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Caminatas de sonámbulo

Caminatas de sonámbulo

Hoy, nuevamente, salí a caminar de madrugada y no me acuerdo. Esta ocasión fueron cuatro mil doscientos pasos, nada deleznable considerando que recién me despierto. Mientras sirvo el café, hago números: la cantidad equivale a un recorrido de treinta minutos de marcha plácida. O a un trote vigoroso de quince. O a una huida desesperada de ocho. Esta última equivalencia no se la comparto a mi esposa, que se preocupa. La situación, y perdonen el chiste fácil, me tiene inquieto. Por una parte, desde que adquirí esta costumbre, llegar a los diez mil pasos diarios se me ha vuelto considerablemente más sencillo; basta con que vuelva caminando del trabajo para completarlos. Pero no puedo negar que me gustaría tener algún recuerdo del esfuerzo realizado; a fin de cuentas no es cualquiera el que se levanta a las tres de la mañana, a 10 grados de temperatura, para salir a marchar, trotar o huir.

Por alguna razón, o muchas, me viene a la mente “El Caminante”, de Ray Bradbury. En el cuento, Leonard Mead camina de noche, bajo la luz plateada de una luna que corre líquida por las carreteras abandonadas. En los diez años que lleva saliendo, nunca se topó con nadie. Mientras camina, mira las casas en derredor, todas en penumbra, y se pregunta qué estarán haciendo los de adentro. Leonard Mead gusta tanto de sus caminatas que hasta cambió sus botines de tacón por zapatillas, así no llama la atención indeseada de los perros callejeros. En su trayecto, se entretiene recogiendo esqueletos de hojas caídas y pensando. Además, en cada intersección debe decidir hacia dónde enfilar. No que eso importe: Leonard Mead no tiene destino. Cada tanto, eso sí, exhala el aire helado que llevaba dentro de los pulmones y que se los hacía titilar como dos árboles de Navidad cubiertos de nieve e iluminados por la luz de la nostalgia. Del cuento me queda esa imagen: dos árboles de Navidad miniatura y de cabeza, emplazados en la caja torácica de un hombre sin rostro. Cuando mucho, pienso, los cuentos pueden aspirar a que sus lectores se lleven consigo una o dos imágenes memorables. Es decir, mis caminatas de sonámbulo ni para cuento sirven. A menos de que me invente las imágenes.

A todo esto, no he parado de servir café y hace rato que la taza se rebalsa. El líquido superfluo cae directo sobre mis pantuflas, que lo absorben como esponjas. Intento alzarlas, pero pesan demasiado. Mi esposa se preocupa; cada vez que me ve así de ensimismado concluye que se trata de una estela epiléptica. «¡Está hirviendo!», digo para demostrarle que mis sentidos siguen alerta y no tengo ninguna intención de echarme al suelo a convulsionar tan de mañana; pero en realidad estoy pensando en mis caminatas de sonámbulo y en lo parecidas que son a «los episodios». En ambas instancias, lo último que hago conscientemente es colocarme supino. De ninguna me quedan recuerdos. Por lo menos de las convulsiones vuelvo en mí con dolor muscular.

Mis intentos por tranquilizar a mi esposa parecen haber hecho todo lo contrario: dirigieron su atención hacia las pantuflas. Ahora está asustada. Me pregunta qué me pasa, que si me siento bien, que si estoy mareado, porque si estoy mareado tendría que apretar la panza. Como siempre, me subo la camisa y le muestro donde aprieto la panza, pero sus preguntas lo que hacen es devolverme a Bradbury: a Leonard Mead, en la noche que narra el cuento, lo detiene la policía –la única patrulla que queda en la ciudad– y lo interrogan. No pueden entender qué diablos hace un escritor caminando de noche por la ciudad vacía. Su conducta es, cuando menos, sospechosa, y las respuestas que da a los policías solo sirven para incriminarlo. ¿Y si en la madrugada detuvieron a mi yo sonámbulo?, pienso angustiado. ¿Cómo pudo haberse dado esa interacción?

