La maestra del poema
Mi hijo no se pone zapatos cerrados o tenis. Cuando salimos prefiere usar unos que son imitación de crocs. Es el tipo de calzado que se puede sacar y poner con facilidad para descalzarse en cualquier momento. Hay mucha libertad en andar descalzo. Para mí también está bueno porque son baratos y fáciles de limpiar. Uno de los cambios que viene con la escolarización es que tendrá que usar con más frecuencia zapatos con cordones. La escolarización es un privilegio y también es una pérdida de libertad en muchos sentidos. Hay un poema de la poeta argentina Marie Gouric en el que una maestra regresa a su casa muy quemada por el trabajo. La maestra destapa una cerveza, llama a una amiga y reflexiona sobre las cosas que no puede cambiar de la escuela. No puede adoptar a les chiques. No puede invitarlos a pasear. Ni darles regalos para cada cumpleaños. No puede ayudarlos como ella quisiera, como ellos se merecen. Pasarles crema en su piel. En mitad del poema, hay una sentencia brutal: Sentir que no se puede cambiar nada / es la que más raspa de las violencias. Gouric suele mezclar ternura y violencia en sus poemas para hablar de una tercera cosa: los pequeños actos cotidianos del amor. Todavía faltan unos tres meses para que mi hijo pase del jardín a la escuela. Me acordé del poema de Gouric porque, en estos días de huracán, mi hijo tuvo que dejar los “crocs” y usar “zapatos de amarrar”, que son más calientitos. Son unos tenis que le compré en el Mercado Central. Le dije que el otro año los podía llevar a la escuela. Son unos zapatos hermosos. Me dijo que, para poder llevarlos, el uniforme tendría que ser color borgoña. Le pregunté que quién le había enseñado esa palabra. Me dijo que nadie, que él ya sabía muchas cosas. La maestra del poema dice que una vez sí pudo hacer algo por uno de los chicos de la escuela. Le enseñó a atarse los cordones. Le describe con una imagen cómo hacerlo. Después imagina a ese chico de adulto enseñándole a su hijo cómo atarse los cordones, como ella le enseñó. El otro día, mientras le amarraba los zapatos color borgoña a mi hijo —antes me había enojado con él porque no había forma de sacarlo de la cama para vestirlo— le repetí esa parte del poema: Primero una orejita de conejo, después la otra. / Las cruzás en cruz. Hacés la parte difícil que es / pasar una oreja por debajo de la otra y tirás. Gouric te enseña cómo enseñarle a atarse los zapatos a tus hijos y, de paso, te deja un poema vibrando en la cabeza en los días de tormenta. Mi hijo se los desató y dijo: otra vez. Se los volví a amarrar y repetí los versos. Sus ojos brillaron para mí en contrapicada con una pregunta: ¿vos también te los amarrás con orejitas de conejo?
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