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Flores en el suelo

Flores en el suelo

Llegué a Costa Rica esta vez apenas para la época de la flor de poró, cubriendo de anaranjado los árboles a los lados de la carretera. Me voy ahora en la época de los robles sabana de ramas apretadas con flores rosadas. Abajo de cada árbol, cuando se cae una flor, hay un mae con una máquina de motor de diésel listo para soplarla unos centímetros para allá o unos centímetros para acá. Como si no viviéramos en un caos absoluto de palos y hojas, ramas, semillas, frutas picadas por los pájaros y basura desparramada por las calles que nada más están esperando que empiece a llover, por fin, para irnos todos por la alcantarilla.

Me leí Monstruos, de Claire Dederer. Aparte de ser muy bueno en términos de crítica cultural, me quedé con la idea esa de volverse el monstruo artístico. Para una mujer, volverse el monstruo es abandonar a los hijos, de una u otra forma, para poder escribir. Como yo no tengo hijos, abandono a todos los demás. Para peores, a veces escribo mucho sobre lo que sufro escribiendo. Lloro, me da rabia, me siento inadaptada y estúpida, mi español se ha ido a la mierda. Mi déficit atencional me levanta de la mesa doscientas veces por hora. Entonces, ¿por qué lo hago?, se preguntará el lector. Porque no me queda de otra. Porque nunca he sentido que pueda hacer nada más. Esto es todo lo que tengo y, si me despego de esto, queda mi cabeza flotando sin rumbo en el espacio como un satélite obsoleto y abandonado. Si no escribo no estoy haciendo nada y, si no hago nada, entonces lo mejor sería ponerme a hacer oficio y a lavar la ropa. Si no escribo no tengo excusa para cerrar la puerta y estar sola todo el tiempo, ignorando a las personas y el trabajo que me paga las cuentas y los vegetales pudriéndose lentamente en el cajón de la refrigeradora.

Alexy y yo tenemos una conversación breve por Zoom, a la que él se conecta desde la parte de atrás de su camioneta. En el techo ha pegado unos pósteres con paisajes futuristas de colores imaginados por las matemáticas. Una cinta de luces led ilumina el marco del techo y hace todo parecer como una sección de la Estación Espacial Internacional. Esta es su unidad móvil de hacker viajero. Me imagino sus cargadores solares, sus varios repetidores e interceptores de señal, sus VPN portátiles, sus cámaras, un montaje original para su teclado mecánico. Clic clic y música electrónica. Alexy va de camino por una carretera larga y plana a ver si puede llegar a tiempo para observar un lanzamiento espacial, aunque sea de lejos. No es la primera vez, ya me ha enseñado fotos con su entusiasmo desmedido de niño ruso que quiere ser cosmonauta. Hablamos un ratito y al otro día recibo una foto de un paisaje natural espectacular, unas montañas leves, un cielo de nubes artificiales, una línea despidiéndose hacia el espacio.

En San José es bueno ser una señora anónima. La relativa invisibilidad de la edad mediana es una capa protectora. Camino por todas partes evitando la literal mierda en las aceras, pero aparte de eso nadie me jode y no llamo la atención. Ya nadie me toca el culo en el bus o en la acera de la avenida segunda. Ahora yo y mi bolsa de compras y mi cara sin maquillaje y mis canas sin teñir me dan acceso al exclusivo club de las señoras de cierta edad, las dueñas de esta ciudad escandalosa. En las tiendas o en el mercado hablo solo con otras señoras, que me explican cosas importantes y otras absurdas. A algunas no les entiendo nada, pero algunas sonríen cuando les sonrío, como si las dos supiéramos algo. En la banca de un parque urbano, una señora sola se toma una cerveza discretamente envuelta en una bolsa y se fuma un cigarrillo a media tarde. Qué envidia. Me monto en un bus destartalado en el que estoy segura de que ya viajé en 1997, y en el asiento de al lado una señora lleva un perrito sobre el cual descarga una potencia maternal de quince kilotones. Una trata de convencerme de votar en contra de una ley que pretende operar a los chiquitos para hacerlos gays. Yo le digo que estoy a favor. Una señora me lleva en Uber hasta mi casa y me cuenta que el menor acaba de entrar a la universidad y que no sabe cuándo es el momento de dejar de ir a recogerlo de sus clases todos los días, y yo le digo que él le avisará, sin duda, y ella se prepara para ese golpe al corazón. 

