Samoa・Blog

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Cuántas noches son esta noche

Finales de agosto en el aeropuerto. Llevamos tres años vi­viendo juntos en Granada. Mientras esperamos en la cola de embarque, pienso en nuestra casa e imagino lo que estará ocurriendo ahora mismo allí. En los sitios siempre suceden cosas sin que nosotros lo sepamos. ¿Qué ocurre, por ejem­plo, ahora en nuestro cuarto, en nuestra cocina, en nuestro salón? Imaginamos nuestra casa vacía, sin nosotros, pero no podemos contemplarla. ¿Existen verdaderamente esos espa­cios o solo reaparecen cuando volvemos a verlos? ¿Si dejára­mos de ver una calle, desaparecería de golpe? ¿Desaparecen los objetos de nuestra casa una vez que cerramos la puerta? ¿Llueve en un bosque cuando nadie puede verlo? Las casas en las que hemos vivido en la distancia son como árboles que se levantan sobre el paisaje, en vez de fantasmales, en nuestra mente, parecen lo bastante sólidas como para poder vislumbrarse, como si crecieran al saberse observadas, como diría William H. Gass ¿Cuántas casas caben en una casa? El mismo espacio se transforma, se rompe, empieza de nuevo cada año con sus idas y venidas, como nosotros con las mudanzas. Las habi­taciones hablan entre ellas, echando de menos a sus antiguos inquilinos, comparando sus costumbres y los sonidos que hacían, conocen a los mejores y a los peores, los momentos que repetirían y los que no. No es casualidad que haya que reformar una casa cada vez que alguien la deja, sus paredes se entristecen, se sienten abandonadas a su suerte, a solas con sus agujeros y el fregadero perdiendo agua, su piel se vuelve amarillenta como la nuestra con el paso del tiempo, no devolví a mi casa su juventud, sino su edad, escribe Gass, porque sabe que se echan a perder.

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Septiembre en Nantes. Nunca habías estado en Francia. Me siento cómodo enseñándote la ruta por pequeña que sea, desde la cabina del avión hasta la salida del aeropuerto, desde la zona de llegada hasta el parking, donde mi hermana y su novio nos esperan. Me siento seguro de todo. Permanecemos unos días recorriendo la ciudad, con ese placer que se siente cuando no conoces a nadie ni hace falta. Podrías escribir un poema sobre estos días, dices, y te contesto que en el fondo no querrías, porque nunca he sido capaz de escribir sobre los momentos felices, porque si soy feliz escribo menos y porque si alguna vez llegas a leer algo sobre aquellos días en Francia, nosotros estaremos lejos y no hablaremos, y todo sonará triste, como una canción francesa de los sesenta. Te equivocas, me dices, pero no fui capaz de escribir nada. Hasta ahora.

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Agosto, tarde, en casa de mi abuela. Mi abuela se está mu­riendo. Llevo una semana sin conseguir hablar con A, se ha ido a un pueblo en mitad de la montaña y ha desaparecido. Entro en una de las habitaciones y encuentro en un cajón un álbum de fotos, en ellas veo a mi abuela reírse mientras mi tía y mi madre nos balancean a mi hermana y a mí de niños en una manta de franela, utilizándola a modo de hamaca. La fotografía es del viaje que hicimos en coche hasta París. Hace calor en el salón, intento encender el aire acondiciona­do, pero el split no funciona. Mi madre y yo sujetamos a mi abuela, cada uno por un lado, y la mecemos para limpiarla y evitar que le salgan escaras en la piel. Ahora ella es la niña, sonríe de la misma manera que en la foto, aunque no sé si nos reconoce. Llevo las fotos al salón y se las enseño, están un poco estropeadas por el paso del tiempo. El sol asfixia la ciudad y a los que volvemos en verano. La persiana del salón también está rota. Tampoco eso lo conseguí arreglar.

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Madrugada en casa de mi abuela. Despierto sudando a mi­tad de la noche y noto mis manos convertidas en un nido de larvas. Entonces recuerdo cuando discutimos y me dijiste que las moscas serían nuestra única descendencia. Me levanto de la cama a fumar un cigarrillo asomado al balcón. Pienso en los hijos que nunca tendremos y de inmediato viene a mi miente la imagen del Renault 4 latas de mi abuelo y mi abuela, el coche estaba tan viejo y tenían tan poco dinero, que cuando se rompió el asiento del piloto, colocaron una caja de plástico de cervezas soldada para sustituirlo y po­der conducir. La ecuación era sencilla, si el coche aguantaba, aunque no anduviera más de cincuenta kilómetros, sus hijos podrían estudiar y llegar mucho más lejos. Con que el auto resistiera el trayecto que iba desde la ciudad hasta el pueblo, bastaba. Jamás pudieron ir a la costa. Hay noches de verano, como esta, en las que imagino a un bebé llorando, asfixiado por el calor del viaje, al que mi abuela coge en brazos al lle­gar a casa. Lo acerca a la nevera mientras lo mece para que se tranquilice. El ruido del electrodoméstico es una nana, su sonido es lo más cerca que estarán alguna vez del mar.

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Agosto en Madrid, 16:00. En mi pueblo, la canción del ve­rano es el canto de las cigarras y los borricos a la hora de la siesta. En Madrid es el ruido de los aparatos de aire acon­dicionado que cuelgan por fuera de las casas como cadáve­res de metacrilato con la piel de plástico recalentada; son como murciélagos blancos que aparecen por el día porque no entienden de tramos horarios, animales tan viejos y en­fadados que lloran haciendo sonidos agonizantes, como nosotros, los que permanecemos en esta ciudad en agosto. Verano en el interior del país significa una persiana bajada por la que todavía entra luz, aunque nos esforcemos en ne­garlo. El ruido de los burros por la noche, hace algunos años, implicaba una larga sequía hasta septiembre, es decir, estar solo, o lo que era peor, vivir con mis padres en medio de un páramo donde el corazón se secaba un poco por dentro. En Madrid, caminando por el barrio, ahora lo veo claro: los momentos tristes de una época son los felices de otra.

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Agosto por la mañana en el tanatorio. La familia a veces sirve para olvidar nuestra soledad. A menudo, pero no siem­pre. La soledad de cada uno se disimula cuando todos se reúnen, como un cuadro en el que cada personaje se sitúa en un término, pero comparten el mismo fondo veraniego: Mi madre, por ejemplo, obsesionada con que todo esté ordena­do, incluso en las fotografías que nos hacemos este día; mi hermana, llorando, casi más que nosotros en directo, a través de una pantalla porque vive en Francia a miles de kilómetros y porque por mucho que corra no llegará a tiempo antes de que incineren a mi abuela; mi padre, empeñado en ser el en­cargado de ir a por los cafés para poder comer algo sin que mi madre lo vea en el bar. El tanatorio tiene la forma de un barco. Al igual que las familias, pienso, barcos que se estan­can, que avanzan, que se hunden, que explotan, que llegan a veces con pasajeros de múltiples ciudades a buen puerto; un barco en el que cada tripulante nunca termina de comprender por completo el idioma del otro, aunque el viaje sea largo y a pesar de que durante más de veinte años naufragaran jun­tos alrededor de la misma mesa. Al volver del tanatorio me tumbo en la cama para descansar un rato. Intento poner la mente en blanco ¿Qué es lo que me da tanto miedo de los veranos? No es que siempre muera alguien en uno u otro sentido, porque este miedo ya existía antes de conocerte. Lo que me da miedo es que mi vida se convierta en un entierro interminable. Con el verano me pasa lo mismo que con el amor: cuando más me gusta es cuando se está yendo.

©️Fotografía: Angela Deane