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Cremita, cremita por el cuello

Cremita, cremita por el cuello

Nos pasamos toda la mañana preguntándole a la gente si nos llevaba pa San Marcos, pero nadie podía. Las viejas eran las únicas que parecía que querían acompañarnos porque estaban que no cagaban con Isora, pero ellas no tenían coche ni sabían conducir y la verdad no nos iban a acompañar caminando por la carretera porque eran casi tres horas de camino y la vereda era muy estrecha, los coches pasaban muy pegado. Pensamos en ir solas. Isora cogió las cosas y las metió dentro de una maleta: la tualla, la crema, los bañadores y unos bocadillos de chorizo revilla y queso. Desde el mostrador Chela nos escuchó los escorrozos en la parte de abajo de la venta porque Isora estaba buscando los tenis viejos y vino corriendo pabajo. Pa dónde carajos van ustedes quisiera saber yo. Pa la playa, bitch, le dijo Isora. Y Chela se quitó la chola de levantar pa lanzársela a la cabeza gritando pa la playa te voy a mandar yo volando, cachopuuuta! Yo me pegué a una de las estanterías donde estaban colocados los jugos lybis llenos de polvo y telas de araña. Isora se escondió detrás de las neveras de los congelados corriendo y empezó a repetir por lo bajito foquin bitch, foquin bitch, ojalás te mueras. Cheee, que está aquí esperando el hombre los duuulces, muchaaacha!, gritó una voz de vieja desde la puerta de la venta. Chela salió escopetada parriba con la chola todavía en la mano. Iso, que ya se fue tu abuela parriba, sal pafuera, le dije despegando la espalda de la estantería. Lo volví a repetir y esperé, pero seguía sin salir de detrás de las neveras. Me senté encima de una caja plástica en una esquinita del cuarto y esperé de nuevo. En un momento me pareció que se había dejado dormir, o que se estaba estregando porque respiraba muy fuerte, pero no me atreví a mirar, me dio miedito no sé por qué. Una horita después salió arrastrándose de detrás de las neveras, arrastrándose como una lagarta envenenada, y me dijo shit, acompáñame al baño, que me estoy cagando viva. Y le vi los ojos enchopados, los ojos enchopados de haber estado llorando.
Comimos en cas abuela. Comimos coditos fritos, papas guisadas y mojo rojo. El mojo de abuela era aguachento, porque le echaba agua del aljibe. Cuando ella era pequeña había escasez de aceite y ya de manía lo seguía haciendo. También comimos gofio amasado. Abuela lo ponía dentro de un plato hondo y nosotras lo íbamos cogiendo y haciendo pelotas y lo pasábamos por el mojo aguado. Nos dejaba comerlo todo con las manos, decía que con las manos era más sabroso. Chela, cuando nos veía hacerlo, nos gritaba que éramos unas cochinas, que cómo mi abuela nos dejaba hacer esa jediondada. Y yo notaba cómo decía «tu abuela» con resentimiento. Ella sabía que abuela nos trataba a la papita suave. Cuando terminamos de comer, Isora dijo que se le había ocurrido que podíamos hacer que el canal era la playa San Marcos.
Al salir de a cas abuela, cogimos unos sombreros de ir a la güerta de tío Ovidio y nos fuimos a buscar a Juanita Banana para que fuese con nosotras a la playa inventada del canal a hacer machangadas. Juanita Banana era un niño que vivía al lado de mi casa y lloraba si lo llamaban por el nombrete. Isora gritó su nombre y Juanita Banana salió por el balcón con un bocadillo de lomo y huevo en la mano. Juanito, ven con nosotras que vamos a hacer que el canal es una playa y que criticamos la celulitis de las mujeres. No puedo, respondió, mi madre me mandó a arrancar la yerba. Juanita muy pocas veces podía ir a jugar porque tenía que arrancar la yerba o echar de comer a los animales o podar la viña o baldear los patios o lavar los coches o la minimoto del hermano. Su padre quería que trabajase. A Juanita no le gustaba estudiar y el padre le decía que lo iba a mandar a los tomates como no estudiase y yo a veces sospechaba que aquello no era solo una amenaza y que de verdad el padre quería que se fuese ya pa los tomates desde chiquitito. Me lo imaginaba ya de viejo, con la cabeza calva por el centro, con la cabeza como una güerta quemada. Y con la barba, la barba con algunos pelos blancos. Él mayor con los tomates en las manos y los otros hombres llamándolo Juanita Banana esto, Juanita Banana lo otro, y a él triste, triste y acordándose de cuando era chico y jugaba con nosotras a las barbis y a los ken y nos decía con la barbi: holachicassoychaxiraxiysoymuyguapa.
