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Las estatuas de Demetrios

Las estatuas de Demetrios

No tengo más que un amigo: es Eco. Y ¿por qué es mi amigo?
Porque amo mi pena y él no me la arrebata. No tengo más que un
confidente, el silencio de la noche. Y ¿por qué es mi confidente?
Porque calla.

Søren Kierkegaard.

 Vamos a dejar esta tierra amarga para siempre.
Vamos a volver al leve país en que nacimos.

Marosa di Giorgio.

(Comedia libresca sin actos.
Voces: Una casa y una nieta)

Con la decadencia, las estatuas perdieron la cabeza pero no han dejado de existir. Las madrugadas se llenan con sus extrañas voces, ¿quiénes si no ellas podrían emitir quejidos de lechuza? El tiempo también dejó crecer las hierbas: el musgo, piel de piedra; el moho, epidermis de pared. Los años dejaron crecer las horas, sus picos en los rincones, las grietas en la pintura de los cuadros, el cascajo de lo inmóvil. Todo es viejo aquí. Yo soy vieja.

Mi abuelo murió en mayo; los zanates rondaban el pueblo con sus cabezas ruidosas. Como algunas muertes, la suya estuvo quieta, apenas un estertor, un zumbido. Permaneció mudo en su cama y la llama de su pecho se extinguió. No se despidió de nadie. Alguna tía lejana y yo fuimos las últimas vivas de la familia; el abuelo había resistido, solo y tenaz, una vida de pérdidas. Me sentaba a su lado, cuando lo visitaba durante su enfermedad cancerosa, y esperaba encontrar respuestas a la orfandad—él era el último de mi familia—, pero su rostro se había petrificado, quizás había muerto mucho antes de que su corazón se paralizara definitivamente. Después del funeral, regresé a mi casa en Ciudad de México tratando de huir de las muertes interminables. El olvido es una trampa: nadie olvida, solo huimos. Pensé en no volver al rancho en Zacatecas. Me concentraría en mis estudios y, quizá, los recuerdos se disolverían lentamente como toda fuga. El luto es tenaz, nunca deja de morir; lo que ignoramos nos atrapa inevitablemente.

Las estatuas aúllan, puedo oírlas cuando los habitantes de los caseríos vecinos apagan la luz. Me veo arder en el futuro: noche sin fin. El sueño es un paraíso de infiernos o vuelos, segunda vida, decía uno de los libros de Mateo. Pero, para mí, no hay sueño, estoy condenada a la vigilia: todas las casas están despiertas siempre. En la puerta hay un moño negro, y junto a él, la nieta ha colocado hojas de laurel. Ella tiene los mismos ojos de Petrarca, fríos; habla como él, el lenguaje de los difuntos.

Meses después de la muerte del abuelo, el abogado me llamó para la lectura del testamento. Tenía que ir al rancho, escuchar las decisiones de mi muerto. Sabía que mi abuelo me heredaría el caserío: ese monstruo cóncavo. Nada sabía de ranchos ni casas; hay herencias que son grilletes en vez de paz. El problema es que los muertos nunca dejan de morir, somos su invención; se burlan de nuestras existencias precarias y sosas y quisieran que nos diéramos cuenta de la vida, pero somos incapaces de ver la muerte.

Me miraba en el espejo y pensaba en Juan, el joven del que me había enamorado en la ciudad; una honda pena me embargaba. Aquella era una relación frustrada, incompatible; él se enamoró de otra muchacha, pero estaba metido en mis huesos. La ausencia nos acompaña siempre así que la llevé al rancho. Mi enamorado ausente se postraba encima de mis otros ausentes: qué lío aquel cementerio.  

Por las mañanas, muy temprano, el sol invade las montañas y aquí dentro, algunos rayos iluminan la estancia, antaño ahogada de risas de niños; la nutrida familia que habitó la vida de esta casa. De ellos nada queda, pero, abandonada, vivo una existencia moribunda. Las estatuas mutiladas habitan aquel pedazo de jardín en el que Mateo fingía su Grecia mexicana y desértica.

La vida con el abuelo fue lenta y extraña. Crecí en su casa rodeada por las amplias y tétricas habitaciones ovales. Había voces de fantasmas en los pasillos; mi abuelo pasaba el tiempo encerrado escribiendo y mirando libros de cuentas, tenía muchos libros, mapas, grabados, rutinas privadas y mundos secretos, a veces nos veíamos en la cena. Su voz era ronca, como la de un comendador. El polvo de la casa era negro y hermoso, las mariposas nocturnas descansaban en las esquinas de los techos; eran los antifaces de los días. Me acostumbré al silencio, a los relámpagos veloces de los caballos, a los soliloquios.

Los techos, invadidos por la humedad, despliegan sus telones de salitre, el paso del tiempo es ruina. Canas de ángeles brotan por todas partes. Los muebles permanecen como parte del cuerpo de las personas que los ocuparon, conversaron acodados en una mesa, durmieron en un colchón; las sillas son gestos que pasearon la rabia, la tristeza, el enojo, la alegría. Fui testigo de cada carcajada, lamenté sus llantos. Después no hubo nada. La nieta con sus pasos lentos y sus velos, se dedicó a dejar de sonreír. 

