Mostrar, latir, huir: Roberto Carter y el gesto primitivo
Tanto el arte rupestre,
así como otras manifestaciones artísticas que se vieron
influidas por este, fueron una referencia temprana para mí.
Me encanta lo crudo y directo que hay en este arte; asocio esto con
honestidad, con una consciencia que no se preocupa por la sofisticación sino por expresar su verdad a través de las manos.
Roberto Carter.
«Aparición y latencia» es el nombre que lleva la última muestra de Roberto Carter.
Dos palabras unidas y situadas en un orden particular. La apariencia primero; la latencia después. Solamente porque algo se muestra, otra cosa puede quedar latente. De esa manera, con el aparecer de la figura: late el espacio y huye el fondo. He ahí el gesto «primitivo» de pintar: mostrar la figura, dejar latir el espacio y propiciar la huida del fondo. En esa dinámica se ha jugado siempre el ser de la pintura. Y esto implica que no toda pintura sea pictórica y que no todo pintor produzca pinturas; muchos producen cuadros, objetos, ideas, conceptos, pero no pinturas. Roberto Carter, sin embargo, comprende el ser de la pintura y el gesto «primitivo» de pintar. Así pues: sabe hacer pinturas.
I. Mostrar (la figura).
El saber-hacer de la pintura es un gesto epistemotécnico y, quizá, el más originario de esos gestos. Si bien el gesto de pintar viene precedido por un brote de consciencia, la consciencia sólo emerge plenamente una vez ese gesto está hecho. Jean Luc-Nancy, en un corto ensayo titulado Pintura en la gruta, concibe al ser humano como el animal monstrans, esto es: el animal que se muestra como monstruo, que se extraña y entraña a sí mismo en las imágenes que produce. «El hombre comenzó —escribe el pensador francés— por la extrañeza de su propia humanidad. O por la humanidad de su propia extrañeza. Se presentó en ella: se la presentó o figuró. Tal fue el saber de sí del hombre: que su presencia era la de un extraño, monstruosamente semejante. […] La pintura pinta esa sorpresa». Así, en su ensayo, Nancy intenta imaginar «el gesto del primer imaginero», por ende, se transporta a ese espacio arcaico e inmemorial que solemos llamar prehistoria. Situado virtualmente allí, pasa a reconstruir el gesto que posibilitó el nacimiento del arte rupestre, es decir, la pintura en las cavernas de la Era Paleolítica. Es entonces que Nancy encuentra en el gesto de pintar una experiencia fundamental con la cual el ser humano se extraña a sí mismo en el intento de reconocerse. Más aún, en el gesto de pintarse sumido en sus violentas «danzas» con el animal; el ser humano saca al Ser de quicio. Lo que antes era un continuum de pura presencia, se interrumpe con la aparición de las figuras en otro espacio-tiempo—abierto en las paredes rocosas—, que ya no es ni el espacio ni el tiempo del ser (aunque tampoco el del no ser). Por consiguiente, el gesto de llevarse a imagen abre una dimensión donde el ser humano y su mundo aparecen extrañados, ajenos, des- hechos. Con esto dicho, no es casual que Roberto Carter asocie la pintura rupestre (y la suya propia) «con una consciencia que no se preocupa por la sofisticación, sino por expresar su verdad a través de las manos». Como se ve, se trata justamente del gesto primitivo de pintar: allí la consciencia se pre-ocupa por «expresar su verdad a través de las manos», es decir, por expresar la extrañeza de sí misma; o bien, el sentimiento de una existencia que no se deja de enajenar.
