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Profundidad de campo

Profundidad de campo

Por un pedido de LaMayor, que las necesitaba para una consigna del colegio, me puse a buscar fotografías suyas de cuando anduvo entre los 4 y 5 años. Tiene 16 ahora, de modo que las carpetas de fotos que abrí me devolvieron a momentos capturados hace más de una década. Algo había de arqueología en eso que estuve haciendo por horas. Lo que supuse me iba a tomar unos minutos se extendió sin que me diera cuenta, diría incluso que es impreciso medirlo en unidades de tiempo. Luego de las primeras fotografías había cruzado el umbral hacia otro plano, como si en cada foto frente a la que me detenía me adentrara no solo en el momento ahí captado sino en lo que sucedía antes, durante y después de la imagen congelada. No se confunda nadie, salvo la excepción que detallaré más adelante, hablo de fotos familiares amateurs, mal centradas, sin cálculo de composición ni noción de la luz ni nada. Esto que trato de explicar lo dijo mejor John Berger en su maravilloso Modos de ver: nunca  miramos solo una cosa; siempre miramos la  relación entre las  cosas y nosotros mismos.

Seguía de carpeta en carpeta cuando pensé de pronto en un pasaje de la novela La inquietud de la noche, de Marieke Lucas Rijneveld, donde la voz que narra evoca la última vez que vio a su hermano, específicamente el instante de la despedida: “En el umbral de la puerta se dio la vuelta una última vez y me saludó con la mano, una escena que más adelante me repetiría mentalmente hasta que su brazo dejó de levantarse y ya no supe con certeza si realmente nos despedimos”. Acto seguido pensé también en un poema de Rafael Otegui –del libro Demoras en La General Paz, un poemario luminoso publicado hace unos meses– que habla de fotos viejas que caen de pronto de una gaveta y en un punto dice: “Son caras conocidas / pero extrañas / que miran simples hacia el frente. / Caras que aún no saben”.

“Fiesta cumple 41 La Floria” es el título de una de las carpetas que abrí. La fiesta fue en La Floria, quinta de familia de unos amigos en las montañas del este de San José. Una casona antigua y señorial de ambientes amplios y ventanales generosos, y con una terraza desde la que se veía la capital como una maqueta de arquitecto. Repasando las fotografías recordé el ambiente de alegría y cariño que también era evidente en cada una de ellas. Amigos, amigas, hijos e hijas de esa gente querida, una serie fotográfica que cubrió el arco de la luz desde mediodía hasta la noche. Al contrario del resto, las de esta carpeta tienen la factura de un fotógrafo de primer orden, un artista. Las tomó Esteban Chinchilla, un amigo querido que se ofreció a andar con la cámara toda la fiesta para documentar la celebración. 

Salvo a los integrantes de la familia molecular (llamo así, desde un texto de 2009, a la familia que uno elige), le perdí el rastro a muchas de las personas que estuvieron en La Floria aquella tarde. La vida funciona así: no hay nada dramático en eso. Viendo las imágenes capturadas 11 años atrás, volvieron los versos de Rafa Otegui. Abrazados, sonriendo alertas a la lente de Esteban, no sabíamos.  Nadie, ninguno, ninguna. Parece una obviedad si se toma a la ligera, pero, creo, es todo lo contrario. Es algo hondo, vertiginoso. Es la vulnerabilidad y desamparo total de nuestra especie expuesta ahí, no de forma consciente, sino de ese modo que convierte precisamente a nuestra vulnerabilidad y desamparo en, quizás, nuestro rasgo más conmovedor y valioso. Lo bueno que tenemos es esa fragilidad categórica.

Mis padres fueron a la fiesta. Tenían 66 años entonces. Hay fotos varias donde aparecen conversando con mis amigos o chineando a sus nietas. Pero hay tres en particular en las que me detuve o, si intento usar una palabra más justa, me consumí. Una es de mi madre con LaMenor en brazos; otra de mis padres y yo en un sofá, mi extremidad superior izquierda extendida por detrás a modo de abrazo; y otra de mi madre y padre en el mismo sofá. En todas, las miradas directo a cámara.

Mi madre murió seis años después, doblegada por el cáncer. Aquella tarde de agosto nada sabíamos, por supuesto. Pero lo que quiero decir aquí, y es algo que nunca le conté a Esteban, es que son las tres mejores fotos de mi madre. Al menos lo son para mí. Mayra fue poco dada a los accesos de alegría. O, en todo caso, poco dada a mostrarlos, dejarlos salir. No es este el lugar para elaborar o compartir mi interpretación o versiones de las causas. Basta con que me crean esto: Esteban, mi amigo fotógrafo, es el autor/propiciador de tal vez las únicas tres fotografías en las que Mayra se dejó habitar, sin reserva alguna, por la felicidad. En las tres sonríe, o más bien se ríe con una gestualidad que implica no solo a su cara sino a todo el cuerpo. Uno ve la fotografía y casi que la escucha. 

No recuerdo muy bien cómo me despedí de mi madre. Fue un proceso de deterioro lento, complicado y angustiante para ella y para nosotros. Pero siempre que pienso en esa época me siento en falta. Estuviste mal, me taladra una vocecita en la cabeza. O así había sido hasta ahora que volví a estas fotos por casualidad. Era este el momento, no otro, para que se despejara lo que esta vez apareció ahí con toda claridad. Quiero creer que en esas fotografías tomadas una tarde de agosto de 2010, selladas por un sentimiento genuino, padre, madre e hijo, sin saberlo, se perdonan por lo que sucederá.

Fotografía de Janko Ferlič.

Transgresión y frivolidad

Volverse anacrónico

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