Esperando a Filomena
Esquina: Passeig de Pujades con carrer de Nápoles. Viernes 8 de enero, 2:06 p. m. - 3:06 p. m.
Días de letargo que se acumulan en semanas y semanas. La ciudad camina lentamente, bajo un cielo que apenas hace por iluminarse. Quisiera no mencionar ya-se-sabe-qué, pero la realidad gira en torno a ello. Ahora antes de salir de casa, además de mirar el pronóstico del tiempo, hay también que revisar las restricciones que corren para el día. Este fin de semana, por ejemplo, cierran todos los comercios salvo los esenciales (supermercados, farmacias y poco más).
Estoy en la terraza del Restaurant del Barri, la cual miro a diario desde el balcón de mi piso, frente a la inmensidad de la Ciudadela. Hace un mes intenté sentarme aquí y escribir esta columna, iba a tener tintes navideños, pero la bomba de ansiedad que cargaba esa tarde me condujo al fracaso. En un par de horas, había sucedido esto: la Seguridad Social me llamó para darme el alta médica tras dos meses de ocio que se habían vuelto insoportables (me iba a la cama alcoholizado y llorando sin razón), y cuando le comuniqué la buena nueva a la compañía donde trabajo, en un mail me incitaban, al borde de la amenaza, a tomarme las vacaciones que tenía acumuladas. Entonces compré un tiquete para volar a Costa Rica. En dos días, más de dos años después, volvería a ver a mi familia. Pasaría Navidad con ellos, acariciaría a mis mascotas, tomaría agua de pipa.
Estaba procesando eso aquella tarde en esta misma terraza, con mi Huawei a punto de explotar a punta de mensajes, intentando al mismo tiempo tomar notas para esta columna, hasta que mi compañero de piso pasó para irnos de cañas y celebrar mi viaje inesperado.
Días de letargo en los que parece que nada sucede, pero así y todo, aquello fue hace solo un mes. Hoy mi estado de ánimo es otro, modo zen activado, disfrutando de mi vuelta al trabajo (que no me gusta) y de la rutina. Anhelamos el ocio, pero una vez que nos llega no sabemos qué hacer con él. Es como ponerle un T-bone a tu perrito que toda la vida ha comido Ascan.
Saco lentamente mi libreta, el lapicero, el libro que estoy leyendo y dirijo la mirada al camarero. Una caña, por favor. Amo las sillas de esta terraza, acolchadas, relucientes, deben de estar entre las mejores de la ciudad. El Restaurant del Barri es un nombre que le hace justicia. Los camareros llaman por su nombre a los niños del vecindario y suele verse siempre a las mismas personas comer por aquí. Me cuesta imaginarlo antes de ya-se-sabe-qué, pleno de turistas. Yo solo he venido por algún café y alguna caña, y hoy me apetece el risotto que se me ha insinuado en un par de ocasiones desde el menú pegado en la pared, pero ya veremos, que estoy también en modo ahorro. El camarero es muy amable, te trae la caña como si acabaras de firmar una póliza.
Echo un ojo a mi libro. No termino de conectar con los ensayos de Fabián Casas, hay algo en su ritmo que me parece lejano, pero de vez en cuando me animan líneas como esta: «Hay en los poemas de Madariaga una tensión emocional que hace que uno se lo imagine –mientras los componía– manipulando material nuclear».
Una perrita hermosa, regordeta, interrumpe mi lectura. Va con un collar rosa chillón, atrás la siguen sus amos, que la dejan caminar libre, con la correa suelta. La perrita levanta la cabeza para verlos a cada metro que avanza. Cuando hacen eso me dan ganas de llorar. También cuando esperan afuera, mirando el interior del supermercado, a que el amo regrese. El Kafka de los perros escribiría un cuento en el que el amo nunca reaparece tras las puertas automáticas.
Una señora llega a pedirme dinero sujetando un vaso de cartón. Le digo que no tengo monedas, lo cual en esta ocasión es cierto, pero se trata más bien de una respuesta que tengo automatizada y de la cual siempre me arrepiento. ¿Por qué no puedo darles dinero? Debo pensar en ello.
La terraza del Restaurant del Barri está llena, pero nadie come, salvo una pareja con niños que ordenó unas bravas. Los bares y restaurantes solo pueden abrir al desayuno y luego entre 1 p. m. y 3:30 p. m., así que supongo que la gente salió a tomarse las cañas que no podrá disfrutar el fin de semana. También han de andar cautelosos, rindiendo los euritos, lo que me aleja del impulso por el risotto. Se habla ya de una tercera ola, pero yo siento que sigo surfeando el túnel de la primera. Mi vena periodística cada tanto se inflama y sueño con caer en una conferencia de prensa para preguntar: «Don Simón, ¿qué es una ola de covid? ¿Cuándo surge y cuándo muere?».
Escucho conversaciones sobre Filomena y sobre el asalto al Capitolio, los dos temas que se colaron en la agenda noticiosa esta semana. Se agradecen. Que el año comenzó mal, se quejan algunos, en vez de disfrutar esas imágenes en la tele que no saldrían ni del mejor Pynchon. En cuanto a Filomena, hay alguna probabilidad de que traiga nieve a Barcelona. Me cuentan que hace unos cuatro años sucedió, una tenue capa se podía ver sobre la playa, aunque desaparecía con el roce de los dedos. También he visto fotos de plaza Cataluña cubierta de blanco hace diez años. Anoche, mientras veía Six Feet Under (qué serie, por Dios santo), me asomaba cada tanto a la ventana esperando el milagro. Es tal la desidia de estos días que anhelamos un poco de caspa cayendo del firmamento. Ojalá que, de suceder, sea antes del toque de queda.
A las 2:44 p. m., algo de acción: una pareja pasa discutiendo mientras cargan las bolsas del supermercado. «Es una falta de respeto que delante de la gente me digas...», le dice ella a él. No logro escuchar más. Ordeno otra caña. Una señora elegante se detiene frente al reflejo de los cristales del Restaurant del Barri y se acomoda su cabello. Un hombre carga en su bicicleta una bolsa de tela de Amazon Prime. Mascullando algo de español, le ofrece ropa al camarero. «Es nueva», le aclara. «Las tiendas están cerradas», le recuerda. Un adolescente pasa con un pantalón holgado. Se detiene para rascarse la entrepierna y en el movimiento visualizo un bulto en su media izquierda. ¿Mota para esperar a Filomena?
Son las 3:06 p. m. Seis grados centígrados y el rayito de sol que me caía se ha disipado. Restan 21 minutos para acabarme la segunda caña en compañía de Casas. El risotto tendrá que esperar.
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