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Una de las primeras personas que entrevisté en la corte era un niño hondureño. Su tía había accedido a ser su guardiana en Estados Unidos y lo había acompañado a su primera cita. Ella se sentó en una de las bancas al fondo de la sala de entrevistas, entreteniendo a su hija menor, una bebé de unos dos años, mientras él y yo nos instalábamos en una de las esquinas de la mesa de caoba al frente de la sala. Era evidente que los dos éramos recién llegados a esa circunstancia, novatos en el protocolo de la corte migratoria, primerizos en el ejercicio raro de traducir una historia y reducirla al espacio en blanco entre las preguntas del cuestionario.

Primero le pido sus datos biográficos. Los datos reales no pueden revelarse, pero digamos que junto a «nombre», «edad» y «nacionalidad» anoto: Manu Nanco, dieciséis años, Honduras. Luego, junto a las palabras «guardianes», «parentesco» y «domicilio actual»: Alina Nanco, tía, 42 calle Pine, Hempstead, Long Island, NY. Unas líneas más abajo, me quedo viendo las dos preguntas que flotan a la mitad de la página: ¿Dónde está la madre del niño/a?, ¿El padre? Manu contesta alzando los hombros dos veces, y yo anoto: «? y ?».

¿Por qué viniste a los Estados Unidos?

Se me queda viendo y responde:

¿Tú por qué viniste?

No soy policía, le digo. No soy nada oficial, ni siquiera soy abogada. Tampoco soy gringa. De hecho, si quieres que te diga la verdad, no te puedo ayudar en lo absoluto. Pero tampoco puedo hacer nada que te haga daño.

¿Y entonces qué haces aquí?

Nomás estoy aquí para traducir.

¿Traducir qué?

Lo que sea que me quieras contar.

¿Y de dónde eres?

Soy chilanga.

Y yo catracho, somos enemigos.

Tal vez. Pero nomás en la cancha, y yo ni juego fut, así que ya de entrada me metiste un gol.

Solo entonces hace una mueca que quizás sea una sonrisa. No me he ganado su confianza, por supuesto, pero por lo menos tengo su atención. Procedemos lentamente, a tientas, llenos de dudas. Él me entrega sus respuestas con murmullos, y cada tanto baja la mirada hacia sus manos, agarradas del borde de la mesa, o voltea a ver de soslayo a su tía y a su prima bebé, en el otro extremo de la sala. Trato de articular las preguntas en un tono neutro, discreto, pero todo lo que le pregunto parece avergonzarlo o irritarlo. Responde con frases cortas, y a veces nomás levanta los hombros. No, nunca conoció a su papá. No, no vivía con su mamá en su país de origen. La conoció, sí, pero ella iba y venía sin dar muchas explicaciones. Le gustaba la calle, dice. No le gusta hablar de ella. Creció con su abuela, pero la abuela murió el año pasado. Todos se fueron muriendo o se fueron yendo al norte. Han pasado seis meses desde que murió la abuela. Ella lo cuidaba, era la única que se encargaba. Aunque también lo cuidaba su tía, la misma que ahora está sentada al fondo de la sala, lo cuidaba aunque fuera desde lejos. Mandaba dinero todos los meses y hablaba por teléfono de vez en cuando.

¿Cómo te llevas con tu tía? ¿Estás contento viviendo ahora con ella?

Está contento, dice, pero tampoco la conoce bien. Siempre fue una voz en el teléfono, y nada más eso. Una voz que hablaba para preguntar cómo iban todos y si les había llegado el dinero mensual.

¿Quiénes eran «todos»? –pregunto, para tener una idea más clara de los miembros de la familia.

Mi abuela y mis dos primas, Marta y Patricia, y yo.

¿Y qué edad tienen ellas dos?

Creo que diecinueve y trece. O diecinueve y catorce.

¿Y siguen allá ellas?

Más o menos.

 ¿Cómo?

Ya vienen en camino.

 ¿A Estados Unidos?

Sí.

¿Solas? ¿Con coyote?

Con coyote.

¿Quién lo paga?

Mi tía.

¿Es su tía también?

No pues, su mamá. Si son mis primas es su mamá.

El motivo por el cual están viajando ahora las dos niñas no me queda claro hasta que llegamos a las últimas diez preguntas del cuestionario. Son las más difíciles de hacer porque se refieren directamente a los problemas con bandas del crimen organizado y es cuando muchos de los niños, sobre todo los más grandes, se empiezan a descomponer. Los más pequeños te miran con una mezcla de desconcierto y diversión si dices «bandas del crimen organizado», quizá porque asocian «banda» con las bandas musicales. Pero la mayoría, incluso los muy chicos, conocen las palabras «ganga» o «pandillero», y decirlas es como apretar el botón de una máquina que produce pesadillas. Aun si no tienen experiencia directa con las gangas, son la amenaza constante que los acecha, el monstruo bajo la cama o a la vuelta de la esquina, con el que se van a topar tarde o temprano.

Todos los adolescentes, en cambio, responden que sí, que han sido directamente afectados por la violencia de las bandas criminales y las pandillas. El grado de cercanía y contacto varía, pero todos han sido tocados de un modo u otro por los tentáculos de grupos como la MS-13 o Calle 18. Las niñas adolescentes, por ejemplo, no suelen ser reclutadas, pero casi siempre son carne de trueque a disposición de los impulsos sexuales de los líderes de las pandillas. Los varones, si tienen hermanas o primas, saben que las van a utilizar para chantajearlos: si ellos no aflojan, ellas pagan las consecuencias.

Le hago a Manu la pregunta treinta y cuatro, que suele ser la que abre la caja de Pandora, pero también la que le da al entrevistador el material más valioso para armar un caso a favor del menor: ¿Alguna vez tuviste problemas con bandas del crimen organizado en tu país?

Manu me cuenta una historia confusa, revuelta, sobre la MS-13 y la 18, y las luchas de poder eternas entre ambas bandas. Unos lo querían reclutar, los otros lo estaban cazando. Un día, cinco miembros de la 18 lo esperaron a él y a su mejor amigo afuera de la escuela. Cuando los vieron ahí parados, supieron que no iban a poder hacer nada contra tantos. Así que los dos decidieron correr. Los siguieron. Corrieron dos, tres cuadras. No se acuerda cuántas cuadras. Hasta que sonó el sonido seco de un disparo. Todavía corriendo, Manu se volteó: le habían dado a su amigo. Siguieron más balazos, y él siguió corriendo, hasta que encontró una tienda abierta y se metió.

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Fragmento de Los niños perdidos. © Los Tres Editores, 2018. Todos los derechos reservados.

Imagen de Jo Mielziner.

Un velatorio

Cuatro miligramos

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