¿Por qué una muchacha sana, fuerte y viva se deprime? Al principio, cuando regresó, se encerraba en el estudio como su abuelo; horas de contemplación infructuosa, sus dedos acariciaban los mapas, viajaban de un lado a otro, se mudaban de fantasía. ¿Se había convertido en él por inercia? Pronto comenzó a hablar conmigo, se dirigía a los muros, los increpaba, así supe de su enamorado Juan. Una situación ridícula, como cualquier enamoramiento juvenil, me dije. No le di importancia, después de todo, a una casa vieja solo le importan asuntos de paredes y vidrios rotos: siempre hace frío. Noté que la muchacha envejeció rápidamente cuando descubrió a las estatuas; entonces recorría el estudio y el jardín olvidado, paseaba entre aquellas mujeres mutiladas, danzaban juntas y se enardecían con sus lamentos. El rostro de la muchacha palideció y cada día se asemejaba a aquellas figuras pétreas que habían perdido los contornos de sus facciones.

La casa del abuelo es hosca y fría. A punto de terminar mis estudios y con la muerte del abuelo encima, pensé que debía habitarla, intentar reconstruirla, hacer mi tesis allí, olvidar a Juan. Al alejarme de mi vida, la casa se convirtió en mi fantasma o yo me volví su espectro, no lo sé. Mis muertos no me dolían como la lava de mi trasfondo: era huérfana.

La nieta, en el jardín de las estatuas, vaga; la locura la invade. Las efigies, otrora blancas y completas, eran esculturas clásicas que imitaban cierta danza singular durante la juventud de Mateo. Estaban colocadas en círculo, parecían conspirar. Él vivió entre ellas muchas horas, tiempo erótico en el que danzaba con sus amigos cuando eran jóvenes; se revolcaban entre las estatuas, hervían los cuerpos, se agitaban los nudos. Las estatuas contemplaron la lujuria, la traición, el deseo y se volvieron codiciosas con el placer humano, pronto aprendieron a seducir o quizá eran ellas las guardianas de la seducción. Se volvieron mis enemigas cuando comprendí su poder. Planeaban jugarretas, escondían objetos, se movían de noche. Alabastros infernales. Su furia contenida alimentaba deseos secretos, por eso Mateo padecía las fiebres dionisiacas y eróticas, comportamientos inexplicables. Cuando el tiempo nos venció; yo acumulé polvo y ellas comenzaron a perder sus miembros; hubo terremotos y huracanes, hubo hurtos y desapariciones: el desastre de los objetos.

Cada mañana recuerdo al fantasma de Juan. Entre las estatuas, su risa: don Juan. Su mirada es traición. Las estatuas me han pedido venganza. He perdido mis objetos: libros, lápices, notas. Sospecho que las estatuas, celosas del mundo lejano que construí en la ciudad, han desaparecido cosas de mi vida anterior. Aunque me roban solo ellas pueden protegerme del infiel.

Los alaridos nocturnos me estremecen. Son ellas y su persistencia por hacerse visibles.. Mis muros están rotos, sus grietas claman demolición, necesito dejar este mundo al que ya no pertenezco. La nieta de Mateo debe venderme, demolerme, olvidarme, estoy cansada, crujen mis escaleras, tiemblan mis losas viejas. Mis jardines forman cataratas de lodo, mis rincones están llenos de roedores y animales ponzoñosos, las tuberías están obstruidas; cálculos renales en mis cimientos, hipertensión arterial en mis pasillos. Estamos lejos de la ciudad, estoy vieja y no puedo ayudar a la muchacha. En el mundo de los seres humanos, la pobreza, la destrucción, el caos del siglo XXI, y aquí, en este inframundo, una muchacha pierde la vida sumergida en una estúpida pena de amor. ¿Por qué don Juan se empeña en volver?

La lucha ha comenzado. Los gritos de las piedras me despertaron. Llevaba días alimentándome escasamente: las estatuas estaban vivas y locas. La claridad invadió mi razón como sucede después de un largo luto. Deseaban convertirme en una de ellas. Resentidas con el seductor planeaban venganza, pero la venganza es ridícula, como el enamoramiento romántico y su pena. Ya no vivimos en el siglo XIX: estamos solas, es la verdad.

Las estatuas estuvieron inquietas y furiosas; se arrancaron pedazos por la noche y los aventaron. La muchacha empacó su maleta, calzó sus botas de montaña y, con una pala, por fin las trituró. Al terminar  fue al estudio y buscó aquel libro viejo en el que, alguna vez, en un recuerdo, había leído, en una nota a pie de página, la historia de las estatuas de Demetrios; esculturas que se movían por la noche y a las que había que atar. Pero ella no ataría a aquellos seres para contenerlos, los destruía porque su abuelo había fallecido y sus padres también. Porque, aunque ellos vivieran, ella era idéntica a sí misma y ningún don Juan turbaría los espejos.

La primera semana de diciembre cerré el trato para vender el rancho del abuelo, contraté una agencia inmobiliaria, demolerían la casa. Me despedí de aquel lugar. Solo conservé el libro de las estatuas de Demetrios. Incluso la desaparición es luto: el libro también.

Me llevé fuego, es decir, la única memoria de valor. Antes de atravesar la puerta, escuché los ecos de un universo a punto de cerrarse. Afuera, las montañas atardecían, las nubes limpiaban el horizonte, olía a estiércol. En el taxi, leí mi nombre en mis documentos de identidad: Elvira. Me reí de don Juan y su mundo muerto. Adiós a la casa del abuelo. 

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Fotografía de Walker Evans, gracias a The New York Public Library.

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