Respirar bajo el agua
Me gusta venir a la playa. Como está a varias horas de la ciudad siempre me quedo dormida en el camino. Mamá dice que el movimiento del auto me arrulla; yo no sé a qué se refiere con eso, pero apenas entramos a carretera siento el calor dentro del auto y lo acolchado del asiento, todo lo de afuera deja de interesarme, cierro los ojos y me oculto bien dentro de mí. Cuando los abro, las ventanas de los asientos del frente dejan pasar el aire húmedo, que se respira en todo el auto. El pavimento de las banquetas a nuestro lado deslumbra la vista, de tan cubierto de sol que está. Hay menos autos que en la ciudad, y van más lento, con más calma. Sé que estamos a punto de llegar porque nuestro coche casi no se mueve mientras espera en la fila su turno para entrar a un estacionamiento. Yo bajo también mi ventana y veo a toda la gente que se dirige a la playa, vestida con ropa muy ligera y colorida, y les digo a mis padres que vayamos ya, ellos me responden que debemos llegar primero al hotel; les digo que al menos me compren un helado, ellos dicen que no, como siempre. Por fin nos estacionamos. Papá baja del auto, vuelve muy rápido con unas llaves en la mano y saca una maleta de la cajuela, mamá saca otra y yo llevo mi mochila; con todas esas cosas subimos al cuarto y sentimos el aire del ventilador, me acuesto en la cama y como estoy muy acalorada les digo que deberíamos quedarnos mejor a descansar; mamá dice que no, que hay que bajar de una vez para aprovechar el día. Pasamos a una tienda donde hace mucho frío, es como un refrigerador, se siente bien; ahí compramos refrescos y papas fritas, cerveza para papá, y buscamos en la playa llena de gente un lugar para estar a gusto. Papá renta una sombrilla y le cuesta mucho armarla, cuando lo consigue mamá le dice que también debería pedir sillas para recostarnos y no llenarnos de arena. Papá acepta de malas, dice que es muy caro y que las cervezas van a calentarse, toma una, se va y vuelve y al final ellos se acuestan cada uno en una silla mientras yo juego con la arena; no puedo entrar sola al mar porque soy muy chica. Aun así, papá me lleva con él al agua, cuando mamá se queda dormida. La boca le huele amarga, y su cuerpo cubierto de pelos me pica; de todas formas lo abrazo para sostenerme. Me suelto de a poco, pero seguimos tomados de la mano. Hacemos algo parecido a nadar: nos dejamos mecer por el agua. Me siento segura y empiezo a mover los brazos, mis brazos son pequeños y el mar es enorme; entonces viene una ola muy grande. Papá me dice que no lo suelte, pero el que me suelta es él; trago mucha agua con sal, cierro los ojos y de todas formas me arden, no veo nada hasta que todo se vuelve rojo y no puedo respirar, pero recupero el aire cuando unas manos me toman por la cintura. No es mi papá, es otro hombre que me toma por las axilas con fuerza y me duele. Nadie llega por mí, y yo lloro y el hombre no me suelta; pasa una eternidad hasta que aparece mamá. Volvemos al hotel, ya es de noche, los dos se gritan y papá sale del cuarto azotando la puerta.
Al otro día parece que no ha pasado nada y hace mucho sol, salimos a la playa de nuevo y es mejor porque tengo una hermana, las dos hacemos castillos de arena, y no tengo que entrar a nadar. Ella es muy bonita y muy pequeña, y además es valiente, se le nota desde bebé pero se nota más cuando ya tiene algunos años: siempre está ansiosa por meterse a nadar. Yo la tomo fuerte de la mano para que me siga, mientras caminamos en la arena, mojándonos los pies; no la suelto, tengo que cuidarla, soy la mayor. Vamos recogiendo conchas y piedritas; a ella le gustan los cangrejos, a mí me dan asco, agarra uno por las patas y me lo avienta encima, lloro mientras ella se ríe de mí y pienso que alguien más pequeño no puede tener menos miedo que yo, pero es así, ella se suelta de mi mano y se mete al mar y yo grito y mamá no me escucha ni papá tampoco y después de un rato vuelve riendo, dice que sólo quería asustarme, que no debería temerle al agua; después se va a jugar con un niño a hacer castillos de arena; yo me quedo asustada, de pie, mirándola de lejos. Ella es siempre la que hace amigos en la playa, la que juega voleibol con otras niñas, mientras yo prefiero quedarme con mamá, que está embarazada de nuevo. Mamá y yo miramos el mar en silencio, sobre todo ella, que con el embarazo no habla mucho, casi nada. Papá sí habla pero sólo conmigo, no entiendo muy bien qué pasa, no les pregunto porque ya me acostumbré a que se enojen todo el tiempo; a que papá me pida a mí que le pase la toalla que está cerca de mamá; a mirarla a ella triste y siempre a punto de llorar; a sentir este silencio; a callarme yo también y a que nos dediquemos sólo a ver el mar, lo que después de mucho tiempo se vuelve entretenido. Papá toma cerveza, mamá un refresco de manzana y yo agua simple, porque estoy a dieta.
