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La historia universal

La historia universal

Érase una vez un hombre que moraba junto a un camposanto.

Pero no, no siempre fue un hombre; en este caso en concreto, se trataba de una mujer. Érase una vez una mujer que moraba junto a un camposanto.

Aunque, francamente, hoy en día nadie usa ese término. Ahora se le llama «cementerio». Y ya nadie dice «moraba». En otras palabras:

Había una vez una mujer que vivía junto a un cementerio. Todas las mañanas, al levantarse, miraba por la ventana trasera y veía…

La verdad es que no. Había una mujer que vivía junto… —no, en— una librería de segunda mano. Vivía en la primera planta y regentaba la librería que ocupaba toda la planta baja. Allí se sentaba, día tras día, entre despojos de libros de segunda mano que se extendían en montones y estantes a lo largo y ancho de unas estancias alargadas y angostas; los libros apilados se alzaban, vacilantes como torres desarraigadas, hacia el yeso desconchado del techo. Aunque sus lomos hundidos, o arrugados, o todavía vírgenes estaban desvaídos por años de una luz anónima ya inexistente, todos habían sido nuevos en una ocasión, y alguien los había adquirido en una librería llena de otros volúmenes resplandecientes. Ahora estaban todos aquí, con demasiadas respuestas posibles a la pregunta de cómo habrían acabado sepultados en el polvo que moteaba el aire donde la mujer solitaria, en este día de invierno, percibía el peso de todos ellos, de las cubiertas cerradas sobre tantos millones de páginas que quizá nunca volviesen a abrirse.

La librería estaba al final de una bocacalle, en el centro de una pequeña aldea que en verano visitaban unos pocos turistas. Los negocios habían disminuido considerablemente desde 1982, año en que la Reina Madre, de aspecto frágil y sosteniéndose el sombrero con una mano para que no se lo llevara el viento, había inaugurado la carretera de circunvalación que agilizaba la entrada en la ciudad y dificultaba sobremanera detenerse en aquella aldea. Después había cerrado el banco, y finalmente también la estafeta de correos. Quedaba una tienda de ultramarinos, pero casi todos iban a comprar en coche al supermercado que estaba a diez kilómetros de distancia. El supermercado también vendía libros, aunque solo tenía unos pocos.

De vez en cuando alguien entraba en la librería de segunda mano para buscar un libro que habían mencionado en la radio o en una reseña del periódico. La mujer solía disculparse porque no lo tenía. Por ejemplo, ahora era febrero y hacía cuatro días que no entraba nadie. En ocasiones, una o un adolescente aficionado a la lectura se apeaba del autobús de las cuatro y media que cubría la ruta entre la aldea y el pueblo, abría tímidamente la puerta de la librería y alzaba la vista con ese deleite que se percibe incluso desde atrás, en el espacio entre los hombros y el ángulo de la cabeza, cuando alguien contempla la infinita promesa de los libros. Pero se trataba de algo que no sucedía desde hacía mucho tiempo.

La mujer estaba sentada en la tienda vacía. Atardecía y pronto caería la noche. Vio una mosca en la ventana; era una época temprana del año para las moscas. Aquella voló en triángulos sesgados hasta posarse en El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald para calentarse al débil sol de finales de invierno.

O… no. Un momento:

Había una vez una mosca que descansaba brevemente en un viejo libro en rústica de una librería de segunda mano. Se había posado para calentarse un poco antes de alzar de nuevo el vuelo, lo que haría de un momento a otro. No era una mosca especial ni inusual, ni tampoco de una especie interesante, como sería una mosca asesina, o una mosca holocéfala o predadora, o una mosca danzarina, o una mosca cernícalo, o una mosca abeja, o una mosca hematófaga o chupasangres. Ni siquiera era un tábano, ni un moscardón, ni una moscarda. Se trataba de una mosca doméstica común, una Musca domestica Linnaeus de la familia de los dípteros, lo que significa que tenía dos alas. Se había posado en la cubierta del libro y respiraba tranquilamente por sus espiráculos.

Había iniciado su existencia como huevo de menos de un milímetro de largo depositado en el montículo de estiércol de una granja situada a dos kilómetros y medio de distancia, y se había transformado en una larva sin patas que se alimentó del estiércol donde había nacido. A continuación, debido a la llegada del invierno, se había arrastrado unos cuarenta metros a base de pura contracción muscular para hibernar durante casi cuatro meses en la arenilla que rodeaba la base de una pared, bajo varios metros de heno amontonado en el granero. La fugaz mejoría del tiempo del pasado fin de semana había ocasionado que rompiera la parte superior de la crisálida y saliese transformada en mosca de seis milímetros de longitud. Tras extender y secar sus alas bajo una cornisa del granero, había esperado que su cuerpo se endureciese en el inesperado aire primaveral procedente de las Baleares. Aquella mañana había entrado en el resto del mundo por una diminuta rendija del techo y había zigzagueado durante un kilómetro y medio en busca de luz, calor y alimento. Cuando la mujer que regentaba la librería había abierto la ventana de la cocina para que saliera el vapor del almuerzo, la mosca entró volando. Ahora mismo excretaba y regurgitaba, que es lo que suelen hacer las moscas cuando descansan en la superficie de las cosas.