El canal estaba un poco más abajo de la venta, justo por la parte de atrás del centro cultural. En el centro cultural fumaban porros los chicos que ya iban al instituto, los kinkis, los llamábamos. A mí me daba mucha vergüenza pasar por delante de ellos porque no sabía cómo comportarme. Isora se conocía todos los nombres de los chicos del centro cultural y los decía como una canción: yeray jairo eloy ancor iván acaymo. Y los saludaba y para ella no había ningún problema con verlos, ella era famosa, tenía una venta, y si no la saludaban a lo mejor la abuela dejaba de venderles el bocadillo chorizo perro y la coca cola de las cinco de la tarde, que era cuando los chicos se juntaban después del instituto a fumar porros y comer bocadillos y hablar por el mésinye cuando había un sitio en los ordenadores del centro cultural, que hacía muy poco que los habían traído.
Ya desde lejos la entrada del centro cultural apestaba porro. En aquella época la policía venía muy a menudo porque decían que en el barrio se movía mucha droga. Juanita Banana nos contó una vez que el hermano le dijo que en el bar de Antonio los hombres se metían droga y yo la verdad no me hacía una idea muy clara de qué era la droga ni para qué servía, pero cuando Isora y Juanita lo comentaban yo decía sí, muchacho, es verdad, hay droga por todos lados.
Isora conocía una parte del canal en la que algunas de las lajas de cemento que lo cubrían estaban rotas y se veía el agua que corría cargada de pinocha y piñas de los pinos y piedras que venían del monte. Nuestros cuerpos cabían dentro de esos bujeros secretos. Seguimos el recorrido del canal caminando por encima. Era un camino muy estrecho, si nos enriscábamos pa un lado podíamos reventarnos como conejos. Cuando llegamos a las losas levantadas, vimos el pueblo todo, todito. Vimos Redondo, el barrio de por la izquierda, y otros barrios de por los lados que no sabíamos bien ni cómo se llamaban. Cubiertos de nubes, de posmita, de tristeza gris oscura. Y vimos el centro del pueblo y los barrios bajos, los barrios con suerte, iluminados por una luz amarilla, brillante, y allá al fondo, justo enfrente del mar, la playa San Marcos. Chos, dijo Isora, y se le levantaron las cejas hasta casi rozarle el naciente del pelo, timaginas haber nacido en la playa?
Sacamos las tuallas de las maletas y las colocamos dobladas en los bordes de los huecos del canal. Isora y yo todavía no llevábamos parte de arriba del bañador, porque mi madre y Chela no nos dejaban. Además, Isora decía que las que se ponían parte de arriba eran unas putas y se iban a quedar embarazadas primero y yo decía que sí. Pero la verdad era que ninguna de las dos aguantaba las ganas de ponerse la parte de arriba de una vez y dejar de pasar vergüenza por tener los pezones hinchados. Aquel día, como nadie nos veía, decidimos ponernos parte de arriba por primera vez. Isora tenía dos partes de arriba que le había regalado la familia de Santa Cruz por el cumpleaños y me emprestó una.