Se va haciendo tarde pero no oscurece, las vacaciones son eternas y fugaces al mismo tiempo. Al principio todo parece demasiado incómodo y caluroso, sólo estamos esperando a que terminen; después nos acostumbramos y ya no queremos volver a casa nunca. Aunque yo no hablo con nadie, aquí puedo tirarme a leer a gusto, sin que me molesten diciendo que me ponga a hacer algo de provecho. Escucho música y miro el cielo nublado y me vuelvo para ver a mi hermana, que está junto a mí, oyendo su propia música. Hace frío y por eso ella no se mete a nadar, yo uso el frío de pretexto, el agua aún me da miedo. De pronto papá se levanta, me quito los audífonos y lo escucho, al parecer llevaba rato hablándonos a mi hermana y a mí, como no le contestábamos ahora nos grita; entonces mamá interviene y le dice que se calle, que está harta de escucharlo gritar todo el tiempo. Parece entonces que todo su silencio estaba cubriendo muchas palabras que ella dice muy rápido, una tras otra, y papá no se queda a escucharlas, se va y esta es la última vez que lo veo, lo intuyo porque no puedo dejar de mirar la lata de cerveza a medio vaciar que dejó en la arena, la colilla de cigarro aún húmeda de su saliva, y sé que siempre asociaré esta imagen: el cigarro, la cerveza, la basura en la arena, una playa nublada y calurosa, con él. Después de ese día mamá se pone muy mal, por más que intenta sonreír la sonrisa le sale triste y le pregunto qué tiene y me dice que no quiere arruinarnos las vacaciones pero lo que tiene es un presentimiento. Yo miro su panza de embarazada y la beso y le digo: todo saldrá bien. Mientras, mi hermana está corriendo en la playa para ejercitarse; eso dice, yo sé que está tomando alcohol con algún extraño. Me da coraje que no esté aquí con nosotras, pero lo que me preocupa en realidad es el reporte médico que leí a escondidas. El embarazo es peligroso y ahora mamá está sola, bueno, nos tiene a nosotras, pero no podemos hacer gran cosa; aunque sé todo esto le digo a mamá que todo saldrá bien, me pego a su cara y le doy muchos besos y sus lágrimas saben tan saladas como el agua que trago cuando intento nadar. Ella sigue llorando mucho tiempo porque mi hermano no nació, o sí nació, pero estaba muerto, nunca nos lo supieron explicar muy bien y yo no quise preguntar, mi hermana tampoco pregunta y a veces parece que no le importa nada; estamos sentadas en la arena cuando se lo digo en un reclamo y ella responde que todo es mi culpa, pero al final las dos decidimos llevarnos bien por mamá, que se quedó a descansar en la ciudad porque desde el embarazo está débil; aun así mi hermana y yo seguimos viniendo: es un ritual. Estamos sorprendidas porque hemos ido descubriendo que en realidad podemos llevarnos bien; aunque no nos parecemos podemos hablar de todo. Un día ella me da a probar un cigarro de marihuana. Atardece y el sol se sumerge en el mar y es una moneda roja, una mancha y los colores que lo rodean y cómo hace mi hermana para saber tanto, es ella la que me enseña todo y yo siento que no puedo ayudarla en nada, que no puedo hacer nada, ni siquiera nadar en el mar aunque vengo aquí cada año; siento que no puedo hacer nada cuando ella me dice que quiere irse de casa, lo único que se me ocurre es tomarle la mano, que está caliente de tanto asolearse, igual que mi cabeza, que conforme va aterrizando me deja triste y me hace pensar todo el tiempo en el hermano que no tuvimos y en que quisiera que no fueran así las cosas porque el agua es tan linda y refleja el sol, con su naranja intenso, casi rojo, y hace tanto calor y la arena es tan blanca, entonces cambio de tema y le digo que debería enseñarme a nadar. El mar sabe a las lágrimas de mamá. Trato de no pensar en eso y veo a mi hermana tan linda. Estamos en el agua y me apoyo en sus brazos, los uso de flotadores pero igual vuelvo a caer. El mar sabe a lágrimas y siento que no puedo, no podré nunca porque el agua me rechaza.
