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El tamaño de las cosas

El tamaño de las cosas

1. El aire es claro y se pueden ver las montañas más lejanas. Me imagino que es porque la contaminación ha bajado. La autopista se ve casi vacía, aunque no totalmente: los habitantes de la bahía no pueden vivir sin salir a la playa o a dar una caminata por una montaña, algo que les quite el aire, algo que los eleve sobre la ciudad y les recompense con una vista extendida de la tierra y del agua. Todos estamos buscando cómo salir de este encierro involuntario, con el sol tibio y cruel llamándonos desde las hojas de los árboles. Por mucho tiempo pensé que tenía problemas para escribir porque era demasiado feliz. Ese problema se ha resuelto en las últimas dos semanas, pero las palabras todavía están tratando de despegarse de los tejidos atrofiados en mis dedos. Tal vez no era eso, sino que me he quedado muda ante el tamaño de las cosas, el índice de expansión de un universo lleno de ideas ajenas. Entre tanto ruido me cuesta escuchar las mías.

2. Hace un mes llegaba a un San José calientito y lleno de guiños familiares. Pequeñas felicidades. Molestias de todos los días que ya nadie nota porque se han convertido en el ruido de fondo de la existencia en la ciudad. La gente en San José ni se acuerda de que están en un valle, pero cada hora que paso ahí me abraza un círculo de paredes montañosas azules. No hay horizonte. Yo veo las montañas a todas horas, tocando las nubes, mientras mi mamá, como si no fuera un milagro, me sirve arroz y frijoles deliciosos, plátanos maduros perfectos, un aguacate tocado por el dedo de los dioses. Todas esas caricias recibidas en persona fue lo primero que sentí arrancado de raíz cuando me di cuenta de que volver ahora sería una locura, y logísticamente imposible. No hay distancia psicológica como una frontera cerrada de repente.

3. El aislamiento social recomendado es más o menos mi vida normal. Me cancelaron las clases de baile, y no puedo ir a la oficina, especialmente en el bus 49, lleno de viejos y desdichados. En una misión de rescate fui a la oficina y me traje todas las plantas. Los pájaros cantan con la desesperación de la primavera. El perro, que al principio estaba feliz de tenerme en casa, ha comenzado a aburrirse de mí. Las noticias de los muertos han empezado a llegar, cada vez más cerca. Los enfermos aún más: amigos, conocidos, colegas. Es cuestión de tiempo y a todos nos llegará la hora, la pregunta es cuándo. Hoy no, digo. Espero. En la noche me da tos, parte de las alergias estacionales. Leo un rato a Rosa Montero y me duermo escuchando sonatas en un mini-reproductor de mp3 muy retro que no tiene Internet.

4. Entre las cosas que se han hecho evidentes están las dimensiones que ocupamos como humanos, el número inmenso que somos, la capacidad multiplicativa de nuestras acciones individuales. En esta semana nos dimos cuenta de cuántos estábamos recibiendo los envíos de los víveres cada semana, cuántos apartamentos estaban rentados en AirbnB, cuántos estaban de vacaciones y quizás no han podido regresar, pero sobre todo cuántos dependían de su trabajo día a día, hora a hora, para vivir el día o la hora siguiente. Qué frágiles nuestras redes, qué solos estamos dependiendo de nosotros mismos en esta enorme multitud. Pero también qué felicidad la del futuro, en la que podemos ver películas juntos aunque estemos lejos, hacer una fiesta en el chat, organizarnos para comprarles los víveres a los abuelos, participar en juegos absurdos inventados en WhastApp, comer comida deliciosa que podemos pasar a recoger al vuelo. De alguna forma nos la arreglamos para seguir juntos.

5. En el mundo los poderosos hacen lo que siempre hacen. Pero a pesar del poder, los demás nos estamos organizando para cuidarnos los unos a los otros, barrio por barrio. Para improvisar equipo sanitario, imprimir equipos en 3D, ignorar patentes para construir ventiladores, mandar a la mierda a las academias y publicar nuestros hallazgos científicos y nuestros pequeños avances contra el virus, deshacernos de los permisos y los límites absurdos que no tenían por qué existir antes y que no aguantaremos ahora. Es más obvio que nunca que la fragilidad de los sistemas es insostenible. Que pagar el alquiler va a ser absurdo, los intereses de la hipoteca, el agua, la luz, la Internet, nada de eso ya tiene sentido. Que no podemos abandonar al mercado algo tan importante como nuestros sistemas de salud y las cadenas productivas de alimentación y servicios que nos mantienen vivos. Yo digo que de esto salimos posiblemente heridos, pero con un mundo nuevo.

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Fotografía de Ian Battaglia.

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