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Dibujar triángulos

Dibujar triángulos

Transigiendo la regla tácita que dicta que es mejor nunca pensarlo, pensándolo un poco, para mí el acto de escritura siempre implica dibujar triángulos. Y no me refiero al lugar común del escritor haciendo garabatos en su cuaderno mientras espera, ya bien envaselinado, a que se le aparezca la musa, con sus paños húmedos y, ojalá, otras cosas igual de mojadas. Una imagen más precisa sería la del padre de familia que se emociona y piensa, erróneamente, que el partido que está viendo—con su hijo de siete años, que nació con dos piernas izquierdas, y otros veintiún aparatos semejantes—podría mejorar si tan solo acataran su indicación de: “¡Triangulemos, muchachos!”. En este caso, ignoremos la pelota por un momento, que, casualmente, es lo que suelen hacer los niños de siete años cuando juegan al fútbol.

Cada vértice de mis triángulos representa una fuerza que busca apropiarse del texto para devorarlo. No por nada los ángulos parecen fauces. El primero de estos, aunque nunca se dibujan en orden, es mi personalidad. Es decir, ese acervo de idiosincrasias y neurosis que a veces me encumbra, pero por lo general me lastra. Es eso que no puede dejar de traslucirse en lo que sea que haga, o lo que algunos llaman, algo pomposamente, “el estilo”. Está tan fuera de mi control como el ritmo de mis parpadeos o cuánto meto el pie derecho al correr.

El segundo vértice, y este es el que se ha puesto de moda desprestigiar, es el tema. La forma en que aparece siempre me resulta milagrosa, aunque quizá mi analista podría explicarlo fácilmente. Un personaje histórico, una película que vi a medias, ciudades a las que nunca fui, una frase hecha y heredada, un pésimo chiste que me hace reír. Todos los anteriores han sido temas que me han empujado a la escritura. Incluso, cuando escribo sobre mí mismo, el “yo” se vuelve tema, porque ese “yo” es un “yo” ficcional (¿cuál “yo” no lo es?) y, a diferencia de la personalidad, que es opaca y no está hecha para leerse, este “yo” tematizado es una fabricación para consumo público, diseñado exclusivamente para ponerse en escena. Como hago ahora mismo.

Finalmente, el tercer vértice de mis triángulos es el lenguaje, la materia de la que estamos hechos. Es este vértice el único que me provoca placer, y es un placer mitad táctil mitad musical, semejante al sonido que produce un pulgar al hundirse con fuerza en un tarrito de plasticina.

Y si bien mi geometría es incompetente en sus mejores días, recuerdo lo suficiente como para entender que la amplitud de cada vértice tiene una repercusión directa sobre los otros dos. Es decir, están interconectados. Por lo que me gustaría llenarme la boca diciendo que el vértice “lenguaje” siempre es el más amplio en mis textos, y el “tema” el más agudo, pero la verdad es que esto varía, e incluso pienso que, una que otra vez, me han salido triángulos equiláteros. Solo me quedan un par de cosas que agregar. Uno: casi siempre, los ángulos de un triángulo son agudos, no graves; quizá sea por eso que le huyo a la gravedad como a la peste. Dos: qué espantosa es la palabra hipotenusa.

Dos poemas de Guillermo Rebollo Gil

Yo leo, tú lees, Bruce Lee

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