Isora se quitó los tenis y metió los pies dentro del agua. Luego lo hice yo. Estaba fría, más fría que la que corría por la atarjea de abuela por la madrugada. Mientras nos mojábamos los pies, yo no paraba de mirar el mar. Cierra los ojos, shit, imagínate que estamos en la playa San Marcos, shit, dijo Isora. Y me vi caminando por la orillita de la arena. Como los palos y la pinocha que bajaban por el canal me golpeaban los tobillos, pensaba que eran las piedras del mar, que se estrellaban contra mi cuerpo dejándome las canillas todas matadas. Sin abrir los ojos, Isora empezó el juego: chacha, tú sabes quién es la mujer rubia esa que está entrando al agua? Sí, María, no? Sí, María la de todos, dicen que tiene dos novios a la vez. Y no tiene marido?, le pregunté apretando los párpados. Sí, me dijo Moreiva la de la curva que es un cuero y que anda todo el día buscando macho en los bares y que es una borracha. Abrí el rabillo del ojo y vi a Isora sentada sobre en canal, con los pies dentro del agua, moviéndolos en círculos. Se estaba rascando el pepe por los lados, porque siempre le picaba de afeitarse muy seguido. Se rascaba y seguía hablando: y doña Carmen le compró un colchón porque ella ni se preocupa de que los hijos no duerman por el piso. Me fijé en sus muslos, que tenían un pelo suave y largo como el de un peluche y muchos lunares. Eran brillantes, casi dorados. Dice Eulalia que la vieron estregándose con un hombre de la playa detrás de la plaza San Marcos, el día del baile magos, seguía. Deslicé los ojos desde la punta de sus dedos de los pies, gordos y con las uñas cortadas rente, clavadas en la carne, hasta llegar a su pepe, y volví a cerrarlos. Mientras ella me contaba cosas de María la de todos, tuve una imagen nítida, tan real, de nosotras dos, ya mayores, sentadas en la playa San Marcos, cogiendo sol con las piernas afeitadas y sin bigote. Yo le echaba crema a Isora en los muslos, le acariciaba la superficie de los muslos, y ella se estiraba como si fuera un gato, y los lunares se chupaban toda la crema y entonces volvía a apretar el bote amarillo de protección 30 sobre la palma de mi mano derecha y de nuevo le echaba crema sobre los muslos y en los dedos sentía los pelos enconados de sus piernas, sentía los pelos de sus muslos saliendo como cañones que empezaban a nacer de nuevo, y yo de nuevo le llenaba todos los güecos de la piel con crema y ella se reía y le brillaba el lunar de la barbilla y una vez más yo le echaba cremita, cremita por el cuello, cremita entre los dedos de los pies, cremita en los pezones y detrás de las orejas, en las pestañas, porque las pestañas de Isora eran largas como lombrices, largas y finitas y con el sol se volvían rubias, casi transparentes.
Volvimos del canal caminando muy despacio. A Isora le dolían las uñas de los pies y se quitó los tenis. Me decía chos, shit, no me las tenía que haber cortado tan rente, y pisaba el piche con cuidado, para no picarse con piedritas, para no cortarse con cristales de botellas de borrachos. Cogimos unos pocos de nísperos y nos los fuimos comiendo. Estaban calientes, pero Isora dijo que mejor, que así le daban cagalera y sacaba pafuera toda la comida que le sobraba. Mientras me chupaba el agüita pegajosa de los nísperos de los dedos de una mano, agarré a Isora con la otra. Me hubiese gustado darle la mano y seguir caminando, pero solo alcancé a agarrarle el brazo. Me repetí que nosotras no éramos como esas amigas que se tocaban y se decían te quiero. La mano puesta sobre el brazo de Isora me quemaba. Seguimos avanzando y ya por la altura del centro cultural la había soltado. Los chicos no estaban ya fumando porros, no había nadie en la carretera. Estaba oscuro, el cielo era una cueva. Isora siguió caminando por detrás de una fila de coches aparcados, los coches de los hombres que se estaban jartando a vino en el bar de Antonio. La seguí. Cuando me puse a su altura, me agarró ella a mí del brazo, fuerte, como si se protegiera de no caerse por un barranco. En el espejo retrovisor de un coche blanco vi nuestros cuerpos unidos, su palma de la mano y la piel de mi brazo juntas. Duró muy poco. Cuando Chela asomó la cabeza por el mostrador, ya me había soltado.

Fragmento incluido en Panza de burro. © Editorial Barrett 2020. Todos los derechos reservados.

Se mantienen los giros sintácticos y ortográficos de la autora, pese a que, en algunos casos, se alejan de los usos normalmente aceptados.

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Ocho

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