de miel y dicha miel sale de Pitcairn, es posible que al conquistar Pitcairn los ingleses tengan deseos de liberar lo ya liberado. No obstante, creo que los ingleses son un pueblo sensato. Antes de invadir empezarían a negociar tarifas. Una ocupación como la que haría de Pitcairn iría acompañada de un sesudo plan de gestión gubernamental. En el caso de la miel, negociaremos por un buen trato comercial con los ingleses. Les aseguraríamos, además, que Heroes de David Bowie sería el himno oficial de Pitcairn hasta que algún habitante de Pitcairn pudiera componer uno mejor
Carolina era más joven que yo, pero no una distancia insalvable, digamos, como la que hay entre mi casa y Pitcairn. La distancia era mucho menor, pero tal vez haya sido eso lo que no conseguimos remar. La primera vez que vi a Carolina estaba en un concierto al aire libre junto con algunos amigos. Carolina se recostó a un murito en la parte de atrás. Yo estaba justo a un lado de la banda, miraba lo que ellos miraban, por así decirlo. Ahí la vi, a lo lejos, y lo primero que pensé fue que era muy alta para mí, o mejor dicho, yo era muy bajo para ella. Creo que le hablé seis meses después cuando la vi bailando, ella me saludó por cortesía. Algún amigo en común teníamos. Volví caminando hacia la barra, pero ya ahí la vi mirarme dos veces. La primera se mordió el labio y levantó la vista, aduje que el mordisco al labio no era que me estaba seduciendo, pero la mirada sí era para mí. Luego me volvió a ver en una pieza un poco más lenta y siguió bailando, como dejó de prestar atención, golpeó a su amiga ligeramente y pasó algo de vergüenza frente a mí. Eso niveló el asunto, porque en realidad ella era más linda y graciosa que yo.
No me adelanto antes de visitar las islas, pero entiendo que Pitcairn, por encontrarse debajo del trópico de Capricornio, mantiene temperaturas estables de entre 25 y 35 grados. Un clima realmente amable si se tiene el mar rodeando absolutamente todo lo que uno conoce. Carolina era capricornio, he leído al respecto y parece que los signos de tierra se llevan mejor entre ellos. Nada tendría que hacer por ende un escorpio, agua, como yo, con una capricornio. Valga aclarar que tengo certeza de que esto no importa en lo absoluto y no tuvo nada que ver con la partida de Carolina, o al menos eso espero.
Ayer escribí una carta a la oficina de información de Pitcairn y me respondieron prácticamente de inmediato. El tono de la respuesta era amable, pero me sorprendió que se me sugiere no migrar a Pitcairn. La razón: cincuenta personas son suficientes para cubrir las necesidades y aprovechar los recursos. No obstante, la carta indica excepciones: si usted es fontanero o cocinero podríamos considerar su aplicación.
No cocino mal, tampoco bien. Tengo especialidades. Por ejemplo, tengo mi propia receta de pasta que se hace con chorizo. La clave está en picar el ajo muy finamente y ponerlo sobre la cebolla y el aceite de oliva. Carolina adoraba ese plato. No diría que soy un cocinero, pero creo que mi mínima competencia para la pasta y dos platos más sería suficiente para los habitantes de Pitcairn, que no tienen idea de que alguna vez con mis amigos pensamos en invadirlos. Que no tendrían idea de quién era Carolina.
No deben saber mucho de nada en Pitcairn, deben vivir en un estado de absoluta ignorancia de casi todo. No deben tener acceso a muchas cosas. No deben tener demasiadas conversaciones. No deben charlar en bares y no se deben dar besos en los que abren los ojos ligeramente por unos segundos. Eso sí, lo que más llamó mi atención es que en una isla, o sea, en un cuerpo completamente rodeado de agua, no hayan fontaneros. Es probable que el servicio de agua sea malo. Uno podría suponer que hay problemas de agua potable, salubridad e hidratación. Esta situación haría más factible la posibilidad de invadir. Pero será otro día, ahora mismo extraño mucho a Carolina, y no se lo he dicho, tal vez debería decírselo, debería decirle: Carolina, te extraño tanto que no quiero invadir Pitcairn.
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