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40-15: Federer, Dwight, Leila y Ceci

40-15: Federer, Dwight, Leila y Ceci

Estoy obsesionado con un punto de un partido de tenis. En el año 2019 Roger Federer y Novak Djokovic disputaron la final del torneo más importante del mundo, Wimbledon. En un juego en el que fue mayoritariamente dominador, en el quinto set Federer se encontró arriba en el marcador 40-15. Es decir, con un punto más ganaba el partido, y por ende el torneo, pero además tenía dos oportunidades con su saque para conseguirlo. A kilómetros de distancia, en un restaurante cerca de la avenida Silva Lobo en Belo Horizonte, estaba yo siguiendo el juego con Ceci, mi hija, en el regazo. 

Ceci estaba enojada porque no jugaba con ella, estaba viendo la final. Me reclamó porque apenas, de reojo y sin mayor interés, seguía uno de nuestros juegos favoritos. Cuando comíamos papas fritas cada uno asumía la identidad de un gigante y, al mismo tiempo, le dábamos voz a cada papa frita. Así las cosas, cada papa suplicaba por su vida y siempre terminaba con alguno de los dos gigantes diciendo: “lo sentimos, Pedro papa o Irene papa, tuviste la mala suerte de ser una deliciosa papa frita”, y la liquidábamos a mordiscos.

Ante su enojo intenté razonar con ella. Le expliqué que Roger Federer era mi tenista favorito y había seguido su carrera entera. Luego le cité a David Foster Wallace, que en el 2007 escribió el texto más maravilloso que se ha escrito sobre un deportista, Roger Federer como una experiencia religiosa, pero Ceci no había leído a Foster Wallace, y aún no lo hace, por lo que no fue un argumento de peso.

Mi plato era una exageración de picanha, arroz, farofa, papas fritas y cerveza, una combinación que cinco años después no creo pueda comer impunemente. Todos los televisores tenían la final, pero no tantas personas estábamos enganchados al juego. Cuando llegaron las oportunidades de triunfo para Federer, algunos aplaudimos y ya definitivamente dejé de darle atención a Ceci, que siguió comiendo alguna papa desdichada. Ella también notó la atención con la que yo miraba la pantalla. Me excusé, le dije: “ya casi jugamos, va a ser campeón Roger, se le ve con confianza, su saque siempre fue una de sus mejores armas, va a ganar el campeonato en este punto, mirá, es historia viva, noveno Wimbledon”.

El silencio tomó la mítica cancha central del All England Lawn Tennis and Cricket Club mientras Federer se preparaba para sacar. Picó la pelota unas pocas veces, levantó la mirada y lanzó la pelota lo suficiente para estirar su cuerpo e impactar un golpe decente. El saque no fue perfecto, pero llevaba suficiente efecto para plantearle una devolución incómoda a su rival. Djokovic devolvió el saque como pudo. Su derecha no tuvo la profundidad suficiente. Viendo la devolución pensé, con una papa frita en la boca, hay que usar el revés, Roger, y liquidar esto. 

Roger Federer no pensó lo mismo, más bien eligió mover su cuerpo a la izquierda, estirar su brazo derecho y dar un golpe que buscara la línea paralela. Esa derecha no fue buena, Federer se apresuró, la bola se escapó por varios centímetros. El problema fue que el golpe lo dio muy desbalanceado. El hombre a quien apodaban “la perfección suiza” se había equivocado. Sentí que no importaba lo que pasara en adelante, Federer iba a perder ese partido, como en efecto sucedió después.

Al llegar a la casa, tomé mi celular y escribí una nota: 40 - 15, entre el azar y el destino. Fue la primera vez que me quedé pensando en ese punto. En aquel momento empezaba a escribir pequeños textos sobre Ceci que eventualmente mutaron a esta clase de queja histórica por la derrota de Federer que están leyendo. Esa primera versión, que por cierto se perdió, era un pequeño texto en el que me debatía entre la magnitud de una decisión, el destino y el azar. Me obsesioné pensando en que Federer estaba a un punto de ganar Wimbledon por novena vez y alcanzar los 21 Grand Slams; al final de su carrera terminó con 20, pienso que de haber ganado habría frenado la carrera de Djokovic que, unos años después, desplazaría a Federer como el jugador más condecorado de la historia. Todo eso pasó por posicionar mal el cuerpo, o por el azar, o por el destino, y algo así quería decir, pero no decía nada y lo abandoné.