Por lo demás, en ese gesto de extrañarse, el ser humano también se entraña; palpa su cuerpo a través de su imagen, y casi puede atravesarlo. Esto desata el espanto del ser humano prehistórico, convierte el acto de mostrar (o la imagen) en monstruo. Pero simultáneamente, como bien lo señaló Bataille, ese gesto desata la risa, el júbilo y la sorpresa: «Nos habíamos olvidado que esos seres sencillos reían, y que sin duda fueron los primeros que, encontrándose en una situación que hoy nos espanta, supieron reír verdaderamente». Así pues, el ser prehistórico no era puro espanto, sino también jovialidad. De tal manera, en un mismo gesto experimentaba el júbilo de mostrarse y el terror de no reconocerse, sino en su propia extrañeza. Esa es la doble raíz del «estilo primitivo»: el espanto y la risa. Raíz que, por cierto, recorrió la historia subterráneamente hasta emerger de nuevo con eso que (mal) llamamos vanguardias. Así pues, lo mejor de la «vanguardia» nunca fue vanguardista en sentido estricto, sino que más bien tuvo un carácter regresivo. Todos aquellos ismos (simbolismo, expresionismo, surrealismo, dadaísmo, primitivismo, teatro de la crueldad, abstracción lírica…) tuvieron bastante más de intempestivos que de vanguardistas. Sin embargo, fue la llegada del bajo-materialismo, el art brut y el informalismo; cuanto puso definitivamente en evidencia la actualidad y necesidad de ese «estilo primitivo».
Quedémonos por de pronto con el informalismo, por ser un término lo bastante amplio como para acoger la obra de Carter. Una cosa es la figura y otra cosa la forma. La figura es siempre abierta y la forma cerrada, recluida. Esa es la gran enseñanza del informalismo: la figura no tiene forma, no está absuelta de nada. Por el contrario, se encuentra en perpetua osmosis con cierto espacio, materialidad, clima y percepción. Pero además, como ya dijimos, el informalismo se juega precisamente entre el espanto y la risa. Quizá nadie como Jean Dubuffet supo fundir más intensamente esos dos estados en sus lienzos. No obstante, a diferencia de Dubuffet, en la obra de Carter, el gesto «primitivo» de pintar no viene modificado por las funestas circunstancias de la Segunda Guerra Mundial. Se trata entonces de otro tiempo, otro espacio, otra fusión entre lo espantoso y lo jovial; en suma, de otro informalismo. Y esto nos lleva al segundo punto: el latir del espacio. En las obras seminales de Dubuffet falta el espacio; o bien, este es asfixiante. La figura devora el espacio (tras de sí y frente a sí), por ello, los fondos coinciden con la espacialidad y suelen ser negros o terrosos, pero nunca amplios. No es la tierra exuberante, sino la tierra como tumba de cadáveres indiferentes. En cambio, en las pinturas de Carter, sí que hay espacio y este, además, nos permite respirar.
II. Latir (del espacio)
La figura aparece y, en su aparición, deja latir el espacio. En estas obras de Carter el espacio no coincide con el fondo, sino que se abre en torno a la figura y, de ese modo, nos engloba también a nosotros: los extrañados percipientes (más que simples espectadores). Una cosa es segura: en estas obras hay espacio y ese espacio se abre con la aparición de la figura, luego late. Pero esa latencia es precisamente lo inaparente, lo sugerido, lo que no se da al ojo como monstruo, sino que se da al sentir como clima, atmósfera, movimiento geológico, cuerpo-ambiente. Cada obra tiene su clima: el espacio de la pintura como clímax del color, la textura y la sensación. Esta es la parte del sentido que corresponde al sentir: aquello en lo que aparece la figura sin que ello mismo aparezca, quedando así latente. La figura es para el ojo que re- presenta, pero que siente muy poco en sí mismo, en cambio; el clima es para los otros sentidos en los que el ojo está encarnado, y desde donde su visión florece. El espacio, por ende, se da como sensación climática que engloba nuestro cuerpo, mientras tanto, por su parte: el ojo se extraña y entraña en la figura.
En las piezas que componen esta muestra la figura es repetición: cuerpo fangoso, materia tierna y sabrosa, exquisita, pero también triste, frágil, lastimera, terrible, monstruosa. La figura abre el espacio como clima e inmediatamente se ve impregnada por él. El clima es entonces diferencia: toda la gama de colores, texturas y sensaciones: clima térreo, acuático, magmático, sideral, nocturno o pantanoso. Así —como sucede en una de las obras, en la cual una figura sostiene una nube con las manos—, nosotros somos tocados por el clima de estas pinturas, nosotros, que somos barro para las huellas del arte.