Para ser exactos se trataba de una mosca hembra, de cuerpo más alargado y ojos rojos y rasgados más separados que los de un macho. Sus alas eran membranas finas, perfectas y delicadas, surcadas de venas. Tenía el tórax gris, seis patas con cinco articulaciones flexibles y unas cerdas minúsculas le cubrían las patas y el cuerpo. Tenía rayas de terciopelo plateado en la cabeza. Su larga boca acababa en una trompetilla con la que absorbía líquidos y licuaba sólidos como el azúcar, la harina o el polen.

Justo entonces sorbía con su probóscide la fotografía de los actores Robert Redford y Mia Farrow que ilustraba la cubierta de la edición de El gran Gatsby publicada por Penguin en 1974. Pero allí no había apenas nada de interés, como os podéis imaginar, para una mosca doméstica que necesitaba urgentemente alimentarse y reproducirse, que es capaz de transportar un millón de bacterias y transmitir de todo, desde diarrea común hasta disentería, salmonela, fiebre tifoidea, cólera, poliomielitis, ántrax, lepra y tuberculosis; y que percibe que en cualquier momento un depredador puede atraparla en su red o aplastarla con un matamoscas o, si sobrevive, que también el frío puede extinguirla en cualquier momento, y con ella a las diez generaciones que es capaz de engendrar este año y a los novecientos huevos que pondrá, si tiene ocasión, en los veinte días de vida media de una mosca doméstica común.

No. Un momento. Porque:

Había una vez, en el escaparate de una apacible librería de segunda mano de una aldea que ya casi nadie visitaba, una edición de Penguin de 1974 de la novela clásica norteamericana El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald. Tenía ciento ochenta y ocho páginas numeradas y era la vigésima edición de Penguin de esta novela en concreto; en 1974 se había reimpreso tres veces, una popularidad que se debía en parte a la película, basada en la novela, que se había estrenado aquel año dirigida por Jack Clayton. Su cubierta, antaño de un amarillo intenso, había perdido casi todo el color antes de llegar a la tienda. Al estar expuesto en el escaparate, el libro se había desvaído más aún. En el fotograma de la cubierta, adornado con un marco estilo años veinte, Robert Redford y Mia Farrow, los protagonistas de la película, también se veían desvaídos, aunque Redford estaba de lo más apuesto con su gorra de golf y a Farrow, tocada con un sombrero de ala ancha muy favorecedor, le sentaba bien el efecto sepia que el movimiento del sol y la luz proyectaba casualmente en el cristal.

Aquella novela la había comprado por primera vez en 1974, por treinta peniques en una librería de Devon, Rosemary Child, de veintidós años, que había sentido el impulso de leer la novela después de ver la película. Dos años después Rosemary se casó con su prometido, Roger. Unieron sus libros y donaron los que tenían repetidos a un hospital de Cornualles. Una calurosa tarde de julio de 1977, Sharon Patten, una joven de catorce años con la cadera rota, inmovilizada en una cama del pabellón 14 y aburrida porque Wimbledon se había terminado, la seleccionó del carrito de la biblioteca del hospital. A la hora de las visitas, a su padre le había complacido ver el libro en su mesa, y aunque ella abandonó la lectura a media novela, la había conservado allí, junto a la jarra de agua, durante toda su estancia, y luego se la había llevado furtivamente a casa cuando le dieron el alta. Tres años después, cuando ya no le importaba lo que su padre pensara de ella, se la regaló a su compañero de clase David Connor, que quería estudiar Filología inglesa en la universidad, diciéndole que era el libro más aburrido del mundo. David lo leyó. Era perfecto. Como la vida misma. Todo es hermoso, todo está perdido. Iba a clase citándose párrafos del libro. Dos años después, cuando se trasladó al norte para estudiar en la Universidad de Edimburgo, ahora como un joven maduro de dieciocho años, seguía admirándolo, como dijo varias veces en el seminario, aunque le parecía un poco adolescente y creía que la infravalorada Suave es la noche era la auténtica obra maestra de Fitzgerald. Su tutor, que todos los años tenía que corregir unos ciento cincuenta pésimos trabajos de primer curso sobre El gran Gatsby, asintió sabiamente y le puso buena nota en el examen. Después de licenciarse con matrícula de honor y encontrar trabajo en recursos humanos, vendió todos sus libros de la universidad por treinta libras a una chica llamada Mairead. A Mairead no le gustaba la filología inglesa —no tenía respuestas adecuadas— y decidió estudiar Económicas. De modo que volvió a venderlos, por mucho más dinero que David. Vendió El gran Gatsby por dos libras, un precio seis veces superior al original, a una estudiante de primer curso llamada Gillian Edgbaston. Esta consiguió no leerlo jamás y lo dejó en los estantes de su casa de alquiler cuando se mudó en 1990. Brian Jackson, propietario de la casa, lo guardó en una caja que permaneció cinco años olvidada bajo el congelador del garaje. En 1995 su madre, Rita, vino a visitarlo, y mientras ordenaba el garaje de su hijo descubrió la novela en la caja abierta, tirada en la gravilla del jardín. ¡El gran Gatsby!, exclamó. Hacía años que no lo leía. Su hijo la recordaba leyendo esa novela aquel verano, dos antes de su muerte, con los pies encima del sofá y la cabeza sepultada en sus páginas. Su madre tenía en casa una habitación llena de libros. Cuando murió, en 1997, él los guardó en cajas y los donó a una sociedad benéfica. La sociedad benéfica seleccionó los que consideraba valiosos y distribuyó el resto en cajas de treinta libros variados de tapa blanda, a cinco libras la caja, que subastó entre las librerías de segunda mano de todo el país.

