Secciones


Autores

Correspondencia de George Eliot

Correspondencia de George Eliot

Carta de George Eliot a su editor.

Otra cosa. A propósito de mi novela El velo alzado, creo que no será juicioso reimprimirlo por el momento. Me preocupo por la idea que encarna y que justifica su dolor. Un lema que escribí ayer quizás sea una indicación suficiente de esa idea:

Dios mío,
no me des más luz
que aquella luz que se pueda transformar en energía fraternal,
ni tampoco me des poderes
que sirvan para desbordar
lo que hace perfecta
a la naturaleza humana.

Puede que sea bueno publicarla junto con otras novelitas mías, para así no dejarla morir en una lúgubre soledad. Hay muchas cosas en sus páginas que volvería a decir de buena gana, pero nunca las pondré de otra forma. Tal vez debemos esperar un poco. La cuestión no es en lo más mínimo una cuestión de dinero, sino de cuidar lo mejor posible el efecto de la escritura, que a menudo depende de las circunstancias, al igual que las imágenes dependen de la luz y la yuxtaposición.

*

Otra noticia divertida es que el otro día la señora Pattison me envió un extracto del libreto que acompaña la exposición en el Salón de París; en este se describe un cuadro pintado por un artista francés, inspirado en El velo alzado. Representa el momento en que la mujer resucitada, con los ojos fijos en Berta, la acusa de haber envenenado a su marido. Me parece muy divertido; o más bien podría decir que es algo típico si tomamos en cuenta el efecto que por lo general tienen mis libros en las mentes francesas.

La excusa habitual detrás del porqué algunas mujeres se hacen escritoras, y acá me refiero a las que no reúnen ninguno de los requisitos necesarios para escribir, es que la sociedad les impide ser parte de otras áreas profesionales. Pues bien, la sociedad es un ente muy culpable, al que se puede atribuir la producción de incontables objetos dañinos, desde los pepinillos en mal estado hasta la mala poesía. Sin embargo, la sociedad (como muchas otras abstracciones) es objeto de tantas acusaciones como alabanzas, todas ellas excesivas. Por cada tres mujeres que escriben por necesidad hay tres que lo hacen por vanidad. Además, trabajar para ganarse la vida es una idea muy antiséptica, tanto que la literatura femenina de mala calidad no parece haberse producido, precisamente, en tales circunstancias. «Toda labor genera un beneficio», dicen por ahí; sin embargo, las tontas novelas de algunas damas novelistas no proceden de una intensa labor, evidentemente, sino de una intensa flojera.

*

Carta de George Eliot a una amiga.

Las mujeres siempre corremos el peligro de vivir demasiado ancladas en las emociones y afectos; y aunque aquellos sean quizás los mejores dones que tenemos, también deberíamos tener una parte de nuestras vidas alejada de eso y gozar algunas cosas por su propio bien. Es lamentable ver a mujeres dulces y sensibles sentirse impotentes cuando alguien las defrauda sentimentalmente, esto ya que han sido criadas con la idea de que solo pueden acercarse al mundo en base a lo emocional y afectivo; en base al amor de otros. Estas mujeres nunca han pensado que una pueda disfrutar una idea, tal como se disfruta cualquier otra experiencia, porque tienen pavor de que se rían de ellas. Tal vez, de seguro las mujeres necesitan aquello, incluso más que los hombres, a modo de mecanismo de defensa en contra del pesar emocional.

Por cierto, podemos señalar que nos hemos liberado de cierto escrúpulo al descubrir que las novelas tontas de las novelistas, raras veces nos introducen en otra sociedad que no sea aquella muy elevada y de moda. Pensábamos que las mujeres necesitadas se hacían novelistas, como se hacen institutrices, porque ambas ocupaciones permiten ganarse el pan de un modo bien visto por la sociedad. Por ello, la sintaxis imprecisa y los argumentos inverosímiles nos producían cierta ternura, como las almohadillas de alfileres superfluos y los absurdos gorros de noche que venden los ciegos por las calles. Si la mercancía literaria parecía un estorbo inútil, era un consuelo saber que el dinero serviría para aliviar las penurias de gentes necesitadas, por tratarse de mujeres solas que tenían que procurarse el sustento, o de esposas e hijas dedicadas a producir el «material» por puro heroísmo, tal vez para pagar las deudas del marido o comprar las medicinas del padre enfermo. Este convencimiento disuadía de criticar toda novela publicada por una mujer: por mal que escribiera, sus motivos parecían irreprochables; por poca imaginación que tuviera, su paciencia se antojaba infinita. Así, la escritura vacía se excusó con el estómago vacío y la tontería se consagró con las lágrimas. ¡Pero no! Esta teoría nuestra, como muchas otras bonitas teorías, ha tenido que ceder ante la observación. Ahora estamos convencidas de que las tontas novelas de mujeres se escriben en circunstancias totalmente diferentes. Evidentemente, algunas bienintencionadas autoras jamás han cruzado palabra con un comerciante, excepto desde la ventanilla de un carruaje; ni tampoco tienen noción de las clases trabajadoras excepto como «dependientas». De hecho, creen en dos verdades primordiales: el barrio de Belgravia y los salones de los barones; y para despertar su interés, un hombre tiene que ser como mínimo un gran terrateniente, aunque siempre es preferible un primer ministro. Como era de esperar, estas damas novelistas escriben en un elegante saloncito, en tinta de color violeta y con una pluma engarzada de rubíes; la contabilidad editorial es un asunto que les resulta ajeno y su única relación con la pobreza es la de su pobre cerebro. Si en sus narraciones produce un asombro constante la falta de verosimilitud de esa alta sociedad en la que aparentan vivir, tampoco parecen tener trato con ninguna otra forma de vida. Si los caballeros y damas que retratan son improbables, sus hombres de letras, sus comerciantes y sus campesinos son irrisorios; porque estos tienen un intelecto peculiarmente dotado para reproducir con imparcialidad tanto lo que han visto y oído, como lo que no han visto ni oído, ambos, con idéntico desacierto.

*

Una tiene que pasar tantos años aprendiendo a ser feliz. Y eso que apenas, a esta edad, estoy comenzando a hacer algunos avances literarios. Por eso espero refutar la teoría de Young de que «tan pronto como encontramos la llave de la vida, se abren las puertas de la muerte». Cada año que pasa nos despoja de al menos una de nuestras vanas expectativas. También nos enseña a considerar lo que es sólido en nuestras vidas. Dicho esto, me cuesta que nuestros días de juventud sean los más felices. ¡Qué miserable augurio para el progreso de la raza y el destino del individuo si el estado más maduro e iluminado es el menos feliz! La infancia es solo un momento hermoso y feliz en la contemplación y la retrospectiva: para el niño está lleno de dolores profundos, cuyo significado se desconoce. Cuando se es niño uno es testigo de cólicos, tos ferina y pavor a los fantasmas, por no hablar del infierno y Satanás, y una deidad ofendida en el cielo, que se enoja cuando uno come demasiado pastel de ciruelas. Además, los dolores de las personas mayores, que los niños ven pero no pueden comprender, son peores que cualquier cosa. Todo esto para demostrar que somos más felices cuando teníamos siete años, y que seremos más felices a los cuarenta que ahora, cuando tenemos cincuenta. No sé tú, pero esto es lo que yo llamo una doctrina cómoda. Una que además nos dicen que vale la pena creer. ¡Insólito!

_

Fragmento incluido en El velo alzado © Sonora Ediciones, 2022. Todos los derechos reservados.

Traducción de ADO (Antonio Díaz Oliva).

Una biblioteca, una familia

Postear cringe

© Samoa,