Un velatorio
Bentos había terminado la jornada. Tomaba unos mates, tranquilo, sentado sobre un tronco cuando llegó la policía. Venía a matacaballo con el aviso del comisario. Mandaba decir este que fuera al pueblo enseguida.
−¿Qué pasa? −preguntó Bentos.
−Parece que un hijo suyo «es» muerto.
Bentos ensilló enseguida y partió.
*
Cuatro leguas lo separan del pueblo. A veces pone el caballo al trote para pensar mejor. O al paso. Arma un cigarro. −...Vaya a saber cuál es el muertito. A lo mejor Justino, el mayor, un muchachito que va a ser flor de hombre. Es un gurí que si llora por algo es porque él no lo lleva al monte.
Tiene una escalera de hijos, Bentos. Una escalera a la que le faltan algunos escalones. Porque es raro el año que él no cristiane un hijo y entierre otro. El pueblo es un pueblo muy castigado por los andancios. Nada más. Trabaja en el monte, de carbonero. Corta leña, la para. Embarra el horno. Quema.
Vende cuando comienza el otoño. Entonces ya no va más al monte. Hasta la primavera se lo pasa «en las casas», haciéndole el gusto al cuerpo. Duerme en cama, truquea en el boliche. Tres meses lindos se pasa Bentos así.
Cuando se va no vuelve hasta el final del verano. A menos que lo vayan a buscar por alguna desgracia. Por nacimientos, gracias a Dios, no lo molesta la patrona.
*
Trote y galope. Paso y cigarro. Cuando quiere acordar está en la boca del pueblo. Son dos hileras de ranchos que tropezando y levantándose bordean el callejón con colchón de polvo bayo.
Un tajo de luz, una luz bárbara de fuerte, se tiene en la calleja, mordiendo la tierra, revelando el yuyal y el hormigueo de perros y mujeres.
Sale del rancho de Bentos la luz.
Bentos paró el caballo y sintió entonces un ronquido parejo y seguro, de motor, que vencía la noche sin ruidos.
−¡Güe! ¿Y esto?...
Y se fue acercando despacio.
*
La luz empujaba con rabia las paredes de adobe y el techo desparejo. Se metía en las grietas revelándolas en la noche y parecía que iba a terminar por voltear el rancho como una fuerza empujando de adentro a afuera.
*
No era el gurí el muerto. Era la mujercita, «la dada». Se la había «cedido» a un hombre rico del pueblo, hacía ya cuatro años. Ahora estaba allí muerta.
Estaba allí, como una muñeca en su caja. Vestida de blanco entre las velas de vidrio, extendida y larga −«de esas largueces apuradas del desarrollo»− entre los hermanos sucios, medio desnudos, pura barriga sobre piernas de palito.
La luz había cambiado la niña, que no parecía hija de él y de Juana, sino una figura de iglesia, pero acostada.
Juana estaba en el rincón bloqueada por las vecinas asombradas.
La luz las empujaba a todas contra la pared y les hacía bajar la vista reclinándoles la cabeza sobre el pecho. Hombres y muchachos entraban y salían. La muerta entre las velas de vidrio y el motor que jadeaba sobre el automóvil les llevaba y traía.
Luz de aquella clase y muertas tan bien vestidas no se habían visto nunca en el pueblo.
El hombre −el señor que llevó y trajo a la niña− se iba ahora.
Bentos estaba agradecido por todo. Por lo que había hecho por la muerta. Por las golosinas que les trajo a los hermanos. Por lo que le dio a él «para gastos del velorio».
Estaba agradecido por todo Bentos. Se lo dijo y agregó:
−Usté le dice a su patrona que si quiere otra, venga y elija nomás... ¿Oyó? Le dice así nomás.
*
El sol disolvió la gente medio borracha de caña. El del automóvil con el motor se fue. Los hermanos habían llenado bien la barriga, y estaban durmiendo por allí, tirados a lo perro.
*
Bentos estaba ahora tranquilo; solo con la mujer, tomando mate, considerando aquello tan raro que había pasado allí, en la noche. Aparte de aquella luz, que era una cosa bárbara, con la muerta habían venido cosas de confitería que eran hasta demás... Y después, cuando él mandó buscar caña para los amigos y «siropes» para las mujeres. Y los capones asados. Todo.
*
Fue a media mañana que decidieron «sacar» el cuerpo. Bentos propuso:
−¿Qué le parece si la llevamos?
−Bueno.
Esperaba Bentos que ella trajera la taba del cajón. Pero no. Lo que hizo ella fue ir hasta la puerta y asegurarla. Al ponerse frente a él, preguntó:
−¿Y la vamos a enterrar con esta ropa?
Bentos calló un segundo. Tal vez pensó en los hijos desnudos, en la ropa tan linda comida por los gusanos. Respondió tranquilo:
−Desvestila si querés.
Hizo espalda con la puerta. Cuando ella terminó clavó el cajón. Después se fueron por la calle sola, vaciada de hombres, llevando entre los dos la caja liviana, rumbo al camposanto.
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