Otra ciudad en la luna
Más que una reseña a destiempo, esto podría tomarse como un reclamo a todos y a nadie, un alegato que busca ser declaración de principios. Nunca se habló lo suficiente de Teoría del caos, de Alexánder Obando; de hecho, nunca se habló lo suficiente de ninguno de sus libros, a pesar de lo mucho que se dijo y se rumoró y todo lo que se atacaron en su momento y aún hoy. Siempre se pasó por alto —a pesar de las hordas de lectores que decían acudir a ellos jadeando de admiración e incluso botando espuma de pura rabia— el voltaje destructor que su escritura lleva puesto, un blindaje peligroso que advierte, grita y muerde, sobre la extenuación de la literatura costarricense —y centroamericana, ¿por qué no?, ¿quién conoce algo similar a lo suyo en un Istmo dominado por Sergio Ramírez?— en sus formas más elementales. Algo advierte José Ricardo Chaves en el prólogo a Las voces de la sirena (su antología de literatura fantástica costarricense cuyo segundo volumen, según parece, nunca se concretó) sobre el realismo endémico que padece esta literatura y cómo el rastreo de textos que se sumerjen, así sea oblicuamente, en el fantástico es todo un dolor de cabeza para el pesquisidor. Así, la literatura de Obando —y la del mismo Chaves en un tono completamente distinto, más asimilable por su plegamiento a las formas, digamos, canónicas de narrar y su aderezamiento con los polvos mágicos de alguna justificación teórica o preocupación social— hizo irrumpir perturbadoramente no solo los mundos fantásticos y las pesadillas más sanguinarias, sino también una escritura que ponía en crisis las bases mismas del sempiterno principio realista-endémico.
Es imposible y completamente innecesario resumir aquí todos los apelativos que en su momento ganó El más violento paraíso, primer libro de Alexánder en ser publicado: enorme cuentario, novela dionisíaca (¿se puede ser más obvio?), novela posmoderna (¿por qué los ilustrados de manual le dicen posmoderno a cualquier cosa que los moleste?), novela-sobre-la-violencia-como-motor-de-la-historia (sí se podía ser más obvio), anti-novela (ídem), no-novela (ídem), etc. (Véase el prólogo de Juan Murillo a la edición de Lanzallamas). El punto es que hay algo en la escritura de Alexánder (no en sus novelas o cuentos o poemas, distinciones prácticamente superfluas en su caso) que no deja de perturbar más allá de los temas que escoja o los cuadros desoladores que describa. La escritura de Obando es un perturbador infatigable.
A menudo he escuchado decir que Teoría del caos no es el mejor libro de Obando. Pero, ¿en qué sentido podría hablarse de lo mejor y lo peor en una escritura que parece impulsada, precisamente, por una voracidad que trasciende la imposición de juicios morales de este tipo? Porque resulta ya un lugar común decir que los juicios sobre lo bueno y lo malo, lo elevado y la basura, más allá de las preocupaciones de mercado, se traducen en la desesperación por trascender, son juicios en honor a la posteridad, siempre falsos. Existe un peso imposible de quitar cuando se escribe sobre cualquier libro, sea para denostarlo o para alabarlo. Ese peso de la particularidad puede apenas intentar balbucear razones y justificaciones frente a los otros, lanzar transmisiones de la medianoche como las de W. Burroughs, según dijo Ballard. De manera que no puedo hablar de Teoría del caos como el mejor o el peor libro de Obando, de hecho esa discusión me tiene sin cuidado, hay escrituras que simplemente la dejaron atrás y se entregaron al impulso frenético de crecer, de hacer llover sobre mojado (pienso en César Aira, en Joyce Carol Oates, en Terenci Moix, en Alberto Laiseca, en Stephen King). La escritura que transita desde El más violento paraíso hasta Teoría del caos, pasando por Canciones a la muerte de los niños y esa lección magistral sobre la melancolía que es Ángeles para suicidas, es expansiva, diseminada e incontenible, un continuum palpitante con entradas que son salidas, pasadizos que van a ninguna parte y por tanto directo al ojo del huracán. Puedo hablar de la escritura de Obando como un problema no solo ineludible para todos aquellos que, desde esta lengua de tierra, quieran sentarse a escribir algo relacionado o no con los géneros que nutren su imaginario (el terror, la ciencia ficción, la fantasía, las atmósferas noir), sino como un problema irresoluble, implacable, que muchas veces escupe a la cara, envuelta en entrañas viscosas, la pregunta sobre el futuro: ¿cómo escribir después de esto?
