La rodilla de Clara
No puedo dormir, son las tres de la mañana y ya me tomé un Tranquité con cuatro bolsas, en otras circunstancias un cóctel letal. En momentos así trato de acostarme boca arriba, mirando al techo, esperando que el puro tedio sea el que finalmente me lleve a caer dormido. Pero cada media hora, como en piloto automático, me levanto a fumar un cigarro y a revisar el teléfono. Es de madrugada y en Facebook solo hay publicaciones de medios europeos. Cuando me meto de nuevo a la cama empieza la cabeza dele que dele que dele, no me deja en paz, un ajetreo necio, cada microhumillación de la semana, el mes, el año y la última década vuelve magnificada, me empieza a dar vergüenza todo, el pasado, haber nacido, todo. Trato de desviarme de la vergüenza, repasar conversaciones recientes.
La historia de cómo Aserrí se empezó a ir a la mierda, según lo contó mi hermano, una teoría cuestionable, pero fascinante en todo caso. Peligro, eso me hace pensar en mi madre, que duerme en este momento, o al menos eso espero. El pensamiento catastrofista que de forma inevitable lleva a los ladrones de casas, a mi madre tan sola, pues mi tata pasa cada vez más tiempo enmontañado en su finca limonense. El escenario habitual, la señora, los ladrones... No, no, pienso que debería irse de ahí, vender la casa, aceptar que es territorio de guerra, no apto para una mujer de sesenta y pico. Pero no lo hará. OK, cambio de pensamiento.
Me agrada la idea de meterme en casas ajenas, sin ninguna intención de robar, solo por la emoción de hacerlo. Desordenar bibliotecas, probar tragos, acostarme en camas ajenas, estar donde se supone que no debo. Hay una película de un coreano con esa trama, pero no me acuerdo cuál. Me produce una emoción extraña, la idea de meterme a casas, aunque cuando robaron en mi apartamento pasé traumatizado varias semanas, fue una cosa de lo más invasiva. Pero en mi fantasía no hay la menor intención de robar, lo que añoro es algo así como un vandalismo inocente. Un juego.
Ya sé que nada de eso tiene que ver con la razón por la que Aserrí se despichó, o al menos la teoría de mi hermano al respecto. Momento de volver a ese punto. Si bien ya no me considero aserriceño, cuando era joven y todavía vivía allí no me daba cuenta del deterioro, era un rumor, una amenaza que no podía comprobar. Mis días se iban en una burbuja, no quería tener absolutamente nada que ver con Aserrí, relacionarme con gente de Aserrí, asumir que a grandes rasgos vivía en Aserrí. Mi hermano, por el contrario, disfrutaba hacer un poco de turismo de clase y relacionarse con las pintas locales. Al punto de que en determinado momento, desde una óptica algo prejuiciada, se podría afirmar que mi hermano, ¡mi hermano menor!, se estaba convirtiendo en algo así como una pinta.
Entonces, se supone que por ahí del 2005, 2006, cambiaron el tipo de pintas locales. Mientras yo hacía maratones de películas y trataba de pasar la mayoría de mi tiempo en San Pedro, en la «civilización», mi hermano empezó a notar que llegaba un tipo diferente de pinta, ya no digamos la de carácter semirural, con a lo mucho dos años de educación secundaria, cuya transgresión mayor era fumar mota a las afueras del chino, robar celulares y quizás hacer algo de narcomenudeo. La nueva pinta era lo que mi hermano describe como «gringos de Jacó». El arribo de este espécimen confirmaba que Aserrí se había convertido en una muy peligrosa bodega de cocaína, y estos gringos, seguro todos parecidos al rapero Bloke, o así me gusta imaginarlos, eran los custodios. «Un montón de hijueputas rubios con dreads y cara de trastornados», decía mi hermano.
Así supuestamente se despichó Aserrí. Ni mi hermano ni yo somos suficientemente calle como para tener conocidos o familiares baleados, ajusticiados, o ese tipo de cosas. Pero de que se oyen historias, se oyen. En una vida paralela, más torcida, con menos sobreprotección, tal vez hubiésemos terminado conduciendo un Hyundai a las tres de la mañana camino a Tarbaca, cagados de miedo, escuchando Super Radio por inercia, “Happy Together” o “Good Vibrations” sonando mientras íbamos hacia nuestra muerte prematura.
El escenario farsesco me da risa pero me desespera al mismo tiempo, pensar que todo pudo haber salido mucho peor en la vida, pero quizás, y con menos probabilidades, mucho mejor.
Sigo despierto.
El vicio de Instagram me hace daño, no puedo dejarlo, no tengo la fuerza de voluntad. Pero ahora que no puedo dormir y quiero dejar de pensar en el narco, lo abro y me pongo a ver las stories. Algunas me resultan totalmente incoherentes, mientras que las demás son ciudades desconocidas, fiestas de famosos, gritos de ayuda, videojuegos, comida, exhibicionismo, lo usual. Hay una que me inquieta en particular, una escena breve en la que un gay acaricia insistentemente la pierna bronceada de una amazona de metro ochenta y cinco. La acompañan de una frase irónica, como si estuvieran parodiando la heterosexualidad, una sonrisa engreída en la cara de ella, consciente de sí misma, inalcanzable, presumiendo que solo su amigo playo la puede tocar con esa facilidad, esa desfachatez.
Recordé esa película de Eric Rohmer, La rodilla de Clara, en la que un picaflor barbudo, pronto a casarse, se obsesiona con la tal Clara, una adolescente físicamente perfecta y completamente banal. Para mantenerse fiel, en su inminente entrada a la en ese entonces llamada «vida seria», concentra su deseo en la rodilla de la muchacha, un punto energético mediante el cual puede sublimar al mínimo contacto. Para llegar hasta ahí, elabora una intriga muy tonta, algo sobre probar la infidelidad del novio de la chica y así tener la oportunidad de encontrarla vulnerable, consolarla y, en vez de seducirla, acariciar la ansiada rodilla y seguir con su vida. Hay algo muy supersticioso y ritualista en la especie de absolución que busca el picaflor en un punto tan específico de la anatomía, un toque mágico y siempre elusivo.
Bueno, eso era, tal vez quería olvidar esa story de Instagram, hacerlo con una referencia más o menos culta. La misma estrategia de siempre. Encontrar mi propio punto de evasión, o como sea. La cosa es que cuanto más avanza la madrugada, pensemos en el territorio de las 4 a. m., o por ahí, las reflexiones se vuelven más abstractas, más sombrías. Cuando viene a la mente el pasado, aparecen también todas las posibilidades del mundo que se escaparon, como si la acumulación del tiempo fuera volviendo el campo de visión más amplio y más cerrado a la vez, una consciencia de lo vasto e inabarcable de la vida y simultáneamente una resignación ante las limitaciones propias, impotentes ante esa inmensidad.
Cierro los ojos y poco a poco me duermo. Sueño con una película apócrifa sobre gente que se mete a casas, un atardecer permanente, como si el mundo se detuviera, viajes por carreteras inmaculadas y paisajes familiares, antes de despertar, montañas nevadas de Aserrí.
__
Fotografía de Alonso Chaves.