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Agua

Agua

A mi padre que me espera de vacaciones.

Ese día, nos levantamos temprano antes que todos. La piscina relucía en la mañana como un cielo invertido e impecable aquí en la tierra; el olor a cloro y el delicado sonido del agua llenaban ese universo celeste que nos esperaba desde las vacaciones anteriores.

Al lado de la piscina, un pobre ser humano revolvía las aguas con el ánimo rutinario de la mañana: éramos oficialmente los primeros en llegar. El placer de llegar primero es único, sobre todo cuando se trata de la piscina, tenés cinco años y mil cielos por delante. Eso papá lo entendía muy bien. Desde el cielo, una niña y un adulto rodean una piscina en miniatura; son, a la distancia, diminutos con sus gorras y sus sandalias viajeras: él, sobre un antebrazo, el paño, y bajo el otro, un libro; ella, con el chaleco salvavidas entre sus brazos.

Ingreso en la piscina y es más fría de lo que mi pecho de cinco años parece soportar; se moja mi pecho y mi camiseta blanca, que me protege del sol, se pega contra mi cuerpo con la furia de una sanguijuela; siempre fui de esas niñas sobreprotegidas en materia de sol: gorra, bloqueador en pasta sobre mis mejillas, y siempre la odiada e incomprensible camiseta blanca. Finalmente, se dispersa el frío devastador cuando sumerjo mi pecho en el agua, es increíble como se concentran en el pecho los llantos, las palabras que no decimos; pero a los cinco años vos no sabés nada de eso, y cuando te metés a la piscina, lo único rígido que puede haber en tu pecho se disuelve fácilmente.

Casi completamente sumergida en el agua y con el horizonte celeste alineado bajo mis ojos, veo a lo lejos la figura de papá: está acostado sobre la silla de playa con los pies cruzados uno sobre otro, no alcanzo a ver su rostro, pero se le mira relajado, sé que está feliz, y aquí es todo tan tranquilo. Todo huele y suena a piscina, saben a piscina mis labios, mis pulmones y mi corazón.

Han pasado varias horas ya, lo sé porque el sol es más fuerte ahora, quizá agradezco un poco tener esta camiseta puesta. De pronto, veo a lo lejos una figura borrosa, hago mis ojos chinos para ver mejor: es el afro de mamá, que se pasea cerca de la piscina con sus gafas de sol, parece un gato. Con ella vienen mi tía y mi prima Hui ying. Pero no estamos en la casa de Tita, ¿cómo llegaron aquí?

Jugando con Hui ying sumerjo mi cabeza por completo en la piscina, el sonido absoluto del agua bloquea mis oídos; de pronto, mi cuerpo flota. Abro mis ojos en lo celeste por primera vez y descubro, con el asombro de lo nuevo, el mundo subacuático. Hui ying es un pez chino de grandes mejillas, y el sol hace de su piel la de un pez gordo con vetas doradas, yo, de pronto una mariposa marina, algo así como una mantarraya flaca y alargada. Y bailamos en el agua.

Ese día nos levantamos temprano antes que todos, no lo sabíamos, pero ese día quedaría guardado en mi pecho como un secreto, como algo cifrado imposible de comunicar. Eso que vuelve a mi cada vez que miro al cielo, hacia el mar, cuando me siento pequeña en medio de un espacio vacío.

Quizá así se disuelvan los llantos guardados en el pecho a lo largo de la vida, casi sin darse cuenta, como, sin proponérselo, a los cinco años aprender a nadar.

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