Cada tanto juego tenis, por supuesto de pésima manera, y en una de tantas volví a pensar en ese punto. Creo que Roger Federer, durante lo que quedaba de aquel partido, no pudo superar el error. Desaprovechó también la segunda oportunidad de ganar un punto para campeonato y todo fue cuesta abajo. El mejor tenista de todos los tiempos, quien mejor jugó ese deporte entre todos quienes alguna vez hayamos tomado una raqueta, creo que no pudo pasar la inercia de equivocarse en esa decisión. Tengo años pensando en si a Roger, como a mí, le acecha haber confiado en su derecha y no en su revés. 

Aquel texto no llegó a ningún lado, como verán que este tampoco, y solo revivió cuando yo tomé un par de decisiones que me recordaron ese punto. En una de ellas, sintiendo la confianza de que todo saldría bien, aposté por algo, pero muy dentro de mí sabía que me equivocaba. Recordé a Federer, que en un segundo eligió mal, y creo que si uno ve el video de aquel fatídico punto, él sabe que se equivocó, como yo, como usted aquel día que dijo aquello o que no pudo hacer eso otro. El tiempo se detiene y, aunque uno tenga certeza y confianza, de repente acomoda mal el cuerpo y suelta un golpe que se escapa por centímetros. 

Este texto revivió, ya definitivamente, en algún momento de 2024, mientras leía a Leila Guerriero, que en Teoría de la gravedad dice: “Sepa que acaba de hacer algo irreversible. Quédese inmóvil. Espere que la catástrofe termine de suceder”. La frase me fascinó y me recordó que estaba obsesionado con aquel punto, pero más aún me hizo recordar aquellos momentos que uno sabe irreversibles. Los momentos de los que no hay vuelta atrás, los instantes en que únicamente queda como opción ver que la catástrofe termine de suceder. Una noción maravillosa, si me preguntan. 

Yo he podido ver momentos en cámara lenta, bien iluminados y con sonido surround, de algo derrumbándose. Un día tuve una conversación en la que hasta el mesero se dio cuenta de que no se podía llevar las cervezas, estaba colapsando un mundo. Esos momentos, que usted los ha vivido, se sumaron a toda esta obsesión. Yo conversando y sabiendo que nada nunca será igual, Federer posicionando el cuerpo mal y comprendiendo que no va a ganar Wimbledon mientras observa la bola que se va larga.

Después de perder la primera versión de este texto, escribí varias cositas más para Ceci que espero algún día se vuelvan un libro. Casi todas son pequeños relatos que escribo sobre el tiempo, sobre los fantasmas, la amistad, el miedo y, por supuesto, la paternidad. En cada uno me veo tentado a cerrar con alguna idea, con alguna reflexión, como si quisiera alargar mi paternidad hasta el día que Ceci lea con interés esto y piense: “mirá lo que pensaba mi papá sobre esto o aquello”

Cuando este escrito revivió, me vi tentado a cerrar con la maravillosa frase de Leila Guerriero, pero creo que no es la lección, no es la reflexión, no es de lo que va este escrito que, advierto, tampoco tiene muy claro hacia dónde va. ¿Cómo cerrar la idea de este punto, Federer? Podría, por ejemplo, pensar en la decisión en sí misma. ¿Qué habría pasado si Federer hubiera decidido sacar hacia afuera?, ¿qué si hubiera decidido jugar el punto o si hubiera golpeado de revés? Me doy cuenta rápido de que “el hubiera no existe”, es una conclusión mediocre y facilista, eso es propio de un libro de autoayuda y esto no es autoayuda, a lo mucho es autosabotaje. 

Otro camino posible es el merecimiento. Me tiene harto merecer o no merecer. El merecimiento, gracias a un sistema económico que lo pervierte, se ha convertido en una excusa para que la gente se sienta mal. Federer jugó mejor aquel partido, “merecía” ganar, pero eso es lo menos relevante que se me ocurre discutir en un mundo donde la gente que lo tiene todo asume que lo merece y la mitad del mundo que no tiene nada, según los primeros, no merecen mayor cosa o no se esfuerzan lo suficiente para merecerlo. Este escrito no podía terminar hablando de merecer, en el mejor de los casos pudo abrir este paréntesis para recordar que la meritocracia no existe. Dicho lo anterior, esta digresión nos sigue dejando con el problema de cómo terminar esto.

