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El mundo barato

El mundo barato

No me suceden muchas cosas últimamente, está de más decir que es una situación similar a la de la mayoría de la gente. Por esa misma razón el pasado surge como un archivo de cosas recordadas a medias, tendencias efímeras que caen en el olvido y vergüenzas lejanas sobre las que ya nada se puede hacer. En esta especie de jubilación mental, no es tan extraño terminar repasando episodios de hace unos 10 o más años que podrían parecer banales pero que en su misma banalidad dicen más sobre una época que los supuestos hechos históricos o los momentos en apariencia “importantes” de una vida. 

Todos los detalles en una foto que nos comunican la época a la que pertenece, es decir, lo “viejo”, son ajenos a la misma foto, es un conocimiento que le agregamos a la imagen, el lugar desde el que la mirada se posiciona. Escribe Barthes en La cámara lúcida: “La Historia es histérica: sólo se constituye si se la mira, y para mirarla es necesario estar excluida de ella”. Cualquier fotografía que se considere más o menos vieja captura una especie de presente, la ropa a veces ridícula de los 80 o los 90 solo lo es bajo nuestra mirada contemporánea, la imagen en sí misma es indiferente al paso del tiempo. Por eso las reconstrucciones de época en el cine o la televisión nunca van a ser del todo fieles, siempre existirá un detalle “de época” excesivamente subrayado, un conocimiento sobre el estilo de determinado tiempo que anteriormente era solo “el presente”, como la diferencia entre ver una película filmada en los 60 y otra ambientada en esa década. 

A través de Facebook circuló un video sin editar con tomas de la Universidad de Costa Rica y alrededores, grabado por ahí de 1986. Todas las personas retratadas vivían en un presente en el que quizás lo más llamativo de su día fue encontrarse con un camarógrafo en la calle, van y vienen inocentes de cómo sus ropas, peinados y hasta gestos serán parte de algo que hoy consumimos como el pasado, no muy distinto a esos hombres y mujeres en las películas de los hermanos Lumière y sus miradas asombradas a la cámara, sintiéndose parte de la cúspide de la modernidad cuando para nosotros son registros de un mundo lejano y perdido. 

La primera década de los 2000 fue, al menos para mí, una época casi sin registros, la cámara analógica muriendo como algo masivo y lo digital todavía no del todo consolidado. Es un extraño interregno que no queda lo suficientemente lejos para ser retro pero que tampoco forma parte del pasado reciente. Cada vez que en una red social aparece una foto fechada más o menos entre el 2005 y el 2011 resulta fácil reconocerla como perteneciente a “otra época” y sin embargo la textura de la vida, por decirlo de alguna manera, no parece tan radicalmente distinta al presente. Puede ser que el tiempo se desaceleró y las marcas de época son cada vez más débiles, pues no pasaría lo mismo con una foto tomada en un país occidental en 1957 y otra tomada en 1967. Parece que antes las cosas iban más rápido y ahora lo nuevo no ocurre en la ropa, los gestos y las actitudes, sino en el espacio “virtual” de la internet.

Ahí la diferencia es abismal, si pudiéramos tomar algo así como una foto de internet del 2011 y una del 2021, encontraríamos un panorama increíblemente contrastante, como el paso del blanco y negro al color. La diferencia en este caso ha sido más para mal, pero el hecho de estar crónicamente online en nuestros días no es lo mismo que estar crónicamente online hace 10 años. Esto me lleva a esa extraña época sin fotos, que además en mis recuerdos parece por alguna razón una época barata. Barato quemar un CD en un café internet, barata la hora en esos locales, barato el bus, baratos los teléfonos, etc.

Lo anterior es un sesgo ocasionado por la condición de estudiante e incipiente trabajador, pero también por el reino de la piratería, el tiempo sin suscripciones a turbias plataformas de streaming ahora gravadas con IVA, en donde películas y discos bajados en torrents iban a parar a un CD-ROM. Más allá de los elementos prehistóricos para la juventud actual, fue también una época de descubrimiento en el que flaquearon un poco ciertas barreras muy firmemente establecidas por los medios masivos y en donde según el cliché “la historia de la música/cine/literatura estaba al alcance de un clic”. Evidentemente la cosa no fue para tanto, si acaso una pequeña minoría de obsesivos y obsesivas aprovechó para culturizarse un poco más allá de los cánones middlebrow, pero no se puede negar que alguna que otra cosa cambió. Ahora, en este presente en el que más bien sobran las fotos, en donde cada segundo se capturan imágenes desechables, ya nadie sabe o quiere usar torrents y el consumo cultural supuestamente distinguido de gran parte de la clase media profesional se reduce series de Netflix que no llegan a ser más que culebrones con mejor fotografía y algunos productos socioliberales carentes de cualquier interés estético, en los que Estados Unidos nos exporta de nuevo sus tediosas obsesiones raciales y sexuales. 

No digo que necesariamente extrañe al mundo barato, pero lo asocio con cierta inocencia del descubrimiento, cuando por una simple cuestión de edad todas las cosas que se leen, miran o escuchan tienen mayor impacto. Tampoco extraño la sordidez de los café internet con sus sillas de plástico malolientes y sus personajes que pasaban horas de horas mirando porno, pero al mismo tiempo sí los extraño un poco, de una manera terca y contraintuitiva. Todo forma parte del mundo del pasado, sin ser necesariamente un mundo viejo todavía. Lo bueno es que esa carencia de imágenes nos deja a muchos a salvo de recordar elecciones de vestimenta y capilares muy desafortunadas, quizás lo peor de esa primera década del siglo.



'Da igual', de Ágota Kristóf

Yo no sé si soy ella

© Samoa,