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Crack

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Una sola vez probé crack. En Nicaragua, a inicios de este milenio, con los pies descalzos metidos hasta la pantorrilla en el lago Cocibolca (Gran Lago de Nicaragua), hombro a hombro con mi amigo Luis Chaves (nombre falso para proteger su identidad), le di varios toques a la pipa que me compartía con gentileza este broder guatemalteco que había llegado a Managua, como yo, invitado a un festival literario o feria del libro, algo así.

Fue una noche despejada, en la superficie quieta del lago titilaban las mismas estrellas que se veían en el cielo negro, cóncavo e indiferente. Metimos los pies en el agua porque todavía hacía calor, el calor infernal nicaragüense que les ha forjado ese carácter envidiable. En fin, mi amigo encendió la pipa que iba y venía entre los dos en un ping pong psicotrópico y desde el primer hit entendí por qué la gente se va de cabeza en la piedra. Es difícil de comprender cómo una sustancia hecha con la basura química residual de la fabricación de otras drogas genere una sensación tan intensa al tiempo que placentera. El crack es el cine de los pobres. Supe de inmediato que aquella era la primera y última vez que la consumiría porque ya me había enganchado. De algún modo, soy un sobreviviente de adicción al crack.

(No lo intenten en sus casas, colegas).

Sin duda hubo lecturas y conferencias sobre literatura en esos días pero solo recuerdo con claridad la pipa providencial y la fiesta de casa lujosa que, con generosidad no reciprocada, ofreció una escritora reconocida de allá. La combinación de Flor de Caña con el calor tenaz no ayudó, hay que decirlo. Todo se descontroló de forma acelerada y en pocas horas pasó de fiesta civilizada a saturnal mítica. Para ilustrar el calibre de la falta de decoro y urbanidad, el festejo llegó a clausura cuando la anfitriona comprobó que se habían robado al perro de la casa. 

Mi amigo de la papa había aceptado la invitación al evento literario un poco porque era escritor y tenía una editorial independiente pequeña pero, luego me lo confesó, sobre todo porque en Managua vendían sin receta no sé qué medicamento imposible de conseguir en su país. Era algo en el orden de inyectable para el tratamiento de algunos tipos de cáncer. Él no tenía cáncer, tampoco ningún familiar ni conocido. El medicamento en cuestión lo quería para darse por la jupa. “Dicen que es mejor que el crack”, así me lo explicó.

Faltaban un par de días para que terminara el evento cuando mi amigo se despidió en el lobby, palabra que le queda grande al salón oscuro con escritorio escolar en la entrada del hotel. Voy cargado, me dijo, abrazando el bolso negro deportivo Nike que llevaba a faja cruzada en el hombro. Iba feliz. Radiante.

A Nicaragua fui seguido después de ese viaje, varias veces con mi hermana Ana W. para visitar a nuestros otros hermana y hermano en Managua, Marta Leonor G. y Juan S. La excusa era que hacíamos revistas, fanzines. Claro, la vida va cambiando y ninguna de las visitas posteriores se acercó, todo lo contrario, a los días desbocados del cambio de milenio.

Esta ráfaga de experiencias en Nicaragua me llegó después de ver, aunque sus temas no tienen conexión con lo que conté, la película de Gustavo Fallas, La hija de Lázaro, en cartelera estos días por acá. Vayan a verla.

Dana

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