Cuando la mujer de la apacible librería de segunda mano abrió la caja que había comprado en la subasta, soltó un suspiro de hartazgo. Otro Gran Gatsby.

El gran Gatsby. F. Scott Fitzgerald. También una gran película. El libro estaba en el escaparate. Las páginas y los bordes amarilleaban debido al tipo de papel de la antigua colección de Penguin Modern Classics; por naturaleza, eran libros que no duraban. Ahora había una mosca posada en el libro, al débil sol del escaparate.

Pero la mosca alzó el vuelo repentinamente porque un hombre había introducido la mano entre los libros del escaparate de la librería de segunda mano para coger aquel en concreto.

Ahora bien:

Había una vez un hombre que introdujo la mano en el escaparate de una apacible librería de segunda mano ubicada en una pequeña aldea para coger un ejemplar usado de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald. Hojeó las páginas del libro mientras se dirigía al mostrador.

¿Cuánto vale este, por favor?, preguntó a la mujer de aspecto gris.

Ella lo cogió y comprobó la cubierta interior.

Una libra, respondió.

Aquí dice treinta peniques, dijo él, señalando el dorso.

Ese es el precio de 1974, dijo la mujer.

El hombre la miró. Le dirigió una sonrisa preciosa. El rostro de la mujer se iluminó.

Bueno, como está muy desvaído, se lo dejo por cincuenta peniques.

Hecho, dijo él.

¿Quiere una bolsa?, preguntó ella.

No hace falta. ¿Tiene más?

¿Más libros de Fitzgerald?

Sí, mire en la F. Acabo de…

No, repuso el hombre. Me refiero a si tiene más ejemplares de El gran Gatsby.

¿Quiere otro ejemplar de El gran Gatsby? Quiero todos los ejemplares que tenga, respondió el hombre, sonriendo.

La mujer se dirigió a las estanterías y encontró cuatro ejemplares más de El gran Gatsby. Luego se dirigió al almacén de la trastienda para comprobar si tenía más.

No hace falta, dijo el hombre. Ya me arreglo con cinco. ¿Dos libras por todo el lote? ¿Qué me dice?

Su coche era un viejo Mini Metro. El asiento trasero estaba sepultado bajo un mar de diferentes ediciones de El gran Gatsby. El hombre sacó algunos ejemplares de debajo del asiento del conductor para que no resbalaran hasta los pedales mientras conducía y arrojó los libros que acababa de comprar al montón, sin siquiera mirarlos. Arrancó el motor. La siguiente librería de segunda mano estaba a 10 kilómetros, ya en la ciudad. Hacía dos viernes, su hermana lo había llamado desde la bañera. James, estoy en el baño, le había dicho. Necesito El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald.

¿Que necesitas qué?, había dicho él.

Ella se lo repitió. Necesito cuantos más, mejor.

De acuerdo.

Trabajaba para su hermana porque le pagaba bien; su hermana tenía una beca.

¿Te lo has leído alguna vez?, le había preguntado ella.

No. ¿Tengo que leérmelo?

Y seguimos navegando, barcas contracorriente, arrastrados sin cesar hacia el pasado. ¿Lo captas?

¿Y qué me dices del dinero para gasolina, si tengo que ir buscando libros de aquí para allá?, preguntó él.

Te he dado quinientas libras para que compres quinientos libros. Si los consigues por menos, te quedas el cambio. Y te pagaré doscientas libras más por las molestias. Barcas contracorriente. Es perfecto, ¿verdad?

