Más o menos esto
En la prueba reina de las carreras de larga distancia, la maratón (42 km), hay una marca conocida como el muro. No le dicen la pared porque no es lo mismo, le llaman el muro y le temen. Está en el kilómetro 30 y se dice que quien lo sobrepasa termina la prueba. Es el muro donde cae rendida la mayor parte de atletas que no logran completar la maratón (se acepta el maratón pero es un parteaguas del calibre el/la Covid, no hay conciliación posible). A partir de los años 80 del siglo pasado empezaron a proliferar competencias mucho más extensas concebidas, consciente o inconscientemente, bajo la narrativa del pensamiento neoliberal (que afianzaba entonces su largo reinado). Ultramaratón se llama la sombrilla bajo la cual hay pruebas diversas, todas de cientos de kilómetros. Pero fuera de la curiosidad antropológica o psiquiátrica que puedan despertar esas competencias, las opaca un evento que tiene su origen, histórico y/o mítico, en el trayecto cubierto —corriendo— por un tal Filípides desde la ciudad de Maratón hasta la de Atenas para pedir ayuda y refuerzos (490 a. C.). Es decir, nació de una proeza que nada tuvo que ver con demostrar lo que puede hacer un Yo, sino un esfuerzo sobrehumano motivado por la causa de un Nosotros. Apoyémonos en la ortopedia de las analogías: desde su nacimiento la maratón es un espacio público; la ultramaratón, un club privado.
Me desvié apenas empezando. Más que esas opiniones (personales, añaden los intensos), voy a compartir otras. Hace unos días, el mensaje vía Whatsapp de una amiga, stickers jubilosos intercalados, celebraba haberse enterado, si bien con delay importante, que La marcha turca de Beethoven era "la música de El Chavo”. De Ludwig agotamos en minuto y medio, tal vez dos, todo lo que podíamos decir. En cambio, por un buen rato, sumergidos en recuerdos examinados bajo el escáner del presente, comentamos la obra de Chespirito, en particular aquella épica ordinaria de los quintiles bajos que dinamitaba el concepto de familia perfecta con que nos sermoneaban la publicidad, la Iglesia y el Estado (las tres cámaras de eco del capitalismo). Sin duda, fue también hija de su época y, sometida a la nomenclatura actual, en varios temas reventaría en pedazos el medidor red flag. Pero en el territorio mayor y general seguiría, sigue intacto. Familias uniparentales, mujeres que viven solas, colectivo de vecinos, huérfano homeless, educación pública, lucha de clases.
Conviene tener esto presente, El Chavo se lanzó en México a inicios de los años 70 del siglo anterior. No tengo idea de si la afrenta a los valores dominantes fue intencional o “sin querer queriendo”, leí que Roberto Gómez Bolaños no fue exactamente un activista. De todos modos, ahí está la obra que se transmitió sin parar en América Latina desde su lanzamiento hasta muchas décadas después de haberse filmado el último episodio. Por temas legales tuvo que modificar el nombre (de El Chavo del 8 a El Chavo), se sumaron personajes y sketches independientes. No se supo bien si fue un cambio o un final (dato trivia: en Brasil, El Chavo se tradujo como Chaves). Las obras, como los hijos, tienen vida propia, siguen su camino, se emancipan (a veces con violencia), forjan carácter y, como los hijos ya lejos de sus padres, buscan, con los recursos que tengan, independientes e imperfectos, su identidad. Como la frase devaluadísima de Kavafis importa-el-camino-no-el-destino, lo necesario es buscar la identidad, no creer que se le encuentra. Léanse estas últimas oraciones en modo parodia u omítanse de forma inmediata.
En fin. No fueron pocos los padres y madres sentimentales que privaron a sus criaturas de conocer a Ron Damón y al resto de personajes de la vecindad. Así de nítido y preciso habrá sido el espejo. “No me dejan ver El Chavo”, dijo un escolar genérico en el recreo también genérico que se extendió de 1973 hasta los primeros años del milenio siguiente. Sería injusto cerrar el tema sin señalar el gesto agudo (consciente o inconsciente, da lo mismo) de que el Chavo viviera en un barril como descendiente postrero y tercermundista de Diógenes de Sinope, inventor absoluto del punk cerca del 300 a. C., dos siglos después del tremendo cardio de Filipides.
Si tanto volvemos a la Antigua Grecia, hay que decirlo todo: no se puede confiar en quienes entregaron la mentira más longeva de la historia, las constelaciones griegas. La humanidad lleva milenios fingiendo ver puñados de estrellas que no coinciden en absoluto con las figuras humanas y mitológicas que les dan nombre. El cinturón de Orión, las flechas de Artemisa, los audífonos de Zeus. Pasan décadas, siglos, milenios y nadie se atreve a terminar la farsa. O a cambiarla.
¿A qué vine? ¿Hacia dónde voy? Y sobre todo, ¿por qué sigo aquí? No pregunto desde la angustia existencial, vade retro, me refiero a este texto. Estaba de buen humor y sociable cuando empecé, ahora no estoy tan seguro. Se escribe para no hablar de lo decisivo. Siempre se está hablando de otra cosa, de una que está al lado o detrás o debajo o más allá de la escrita. Maratón, El Chavo, política, retórica artística, griegos, ideología, constelaciones, audífonos, etc.
No era eso. O no solo eso. Llegué sin plan, apenas un par de excusas, quería conversar. Pero escribir no es conversar, diría que casi es lo contrario. Para empezar, se sabe que el orden de los párrafos no es cronológico (el que cierra allá abajo fue el primero que escribí, mitad de noviembre más o menos). “Tengo pocas ideas y todas fijas”: este texto se acerca al poema de Homero Pumarol que siempre menciono, “…es fácil de olvidar / no tiene asunto / Uno llega al final buscando otra cosa”. Pero la verdad es que el párrafo completo lo acabo de sacar de la manga, es una constelación griega.
Para ir cerrando: escribo porque es gratis. Y si hoy el mandato planetario es que todo responda a un fin útil, milito en escribir sin propósito alguno.
Corren tiempos hostiles desde que tus examigos le abrieron la puerta al enemigo, hay niebla densa en la frontera entre ser y parecer y miente quien dice yo-la-distingo-a-la-perfección, se confunden planetas por estrellas, se confunden ideas por emociones y emociones por ideas, nos distraemos mientras se sepulta un quintil entero o tres, una medianoche genérica alguien, lata de spray en mano, pregunta en la pared, “se dice cambio o se dice final?” No, no es una pared. Lo escribe en un muro.
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