Apuntes de autoayuda para buenas perdedoras
1. Están todas las fotos que nos tomamos juntos: él, yo, las mascotas. Una en la que salimos abrazadísimos. La selfie que nos hice cuando cayó dormido antes de la medianoche en una fiesta de fin de año. Nuestras tazas de café sobre la mesa, con un frasquito de jugo de manzana lleno de pomas y astormelias. Las manos entrelazadas con vista a la ciudad, desde la terraza del hotel en el que pasamos nuestra noche de bodas.
2. Quien crea que el tiempo lo cura todo no se ha separado para siempre de sus gatos. Las mías aparecen en los regazos de gente que no conozco, como cucharadas de sal sobre una herida abierta. Recuerdo una tarde en la que llovía torrencialmente. Yo estaba de espaldas a la ventana y el viento frío me golpeaba las escápulas. Frente al monitor, trataba de encontrar las palabras para decirle que lo mejor iba a ser divorciarnos cuanto antes. Llegó un momento en el que el agua se metía a latigazos con las ráfagas violentas. Pero yo estaba aún más fría por dentro. No me di cuenta de que me encontraba completamente a oscuras hasta que un rayo iluminó el cielo y golpeó el cableado eléctrico afuera de mi casa. Sentí miedo. Me sentí profundamente sola.
3. Llega un día en el que la certeza cae, literalmente, como un balde de agua fría. Digo «literalmente» porque, al caer, el corazón se libera de un peso enorme y una se siente leve. Y porque en serio la sensación es de gotas heladas que perforan, como agujas, la espalda, la cabeza, los brazos, los muslos. Las plantas de los pies. Créanme: todas nos preguntamos si habremos fracasado para siempre. No es culpa nuestra. Da igual tener veinticinco o cincuenta años: no es un asunto de nosotras. Ni siquiera es un asunto de cómo lo abordamos, ni de cómo nos trata la gente a nuestro alrededor una vez que se enteran. Se trata de una suerte de apropiación, de convertirse en la evidencia tangible de un error milenario, en el recordatorio de que, efectivamente, nada es para siempre.
4. Hay un momento decisivo en la narrativa del desamor: ese en el que, desconsoladas, frente al armario abierto, nos preguntamos en voz baja y temblorosa: «¿quién soy yo ahora?». La del pasado es otra. La del futuro es una desconocida que estamos comenzando a construir a punta de recuerdos y anticipaciones. Porque una no es, definitivamente, la que ya fue. Una se siente un poco como el acumulado de sus fracasos. Y eso tampoco es culpa nuestra. Es, otra vez, la evidencia del error que seguimos cometiendo, el recordatorio de que lo que se hace una y otra vez de la misma forma no tendría por qué generar resultados diferentes.
5. Cuando llega la calma, una se mira al espejo y se repite, tal vez con un poco de desesperación, que el universo es infinito. Que a nadie le importa. Que si alguien le importara, es para bien. Que un día, después de muchos días, la alegría va a ocupar de nuevo el espacio vacío y que, como escribe Juan Tallón, «las pérdidas poseen de bueno el agujero que dejan». Que es momento de reinventarse. De reconocerse en esa nueva otra que es una misma. Un buen día la narrativa de una misma deja de ser en función del otro. O de la pérdida. O del agujero que queda con la pérdida.
6. Pensemos en ese acto de rebeldía que es la pérdida. Es extraño cómo nuestra relación con la pérdida se parece a la que desarrollamos con la muerte: hay una suerte de latencia. Una sensación de fatalidad, una inminencia: ahí está, todos los días, dibujada sobre nuestra cabeza, convertida en abismo a nuestros pies, la posibilidad de perder. Y sin embargo, en vez de habituarnos, resistimos con obstinación infantil. Sabemos que eso que está ahí, a la vuelta de la esquina, es la amenaza del vacío. Eso, el vacío, es aquello a lo que rodeamos como polillas que golpean incansablemente una lámpara encendida. Nos obsesiona tener cosas porque nos obsesiona perderlas.
7. En el primer capítulo de Thrown, Kerry Howley camina por Des Moines sola, huyendo de sus colegas del congreso de filosofía al que asiste, y termina en una jaula de peleas ilegales en la que conoce a Sean, uno de los protagonistas de su historia. En él, la fascinación por la pérdida se construye sobre la base de una especie de valeverguismo consciente: tres, cinco, ocho minutos en la jaula, golpes, llaves, choques de articulaciones, de huesos, heridas abiertas, sudor, el aroma de la sangre. Un breve espacio en el que la pérdida se convierte en aquello que llena el agujero. Una totalidad inmensa, imposible de narrar, fascinante. La narradora entiende de golpe, frente a esa fatalidad perenne, el sentido último de la vida: «Aunque creo que el espectáculo de una pelea exitosa existe en un espacio inaccesible para cualquier texto escrito –de hecho, creo que cualquier espectáculo es inalterablemente disminuido por la expresión–, también creo que nada puede extender la existencia temporal de la pelea (aunque sea débilmente) como un recuento escrito fiel a lo observado».
8. Comencé a entender la vida como el movimiento del diafragma. Las decisiones, las acciones y las pérdidas nos expanden o contraen de manera antojadiza, y un día podemos terminar en una pequeña habitación oscura, sin gatos, con todo lo que tenemos metido dentro de tres cajas conseguidas rápidamente en el supermercado de la esquina. Un día hizo frío y sentí frío. Otro día tuve hambre y comí. Llegó la esperada mañana en la que quise sonreír y lo hice. La pérdida y yo somos una: somos el agujero que llenamos con aquello que se quiera.
9. Observar y escribir. Salvarse, así, de una misma. Hacer el recuento de las pérdidas ajenas, para recordar que las propias no son excepcionales. Que la excepción es, precisamente, el triunfo permanente. Entregarse contraintuitivamente a la pérdida es quizás la única manera rentable de sobrevivir a una historia que nos obligan a contar en función de lo que vamos dejando de ser. Lo que no tenemos miedo de perder es lo que podemos entregar con mayor franqueza. Amemos, entonces, igual que entran los peleadores a la jaula. Que de nosotras se diga: amó como si no tuviera nada que perder. Como peleaban todos los que se subieron al ring contra Sugar Ray Leonard. Amó valiente.
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Imagen de Édouard Manet.