Por todo lo anterior, se trata de pinturas abiertas en el sentido de dejarnos entrar o invitarnos a salir de nosotros para habitar esos microclimas del sentir. Quizá el poeta español Jose Ángel Valente, pensando en la obra de Antoni Tàpies, tenga razón: «lo único que el artista acaso crea es el espacio de la creación» De tal suerte que el orden puede y debe invertirse, porque el gesto artístico no es unidireccional, sino expansivo: un extrañamiento de todas las convenciones. Así pues, no sólo Aparición y latencia, sino también Latencia y aparición: tanto la figura engendra el espacio como el espacio crea e imanta a la figura con su clima tonal. De ese modo, la figura se nos muestra jovialmente, lúdicamente, risiblemente; o bien, más triste, terrible, frágil, apesumbrada, caída y enfangada.
III. Huir (del fondo)
Cuando el primer imaginero se pintó sobre una pared rocosa, esa pared dejó de ser de piedra y se hundió en lo imaginal; abriendo así un espacio en el cual el fondo se dispersaba. Del mismo modo, en las obras de Carter, el fondo se dispersa en el espacio cromático y climático. Pero el fondo no sólo es el soporte, sino también el fondo de sentido o el contenido semántico de las obras. Si el espacio se corresponde con el sentido en tanto que sentir, el fondo lo hace con el sentido en tanto que significado. Se trata de una pregunta: ¿Tienen estas obras un significado más allá de la sensación? De mí parte, respondería que sí, que hay algo de «conceptual» en ellas, si por conceptual no entendemos algo meramente discursivo-racional. Ese significado, que es el fondo huidizo de todo gesto artístico, nunca puede atraparse por completo, pero no por ello rechaza toda interpretación. Pues bien, aventuremos una interpretación: en estas obras la figura funge como espejo térreo y opaco de nuestra extraña matericidad, de nuestros bajos comienzos en el lodo, ausentes de forma o soplo y, en suma, de esa monstruosidad que nos niega toda esencia simple. Entonces, estas figuras no son un espejo que refleje la obscena imagen de ser-así, la imagen en toda su «realidad», la fotografía de lo que es sin más, en superficie: superficial. Sino un espejo térreo donde palpamos la sustancia «magmática» (la expresión es del artista) que tiene la carne o bien, la parte informe, extraña y fantasmal que tiene el cuerpo abierto a la sensación. Este es el monstruo pintado según los dictados de un clima y un temperamento. Ante estas pinturas nos extrañamos y entrañamos en el mismo gesto: nos espantamos, entristecemos y reímos. El júbilo, el espanto y la extrañeza del ser prehistórico; resonando en la blanca caverna de un edificio, en el centro de una sucia ciudad (es decir: de la sofisticación fracasada). Sólo eso en cuanto al «significado».
IV. Coda
En última instancia, si pintar aún tiene sentido (esto es: sensación y significado) en un tiempo donde todo sentido escasea, es porque repite un mismo gesto desde que el animal monstrans es tal: el gesto de mostrarse como monstruo, de espaciar y extrañar el mundo, de permitir la huida del fondo. Por lo demás, no se trata de «conectar» con nuestro ser primitivo, sino de evidenciar que ese ser nunca ha dejado de existir y que, al menos en lo que al arte respecta, nada ha cambiado: el misterio sigue intacto, la extrañeza presente, el espacio latente y el monstruo despierto. Aunque afuera todo misterio se halle profanado, todo espacio constreñido, toda extrañeza domesticada y todo monstruo empobrecido; el gesto de la pintura —de cierta pintura, la de Carter incluida—, continua suscitando el espanto sin forma, la risa jubilosa y la extrañeza que, imaginamos, experimentó el primer imaginero.
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Roberto Carter (San José, 1987) es un pintor radicado en San José, Costa Rica. Su obra consiste en una exploración poética e imaginativa de su relación con la vida y la noción de la trascendencia del ser. Ha sido parte de muestras colectivas en museos de Costa Rica, España y Guatemala, donde en 2018 ganó el tercer lugar de la subasta de arte Juannio. Actualmente explora nuevas formas de representación pictórica, profundizando en la meditación que ha caracterizado toda su obra.
Fotografías de Roberto D’Ambrosio.