En el capítulo 6 de El más violento paraíso, titulado «Constantinopla», el sultán Mohamet II contempla los despojos que ha dejado la batalla por la ciudad, él ha vencido finalmente, «es hora de recoger el viejo cadáver y dejar fundado un nuevo imperio», se dice. Y esa sentencia es la que la escritura de Obando arroja sobre sus predecesores y contemporáneos, también la deja caer encima de los que vendrán. En ella se esconde la pregunta por el futuro. Eludir esta pregunta, que encalla en todas partes como los cadáveres de los desdichados comensales del Restaurante La Vía Láctea, eso se ha hecho desde entonces. En medio de los elogios y el culto, de las acusaciones y el franco plagio, el infatigable perturbador queda neutralizado, reducido a esa condición de petrificación progresiva que resguarda el título de «escritor de culto» o «novela de culto». No basta poner una calcomanía cajonera o conformarse con las clasificaciones por género que hace una editorial (podríamos jugar a hacer un tráfico de fragmentos entre todos los libros de Alexánder y tal vez no se altere gran cosa), ni tampoco, aun con todo el mérito y la utilidad que acarrea consigo esta tarea, desmantelar las sucesivas capas de referencias que se enmarañan en los diferentes textos esperando, tal vez, saber cómo y, sobre todo, de qué están hechos. Pero importa poco saber de qué están hechos ante la fractura que plantean. Además, los materiales están siempre mostrándose, no se ocultan, no hay en estos textos una especie de compartimiento secreto destinado a la estirpe de los lectores profesionales.
Hay algo que siempre me ha resultado curioso en la forma en que la escritura de Obando, el corpus que la forma hasta ahora, interactúa con el panorama de la literatura costarricense. No hablo de su interacción con cierta idea de literatura nacional marcada como «oficial», hablo de su relación con la literatura que pertenece, presuntamente, a su misma calaña, lo que Carlos Cortés bautizó en La gran novela perdida como «narrativa contraconsensual». Según Cortés, el momento dorado de la narrativa contraconsensual costarricense se ubica en la última década del siglo XX, termina en el año 2000. Títulos como Asalto al paraíso y El año del laberinto, de Tatiana Lobo; Paisaje con tumbas pintadas en rosa o Los susurros de Perseo, de José Ricardo Chaves; La loca de Gandoca, de Anacristina Rossi; Los peor y Única mirando al mar, de Fernando Contreras, o los cuentos de Uriel Quesada publicados en esa década sobresalen en ese momento de ruptura. Como sus antecedentes inmediatos en las décadas de los 80 y los 70, resaltan los nombres de José León Sánchez, Virgilio Mora y las novelas de tema abiertamente político de Julieta Pinto, Gerardo César Hurtado y Quince Duncan. En este nuevo canon contraconsensual, El más violento paraíso, aparecido en 2001, entra a regañadientes y no solamente por un problema de calendario: todas las novelas contraconsensuales, incluyendo sus antecedentes y los añadidos a posteriori, tienen claro su lugar en la historia y la política del país y la región y su literatura, lejos de toda pretensión onanista o escapismo menor, está férreamente comprometida con hacer de lo personal un suceso histórico y político. Es decir, la novela contraconsensual está atada a las anclas de esa entidad extraña llamada tema, hay en ella retumbos de un arte imitativo, reflejo casi, y una manera de hablar de las posibilidades para canalizar la experiencia artística hacia lo político que huele demasiado a cadáver añejo. Incluso cuando se concentra en las cuestiones que atañen a la escritura misma, al dramatismo del discurrir indetenible del lenguaje, se trata de novelas convencionales como Los susurros de Perseo. José Ricardo Chaves, en el epílogo a su novela Faustófeles, habla de saldar una deuda con la prosa en la literatura costarricense, siempre tan descuidada en este aspecto, y Los susurros de Perseo fue la novela con la que pretendió pagar. Aunque es una novela oscura y su prosa tiene momentos maravillosos, no es más que otra novela demasiado común, formada a partir de la pura acumulación sucesiva.
