Una biblioteca, una familia
En 2018 di uno de los pasos más importantes que pueda dar un lector: mi pareja y yo consolidamos nuestras bibliotecas. Para dos coleccionistas de libros, la decisión muestra una fe y un deseo de construir casi tan grande como tener un hijo juntos. Los libros en los estantes y en el piso, porque siempre hacen falta estantes en nuestra casa, cuentan una historia de nuestra vida en común.
Fue un Murakami sobre el escritorio de la oficina lo que nos hizo darnos cuenta de que ambos éramos lectores. En los años que siguieron, muchas conversaciones sobre libros tristes o las horas de silencio leyendo al lado del otro, terminaron por convencernos de que nuestras bibliotecas y vidas podían compartir un techo.
A pesar de la convivencia, aún es posible vislumbrar la personalidad de cada uno en los estantes. El orden y la estructura de él, que acomoda libros por editoriales y tamaños, coexisten con mi filosofía de acomodar los libros donde se pueda, o por pequeños barrios mentales de autores que podrían llevarse bien entre ellos. Su sistema es más eficiente, pero yo disfruto un poco del caos de entrar a buscar un libro y tropezarme con tres o cuatro que no recordaba.
La poesía fue un aporte principalmente suyo, que ha traído a mi vida autoras favoritas inesperadas. La sección japonesa de la biblioteca, que Ahmed cuida, cura y alimenta con el mismo amor por la belleza de un haiku, también ha agregado notas nuevas a mis lecturas. Mis contribuciones son estantes de gustos omnívoros: cuentos de hadas, novelas históricas, relatos, ensayos y el refugio por excelencia: la novela contemporánea. La Mitad del Estante, un club de lectura dedicado a conocer y promover el trabajo de escritoras, ha sido un parteaguas y cada vez llegan más autoras a la biblioteca. Las escritoras latinoamericanas y anglófilas iniciaron la colonización de las pilas de libros hace unos años y la riqueza de su obra me hace pensar que en el futuro cercano serán mayoría.
El librero más bonito está dedicado a las novelas gráficas y ediciones ilustradas. Hay clásicos como Maus y Persépolis, pero también cómics y ediciones especiales de historias tan queridas como Franny y Zooey o Matar a un ruiseñor. Esos estantes resumen nuestra estética: en la casa no hay más decoración que los lomos de los libros y las plantas en todas las esquinas.
La sección más tierna de la biblioteca contiene los libros ilustrados de Oliver Jeffers. El corazón y la botella nos dio las palabras para entender que nos habíamos enamorado. Una niña hecha de libros fue el primer libro que Ahmed compró cuando decidimos mudarnos juntos, el primer libro verdadero de nuestra biblioteca. También compramos El día que renunciaron los crayones cuando empezamos a soñar con leerle a un bebé. Sin sorpresas, nuestro hijo se llama Oliver, y en su nombre hoy acumulamos más libros infantiles de los que tenemos capacidad de almacenar.
Más que otra cosa, me gusta la idea de que nuestra biblioteca compartida sea algo que construimos para él. Tengo la esperanza de que algún día nuestro hijo nos conozca un poco mejor a través de los libros que le heredamos; que cuando ya no estemos, pueda recordarnos cuando relea alguna página subrayada.
Quisiera que todos estos libros no terminen un día en cajas de una compraventa, donde un extraño se los lleve a casa sin darse cuenta de todos los recuerdos que sus páginas encierran.
Si las lecturas de cuentos de cada noche rinden sus frutos, quizás un día mi hijo pensará en su papá cuando lea los versos de Sylvia Plath o Emily Dickinson que él anota en libretas. Tal vez me recordará a mí también cuando acaricie las ediciones viejas de El señor de los anillos que yo devoré en la adolescencia y que releí en voz alta cuando estaba embarazada. Me permito soñar con que estoy criando a un lector que continuará expandiendo esta biblioteca para sus hijos y sus nietos. Al fin y al cabo, ¿de qué sirven los libros si no es para darnos sueños?
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