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El gig de sicario: sobre The Killer, de David Fincher

El gig de sicario: sobre The Killer, de David Fincher

Con claras alusiones (irónicas) a Le Samouraï de Melville, The Killer, la última película de David Fincher, disponible desde hace unas semanas en Netflix, arranca introduciendo brevemente a un asceta del sicariato (Michael Fassbender) mientras se prepara para realizar un “trabajo” más. El sicario es blasé, como todo especialista, y tiene una filosofía ad hoc que le sirve para autojustificar la moralidad de sus actos (en resumen: un darwinismo salvaje, libertarismo tipo el-pobre-es-pobre-porque-quiere). Este discurso, amalgama de todas las perogrulladas new age, así como el pseudoyoga que practica para mantenerse afilado, recuerda al misticismo zen de Delon en Le Samouraï, hasta que el sicario de Fincher menciona, como de pasada, que, para su trabajo, “antes rentaba Airbnb, pero ahora, a causa de la excesiva vigilancia en estos, prefiere lugares abandonados” (cito de memoria). ¿Cuáles? En este caso, un espacio de coworking de WeWork.

El detalle está cargado: WeWork es uno de los más sonoros fracasos de la llamada gig economy, y hoy sobran oficinas de esta empresa (actualmente en bancarrota) en distintos estados de dilapidación en algunos de los barrios más caros del mundo. A partir de ese instante, y del primer punto de giro de la película, se instala la analogía que estructura el resto: el sicario como trabajador freelance, alienado, sin derechos laborales ni conciencia de clase; un trabajador más de la gig economy neoliberal. Otra forma de llamarle a la jungla del sálvese quien pueda. La amplitud de la analogía es sorprendente: la multiplicidad de identidades en un pasaporte se equipara con la multiplicidad de nombres en las plataformas digitales donde un trabajador puede encontrar sus camarones; el discurso que el sicario repite como mantra suena a esas diatribas de los coaches que nos dicen que el éxito laboral es cuestión de actitud; el hecho de que un sicario no duerma (café de Starbucks siempre a mano; quemado, lo más seguro) porque el que duerme no triunfa, al igual que un pulseador en la era digital; etcétera. Que Netflix desembolsara millones de dólares para producir esta película no deja de ser gracioso.

Pero a The Killer no le alcanza con bosquejar la analogía, sino que busca instrumentalizarla como una oportunidad: este sistema global que precariza, que privatiza, que pone a competir a jugadores que no pueden ganar, que borra la conciencia de clase, es en sí mismo el mejor fermento para hacer que todo explote. Basta con ver, en registro casi documental, lo fácil que le resulta al asesino a sueldo infiltrarse en la casa de un billonario (un pendeviejo con anteojitos de pasta gruesa) con la ayuda de productos que compró por Amazon, probablemente con envío gratuito porque tiene Prime. ¿Cómo entra el sicario al edificio supuestamente impenetrable? Por la puerta abierta que dejó el partner de UberEats después de dejarle al billonario un smoothie de kale y quién sabe qué otra hoja de moda. La película funciona como ultimátum para el “1%” que podría articularse como una versión revolucionaria del “cría cuervos y te sacarán los ojos”. Al final, el sicario deja de identificarse con el “1%”, que ahora le causa repulsión, y más bien se reconoce como la vanguardia (experta, armada, eficiente) de los muchos, que sí, somos considerablemente más y estamos cada día más hartos.

Dos poemas de María Musgo

En alma y en lo otro

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