La escritura de Obando abandonaba por completo la pretensión de recrear los dramas personales en el teatro supremo de la Historia (su forma de saltar al amplio espectro de lo político es más compleja que eso) y repelía por completo, aunque sin prescindir de las referencias a una geografía ubicable por la mayoría en un territorio nacional, la asunción de una pertenencia nacional. De una manera similar a la de José Donoso —según explica Diamela Eltit en un artículo sobre El obsceno pájaro de la noche— Alexánder no estaba interesado en refundar y explicar, a través de la mera denuncia, un espacio nacional o regional común. Su gesto es radicalmente anti-fundacional, por decirlo de algún modo. Esto, aunado a la disolución de las fronteras entre géneros y la incorporación de elementos literarios provenientes de géneros caídos en desgracia por estos rumbos, no podía menos que terminar por expulsarlo del parnaso de los rebeldes. El mismo Cortés se declara enemigo de la experimentación en la literatura, algo que para Obando sería impensable.
De modo que su inclusión en la lista, bajo el disfraz de una explosión carnavalesca y violenta en la literatura costarricense de la novela gay, pasa por mero requisito, una especie de ajuste de cuentas con la corrección política. Incluso, en una entusiasta separata incluida en el libro, Cortés admite en su paraíso rebelde a Jorge Méndez Limbrick, un escritor cuyas novelas negras —somníferos teñidos de clichés góticos— dan la sensación de que estamos, a pesar de todo, en un territorio de formas harto conocidas y muy heterosexuales, hay que decirlo. Conviene recordar, además, que Méndez Limbrick es uno de los opositores más acérrimos a la literatura de Obando.
Hay en Teoría del caos un cuento que leo como un manifiesto personal, aunque estoy seguro de que Alexánder jamás lo pensó así. Mientras el 21 de setiembre de 2005 yo cumplía doce años, se escribía o se terminaba de escribir “I want to believe”. No es una pieza particularmente deslumbrante, pero tiene todo lo necesario para haberse convertido en un pequeño texto amado. Bajo el lema de los desesperados cazadores de vida extraterrestre, el relato cuenta la obsesión del pequeño Alekis con las películas y cuentos de terror. Por las noches, tras ver y leer, padece horribles terrores nocturnos. Su mamá y su hermano mayor deciden quitarle las películas y los cuentos. Tristeza inmensa para el niño, cuyos terrores nocturnos no merman a pesar de la ausencia de lo que parecía estimularlos. Tiempo después, al cumplir 12 años —como los cumplí aquel miércoles—, Alekis pide que le regresen sus tesoros y estos le son devueltos. Algo sabe ahora sobre los demonios propios y ajenos y sobre la embriaguez que produce la invocación del miedo. Este círculo indetenible entre la incertidumbre y el vértigo que termina por arrojarnos al descampado del miedo es lo que se repite una y otra vez, como una tonada fija, en la escritura de Alexánder. Contradictoria consigo misma y vulnerable a pesar de su aparente cáscara oscura, su literatura es, creo firmemente, la más viva entre todas las que hay en este pedazo de tierra. Leerlo es intentar comprender el vértigo de la caída y quedarse para siempre ansiando la caída misma, deshecha toda esperanza de explicación o respuesta. Estas de nada sirven en el mundo obandiano. Somos como el narrador confundido que sigue a Clivus a través de la casa grande:
Yo salgo de noche para cruzar el patio.
Miro las historias de tantos seres del pasado y de pronto entiendo el itinerario de esta antigua casa.
Como el tren de juguete de la habitación de Omestes, su ruta es eternamente circular.
Cada noche muriendo en el patio bajo la lluvia.
Cada madrugada escondido entre las sombras de la casa.
Nunca se quiere dejar atrás esta casa encantada. No en vano el primer título que ostentaba el cúmulo de textos de El más violento paraíso era «La casa de Dionisos». La misma casa de paredes y puertas que se encogen sobre el cuerpo horrorizado de Alekis hasta matarlo brutalmente en “Madera de troles”. ¿El mismo Alekis de “I want to believe”? Me gusta creer que sí. El mismo niño que descubrió el terror en el cine y los cuentos —cuando estalla el primer vidrio de su chalet está leyendo a otra experta en casas asesinas: Shirley Jackson— y vive lo suficiente para morir dentro de uno de esos cuentos (recuérdese la referencia a “Continuidad de los parques”, de Cortázar).
¿Cómo escribir después de todo esto? Induciéndose pesadillas cada vez más intensas, claro. Pensando que de alguna manera todavía insospechada, puede fundarse otra ciudad en la luna tras recoger el viejo cadáver putrefacto. Escribiendo el puro vértigo, el miedo puro de no poder escribir después de todo esto. Repitiendo en la oscuridad, tiritando, que yo quiero creer.
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Fotografía de M. Wrona.