Me siento en uno de esos escritorios de estudio individual en el segundo piso de la Biblioteca Carlos Monge, por primera vez en aproximadamente 600 años. Está llena de lo que, para mí, claramente son infantes. Estos niños soñolientos están siempre buscando un lugar para dormir. Hay una pequeña área de juegos adornada con una alfombra de pastito artificial, donde están todos tirados haciendo una siesta. Otros duermen en los escritorios, sobre un cuaderno. Otros se retuercen en los sillones, encontrando una forma de acomodar sus cuerpos desproporcionados. Los espacios más buscados, claramente, son  aquellos que están cerca de un enchufe. ¿Tenía yo tanto sueño a esa edad? Posiblemente, porque dormía poco en las noches, en las que me pasaba en la calle enamorándome de algún tonto, o en mi casa, leyendo algún libro inútil o conectada a un módem de 128 kbps esperando a que se conectaran mis amigos de IRC. Tenía la ventaja de no tener teléfono, de estar totalmente ilocalizable de las 9 a. m. en adelante, en peligro de algo, años enteros de un tiempo totalmente indocumentado. Qué maravilla.

En la entrada del Eugene O’Neill se congrega un grupo con edad promedio de unos 60 años, que debo decir está del lado joven de los amantes de la ópera. Es temprano y se puede desayunar antes de venir a la transmisión en vivo desde el Met de Nueva York. Afuera venden galletas y café en vasitos de papel. Por fin llega el momento de entrar a la sala y todos buscamos nuestros asientos numerados. Empieza la obra y está sin subtítulos. A los quince minutos de la transmisión flota en el aire una sospecha terrible: vamos a tener que tirarnos tres horas de esta vaina sin entender nada, en el francés cantado del siglo dieciocho. Una señora sentada en la fila detrás de la mía ya no soporta más y se levanta a despabilar a la gente de proyección, que finalmente activa los subtítulos en español, para el alivio general. Hubiéramos aplaudido todos, pero en la ópera, en el cine, no se aplaude. En el intermedio, mientras todos hacemos fila para el baño, muchos hablan de Nadine Sierra, una soprano que está de moda por ser no solo increíblemente talentosa y buena actriz, sino también bonita y joven, lo que la califica para muchos roles protagónicos. Nadine hace caras, pucheros, da besos apasionados, se ríe y acaricia a su Romeo y tiene miedo, sufre y sufre. Nos encanta no solo que cante como un pájaro de oro, sino que ande por ahí en su vestido plateado siendo una heroína romántica sin contención, exagerada. Por otra parte, en el intermedio hay un microcorto de una cineasta cuyo nombre no recuerdo. En el corto vemos a una niña, posiblemente de 14 años, como era la Julieta histórica, tomarse alguna cosa de una botella de agua y disponerse a morir plácida en la nieve. Eso es todo. La gente de la sala queda un poco horrorizada: excesivo.

De regreso en el hemisferio norte tengo mucho frío. Todo me huele raro, especialmente mi propia casa. Limpio en profundidad para espantar a quién sabe qué misteriosos habitantes que la han ocupado en mi ausencia, dejando sus olores de fantasmas. Las plantas sobrevivieron (no todas), las cuentas están hechas una pirámide de papel en un escritorio, el perro me saluda con desmedido entusiasmo, igual que si me hubiera ido hace diez minutos. El segundo día empieza a caer granizo, que es como una lluvia que te odia más y quiere darte de pichazos. Los amigos, los padres, otra vez lejanos. 

Romper el agua

© Samoa,