El sol está de nuevo en lo alto y aprovecho para broncearme la espalda. Mi hermana quiere llevarme al agua; le digo que no, que estoy cansada. Además el mar está bravo, incluso hay una banderilla roja a unos metros, clavada en la arena. Se la señalo y ella me dice que sólo será un chapuzón, que siempre exagero, y se va. Siento el sol sobre la piel y pienso que hubiera querido que mamá viniera, pero ella cada vez tiene menos ganas de salir de la ciudad, al menos eso dice, y también que confía en que sabemos cuidarnos. En eso pienso cuando se acerca un surfista y me pregunta mi nombre. Yo lo ignoro pero él insiste y le digo otro nombre, no el mío. Me dice que cuando quiera puedo ir a tomar unas cervezas con él y sus amigos, que instalaron una carpa más lejos, con una estructura de metal y una lona. Le digo que iré aunque es mentira, yo ni siquiera tomo; es mentira hasta que mi hermana se está ahogando y corro a pedirles que alguno de ellos me ayude a sacarla del agua. Veo a lo lejos su silueta flotando hacia unas rocas y mi estómago se contrae, lloro o grito o estoy muy callada o todo a la vez; el muchacho que me invitó la cerveza lleva a mi hermana acostada sobre la tabla de surf, se turnan él y otro chico para empujarla. Yo pienso que todo está mal, que debí cuidarla mejor, mientras un paramédico le da primeros auxilios; con los ojos cerrados, inmóvil, se ve tan delicada. A nuestro alrededor hay mucha gente y todos tienen la misma expresión en el rostro: una muchacha tan hermosa no debería morir. Más tarde le digo que todo es mi culpa, ella me contesta que deje de mortificarme, que de todas formas fue ella quien no me hizo caso. En el fondo piensa que la dejé sola, a su suerte, que toda la vida la he dejado sola; creo que eso piensa porque desde aquel día habla menos, se encierra en sí misma y se queda sentada mirando el mar. No vuelve a la playa, al menos no que yo sepa, al menos no conmigo.
La arena me pica en todo el cuerpo y no sé si esta vez el lugar está más húmedo que de costumbre, o si con el paso del tiempo y los nervios cada vez es más difícil venir aquí, llenarse de arena el cabello, las orejas, el ombligo, el interior de las uñas. La toalla debajo de mí no sirve para nada, cada vez tengo más arena en el cuerpo y le pido a mi marido que subamos al hotel, él dice que antes hay que entrar a nadar y le digo que no con la cabeza, muy despacio; el mar está tranquilo, mira, parece una alberca, él me estira la mano para que lo sujete y me levante. No, le digo esta vez con voz muy firme, y ése es el primer no de muchos. Nuestra luna de miel se arruina por mi miedo al agua, él piensa que es absurdo que le haya pedido que viniéramos a la playa y que después no quiera nadar; además a él le encanta, y yo no sé por qué no hablamos de esto antes, parece que no sabemos nada el uno del otro. Se enoja, se va al bar, vuelve, y conforme pasa el tiempo me siento incómoda, comienzo a fastidiarme del lugar, detesto la arena en el cuerpo, lo detesto a él, y él deja de intentar entender lo que me pasa y se va a nadar solo, después se va al bar de nuevo y pienso que no debimos venir aquí, pero extrañaba tanto este lugar, y seguimos viniendo y nuestras vacaciones siempre son la peor parte de todo, y al mismo tiempo son inevitables, igual que fue inevitable que mi hijo, el nieto de mi madre, no naciera, y que desde entonces yo hable menos, casi sin decir nada, como ella.
Camino a lo largo de la playa con mi marido de la mano, nos mojamos los pies, intentamos que funcione de nuevo. El día está un poco nublado pero el agua se siente tibia. Él me sonríe y se acerca más al agua, me jala de la mano con delicadeza, me invita a entrar con él, yo lo suelto y le digo no, por última vez. Camino de prisa por la playa, llevo tanto aquí que me he olvidado de la arena, pienso que me he vuelto de arena mientras avanzo con pasos hondos que son los de dos personas en una: mi hijo que no nació y yo. Miro hacia atrás: mi exmarido hace mucho que dejó de intentar alcanzarme. Sigo caminando, ya es de noche y pienso que nunca he comprendido este ritual, tampoco entiendo por qué vine sola, con todo y la reunión del lunes en el trabajo y los pendientes que tengo que cumplir; me saco eso de la cabeza porque no importa, lo principal soy yo caminando con estos pasos que se quedan marcados en la arena húmeda como si mi peso fuera mayor de lo que es realmente: es el peso de toda mi vida y todo lo que pienso y recuerdo. Lo que importa soy yo en este lugar, volviendo siempre.
Es de madrugada. Hace frío. El mar está calmado. No hay olas aún, la marea empieza más tarde. No hace calor siquiera. No tengo arena en el cuerpo porque acabo de salir del hotel. Dejo mi vestido y el bolso en un sitio visible de la playa desierta. Me aproximo al mar. Estoy temblando, no sé si es frío o miedo. No sé si yo entro o algo me empuja. Tengo el agua hasta los tobillos. Ahora las piernas. La cintura siempre es más difícil. Sigo entrando, cubro mis senos con el agua helada. Ahora me llega hasta el cuello. Cuando sumerjo la cabeza trato de no pensar en mamá, y por eso mismo su imagen regresa, insistente. Mi cabello pesa, se revuelve y a ratos me cubre la vista. Respiro el aire húmedo y siento el agua moverse sobre mi piel. Comienza la marea. Tomo aire e intento flotar. Me tropiezo y trago agua, me hace toser. Lágrimas. Tomo aire e intento flotar. Estoy llorando. Tomo aire. Me acuesto sobre el agua. Miro hacia arriba. El mar, por debajo, me acaricia. Arriba, el cielo se va aclarando. Vuelve poco a poco el calor. Amanece.
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Fotografía de Loïc Fürhoff.