«¿Nombre completo?», le preguntan. Son dos policías japoneses, mediana edad, imberbes, chaleco vinílico demasiado grande, pistola ajustada al cinto con uno de esos cordoncitos en espiral que tenían los teléfonos de antes.

«Andrés Aguilar Quesada», responde, con una voz que no es la mía.

«¿Profesión?».

«Sonámbulo».

«Eso no es una profesión…».

«En mi país, sí».

«¿Qué hace caminando, así vestido, a estas horas de la madrugada?».

«No lo sé, tendría que preguntármelo en la mañana, cuando me levante».

«¿A qué se refiere?», y veo donde el más fornido de los dos se lleva la mano al arma.

«Me refiero a que podría ser que esté caminando, corriendo o huyendo. Y como no les puedo dar una respuesta en firme, prefiero que me lo pregunten una vez que esté despierto».

«¿Huyendo? Caballero, ¿se encuentra usted en peligro? De ser así, indíquenos qué sucedió, nosotros podemos ayudarlo. Para eso estamos».

«Andrés, ¿por qué estás hablando en japonés? Bueno, en algo que intenta sonar como japonés...». A pesar de estar a punto de largar el llanto pensando que estoy por colapsar, mi esposa no puede evitar recriminarme lo abandonado que tengo el idioma. Ella practica todos los días, yo la miro desde mi esquina del sofá con una envidia paralizadora, incapaz siquiera de abrir Duolingo. Y no le falta verdad: de haberse dado esta interacción entre mi yo sonámbulo y las autoridades, es evidente que mi yo sonámbulo tiene un dominio del idioma que yo no podría ni soñar. Quizás, la rutina de mi yo sonámbulo es más elaborada de lo que creía. No se trata de una caminata y ya, sino de una vida completa, en la que él (si voy a contemplar esta hipótesis, tengo que dejar de considerarnos el mismo) practica idiomas, se ejercita, pasea, conversa con policías; en fin, se la pasa bomba. A menos de que esté huyendo… (no puedo olvidarme de esa posibilidad: podría ser que esté huyendo).

«Podría ser que esté huyendo», le digo a mi esposa con un hilo de voz, como implorándole. Ella estaba por llamar a la ambulancia, pero ahora devuelve el teléfono a la mesa. «¿Huyendo? ¿Quién? ¿De qué?». Me lo pregunta con esa inflexión que, según ella, oculta que está ofendida. «Mi yo sonámbulo, podría ser que esté huyendo», insisto, como un imbécil. «¿A qué te referís?». Veo como le cambia la expresión del rostro y aparece la temible arruga del entrecejo. «Solo hay otra persona en esta casa de la que podrías estar huyendo, Andrés, ¿qué estás intentando decirme?». Y de pronto todo encaja. Es tan obvio que parece de manual: las salidas de mi yo sonámbulo son expresiones inconscientes de mi deseo –imposible de apalabrar o siquiera contemplar en la vigilia– de escapar de mi matrimonio. Ahora sí estoy mareado. Me tomo el café de un trago. Me arde la lengua. Me vienen mil ideas a la cabeza. Proyecto un millón de escenarios. Ahí estoy, regresando a casa de mi madre, divorciado a los 32 años, con epilepsia, sonámbulo y posiblemente recién contagiado de coronavirus tras las cuatro o cinco escalas del vuelo Tokio-San José. Solo queda una cosa por hacer, un pataleo de ahogado.

«Gabi, necesito que revisés tu teléfono. El contador de pasos...».

«¡Otra vez con el contador de pasos! Ya te dije que tenés que llevarlo a la tienda, Andrés, tu teléfono es viejo, debe tener mal calibrado el…».

«Gabi, es importante; el contador de pasos».

Seguro nota que el asunto es serio porque me entrega el aparato. Abro la aplicación. Ahí están: a las 3 a. m., tres mil doscientos pasos. Respiro aliviado. ¿Mil menos que yo? Eso es fácil de explicar: a Gabi le gusta caminar pero se aburre rápido. Esta vez, además, fue la mejor decisión; dio media vuelta antes de que aparecieran los policías.

Fotografía de Arganka Yahya.

'El infinito en un junco', de Irene Vallejo

Esperando a Filomena

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