Postear cringe
En mi cama se me ha hecho costumbre tener siempre algunas revistas viejas para hojear entre pausas de otras lecturas, tal vez injustamente consideradas más “importantes”. En algunos viajes he podido atesorar ejemplares de revistas de cine antiguas, e incluso de las que eufemísticamente se solían llamar “para caballeros”. El paso del tiempo, el extrañamiento de que ahora sean un material envejecido, incluso “histórico”, les otorga una nueva dignidad. Lo que en su tiempo pudo ser la imbecilidad estridente y repetitiva de los anuncios, es ahora casi minimalista en comparación con el bombardeo de imágenes que se reciben todo el tiempo en nuestra era. Lo que antaño se denunciaba como una insoportable cosificación de la mujer, es ahora de una inocencia softcore que a lo mucho se equipara a la vulgaridad de cualquier video musical contemporáneo. Me pongo a pensar en el supuesto anacronismo de la revista como objeto, y en un ataque de sentimentalismo, añoro su recuperación.
En la película La ruleta de la fortuna y la fantasía, de Ryūsuke Hamaguchi, una de las tres historias que la componen presenta un escenario en principio apocalíptico pero que, visto con más atención, puede resultar hasta idílico: las comunicaciones por Internet, por correo electrónico, por mensajes de WhatsApp, etc., quedan absolutamente arruinadas por una especie de virus de alcance mundial, lo que lleva a que, por mera necesidad, las cartas y los formatos físicos como el DVD vuelvan a ser utilizados masivamente. Este escenario, que en la película da pie a una emotiva historia de malentendidos, me lleva a fantasear con una especie de mundo paralelo en donde Internet se desarrolló de otra manera, mucho más lenta y torpe, por lo que nunca perdimos la relación con esos medios táctiles y algo como una revista no es únicamente una especie de lujo o de afectación boutique, sino todavía una forma importante de comunicación. En vez de estúpidos tuits y estúpidos e irrelevantes posteos de Facebook, algunas de las mentes arruinadas por esas redes se dedican a escribir artículos en fanzines o demás cosas en papel. O como mínimo en un blog. Es una fantasía ludita, reaccionaria absolutamente, pero que no deja de tener cierta belleza. Al final del día, ya estamos tan hundidos en la modernidad que cada quien tiene cosas respecto a las que puede ser conservador. Incluso muchos jóvenes que hoy, con una arrogancia bastante risible, creen ser la cúspide de la civilización, llegarán a tener su momento reaccionario.
“Otro mundo es posible”, declamaban los activistas antiglobalización de inicios de la primera década del siglo. Me interesa tomar esa frase no como eslogan sino como contrafáctico, pensar que un par de cosas salieron mal o bien y se dio una especie de reacción en cadena que nos lleva a un 2022 sin redes sociales y sin Internet en cada teléfono. Suena ridículo desde una perspectiva determinista en donde el desarrollo de ciertos usos de las tecnologías se considera inevitable, pero ¿era verdaderamente tan inevitable? Tal vez sea una pregunta irresoluble, tendríamos que entrar en un farragoso terreno sobre causalidades, el rol de los individuos en la historia, viejos debates marxistas sobre base y superestructura, etcétera, etcétera. Por eso a veces dan ganas de simplificar y decir que todo esto lo hubiésemos evitado si Mark Zuckerberg no hubiese sido un virgo resentido que creó una página para calificar el atractivo de sus compañeras de Harvard.
Cada vez parece más claro que la actitud verdaderamente aristocrática sería no tener redes sociales, prescindir del impulso por expresar la propia vida ante extraños y semiextraños que muchas veces lo que están deseando es encontrar algún tropiezo, alguna torpeza, algún exceso de sinceridad, o de como dicen los jóvenes de ahora, “cringe”. Todo con el fin de sacarle un pantallazo y airearlo por chats privados y demás lugares oscuros en los cuales, por supuesto, yo también he participado. Hace unos años la actitud deliberadamente “misteriosa” de estar por completo fuera de las redes me parecía una afectación algo ridícula, una extravagancia predecible. Peor aún me parecía el uso críptico, irónico, o abiertamente “troll” de las redes: lo consideraba un resabio nostálgico de los tiempos del anonimato y un esfuerzo demasiado subrayado de distinción, como si estos usos fueran más sofisticados que las fotos de cumpleaños y comentarios políticos de los usuarios normie. Ahora creo que mucho de esto puede verse con mayor benevolencia e incluso como el paso previo a la deserción virtual.
El entusiasmo por poder opinar acerca de todo, con conocimientos medianos, escasos o nulos, parece cada vez una cosa de lo más vulgar, y el que esas opiniones estén ahí para ser juzgadas por otros imbéciles con conocimientos medianos, escasos o nulos solo puede ser la fórmula para malentendidos estériles. Tal vez está bien que la gente no sepa siempre lo que uno piensa y para eso sea necesario algo así como como una personalidad exotérica de cara al vulgo (es decir, Facebook) y otra esotérica para los amigos de verdad, donde incluso los pensamientos más miserables y políticamente incorrectos pueden tener lugar para expresarse con cierto grado de seguridad y no necesariamente de adhesión. Y aunque “esotérico” parece referir más a lo que está hecho para iniciados y tiene un carácter hermético, en este caso más bien sería el reverso de lo que está encriptado y presentamos públicamente, cuyo significado verdadero o subyacente es lo que compartimos con un pequeño círculo de confianza. Expresado así suena algo paranoico, como el accionar de un desafortunado disidente del antiguo bloque soviético, pero por ahora no se me ocurre otra manera de escapar, aunque sea parcialmente, del mundo de vigilancia biempensante en el que cada vez nos vamos sumiendo. Tal vez la clave estaba en recuperar el valor de algo tan en apariencia anticuado y rancio como la vida privada.
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