¿Y el dinero de la gasolina?

Te lo daré, había dicho ella, suspirando.

Porque:

Había una vez una mujer que mientras se daba un baño llamó a su hermano para que le consiguiera todos los ejemplares de El gran Gatsby que encontrara. Después sacudió las gotas del teléfono, lo dejó a un lado sobre la alfombrilla del baño y volvió a meter el brazo en el agua porque se le estaba enfriando.

Quería reunir los libros porque hacía embarcaciones de tamaño natural con materiales que no se utilizan para construir embarcaciones. Tres años atrás había construido una barca de un metro de eslora con narcisos que su hermano y ella habían robado con nocturnidad de los jardines particulares de todo el pueblo. La había botado y había embarcado en el canal de la localidad. Casi de inmediato el agua le llegó a los tobillos, luego a las rodillas y luego a los muslos, hasta que acabó con el agua helada a la cintura y los narcisos desenmarañados flotando a su alrededor.

Sin embargo, una pequeña multitud se había congregado para ver el naufragio y la historia no solo había atraído a los medios locales, sino que también atrajo cierta atención nacional. Con el patrocinio de Interflora, que le pagó lo suficiente para prescindir del subsidio de desempleo, botó otra barca de metro y medio de eslora elaborada con flores variadas, desde azucenas hasta campanillas de invierno. También se hundió, pero esta vez grabó el naufragio para un proyecto de arte y le concedieron el importante encargo de construir más embarcaciones singulares. Durante los últimos dos años había elaborado embarcaciones de tres y cuatro metros de eslora con caramelos, hojas, relojes y fotografías, y las había botado con gran ceremonia en diferentes puertos del país. Ninguna había durado más de veinticinco metros de navegación en el mar.

El gran Gatsby, pensó en la bañera. Recordaba el libro de su adolescencia, y mientras permanecía sumergida en el agua angustiándose sobre cuál sería su próximo proyecto para que no le retirasen la beca, de pronto se le ocurrió.

Es perfecto, se dijo. Seguimos navegando. Esa última frase del libro. Sumergió los hombros en el agua para que no se le enfriasen.

Y así, puesto que ya hemos llegado al final:

La embarcación de dos metros de eslora construida con ejemplares de El gran Gatsby encolados con sellador resistente al agua se hizo a la mar en primavera en el puerto de Felixstowe.

El hermano de la artista reunió más de trescientos ejemplares de El gran Gatsby, desplazándose entre Gales y Escocia. En algunos de los lugares que visitó sigue siendo difícil adquirir un ejemplar de segunda mano de esta novela. Pagó exactamente un total de ciento ochenta y tres libras con cincuenta. Se quedó el cambio. Asimismo, como hombre acostumbrado a lavarse las manos antes de comer, no le afectó ningún residuo regurgitado por la mosca en la cubierta del ejemplar que adquirió en la apacible librería de segunda mano.

Este ejemplar en concreto de El gran Gatsby, con los nombres de algunos de sus propietarios escritos uno debajo del otro en la primera página con diferentes caligrafías —Rosemary Child, Sharon Patten, David Connor, Rita Jackson—, se encoló en la proa de la embarcación, que permaneció a flote unos trescientos metros antes de empaparse de agua y hundirse.

La mosca que aquel día se había posado en el libro pasó la noche descansando sobre el portalámparas y volando a más de metro y medio sobre el nivel del suelo. Eso es lo que suelen hacer las moscas de noche, y esta no era una excepción.

A la mujer que regentaba la librería de segunda mano le alegró muchísimo vender a aquel joven sonriente todos sus ejemplares de El gran Gatsby. Mientras reemplazaba el del escaparate por La divina comedia de Dante, lo hojeó y salió polvo. Quitó el polvo de las páginas y también del mostrador. Contempló la suciedad que le manchaba la mano. Ya era hora de limpiar todos los libros, zarandeándolos uno a uno. Tardaría hasta bien entrada la primavera. Ficción, luego no ficción, luego todas las subcategorías. Estaba de buen humor. Esa misma noche empezaría por la letra A.

La mujer que vivía junto a un cementerio —al principio, ¿os acordáis?— miró por la ventana y vio…, ah, pero esa es otra historia.

Y, por último, ¿qué fue del primero, el hombre con quien empezamos, el hombre que moraba junto a un camposanto?

Vivió una larga vida, feliz, desdichada y azarosa durante muchos años, antes de morir.

Relato incluido en La historia universal. © Nórdica Libros, 2019. Todos los derechos reservados.

Traducción de Magdalena Palmer.

Fotografía de Masaaki Komori.

El redentor

Episodio 5: «El perro se comió un libro de Knausgård»

© Samoa,