Me encanta The Office. La versión estadounidense llegó a un espléndido nivel de comedia, tanto así que no solo vale la pena verla: vale la pena tenerla como sonido de fondo. A veces dejo The Office en la sala mientras cocino. Uno de tantos días escuché al personaje de Ryan Howard, egoísta y arribista como pocos, decir: “no entiendo qué hice mal”. Dwight Schrute, uno de los mejores personajes de la serie, un estoico con poca capacidad de empatizar, le responde: “No todo es una lección, Ryan, a veces uno solo fracasa”.

Lo de Dwight me terminó de cerrar algo que no quería aceptar: no todo supone aprendizaje, no toda historia encierra una reflexión, no todo es justo y, por encima de cualquier otra apreciación, no merecemos mayor cosa, menos aún, triunfar. No pretendía que así lo fuese, pero este puede ser el escrito vital para el futuro de Ceci. Temo decirte, pequeña, que a veces uno solo fracasa y no importa la nobleza del trabajo –como decía Marcelo Bielsa–, no importa el amor y el cariño que uno le imprimió a la tarea, no importa cuánto sintamos que algo es nuestro o nos hayan dicho que allá en el horizonte había algo para nosotros, a veces simplemente fracasamos

Este texto terminaba en el párrafo anterior, en junio de 2024. Pero porque las reflexiones sí valen la pena, maldita sea, fracasé, “pasaron cosas”, dos particularmente significativas: fui a nadar en aguas abiertas y terminé el libro Leila Guerriero. En el primer evento, una muchacha tuvo un ataque de pánico mientras nadaba. Al terminar la competencia le pregunté si estaba bien. Me respondió con una confianza bastante impropia de alguien que acaba de tener un ataque de pánico en altamar: “estoy perfecta, me fue pésimo, lo quiero volver a hacer”. 

La manera en cómo la chica estaba decidida a volver me encantó. Casi una heroína, llegó temblando a la playa escoltada por un kayak y lo primero que atinó a decir es que quería volver. Pero no para probarse que podía, sino porque quería, y me atrevería a decir que si le volvía a ir mal, lo haría de nuevo, como el Sísifo de Camus pero en Playa Mantas. Casi termino esto con esa anécdota, pero por suerte aún faltaba un último evento.

Como dije, en algún momento pensé que toda mi obsesión con ese punto de Federer tenía que ver con el azar y las decisiones. Pensé que tenía que ver con el momento de decidir, con la permanente necesidad de elegir y, visto el resultado, aprender. Todo este tiempo he estado equivocado. En realidad, todo tenía que ver con lo que me recordó Dwight: a veces a uno le va como una mierda y todo está bien. No sé de qué otra manera contarte esto, Ceci: a veces las cosas solo suceden y no significan nada, como decía Dwight Schrute, “no todo tiene por qué ser una lección”.

Mi obsesión con este punto de Federer durante cinco años tenía que ver con la necesidad de encontrar algo sobre lo que edificar ideas de resiliencia o aprendizaje. El error siempre estuvo en pensar que lo que sucede supone algo sobre lo cual construir. Yo imagino que Roger Federer, de seguro menos que yo, vuelve a ese punto y piensa: debí hacer algo diferente. No obstante, como yo, se da cuenta de lo que finalmente va esta perorata. Creo que aquellos momentos, como ese punto o como aquel día que usted levantó la voz, el día aquel que lo decepcionaron profundamente y no quiso responder, el dolor aquel que causó con lo que no debió decir o esa pérdida que recordó ahora, son momentos en los que el tiempo se detiene y uno los puede volver a ver una y otra vez, pero, insisto, la gran mayoría no tienen lección, no tienen razón de ser, tienden a ser inmerecidos, injustos o una mierda, pero quedan ahí, inamovibles, y los visitamos no para pensar qué aprendimos o ponderar las opciones que no tomamos, los visitamos para avanzar, pensando que en realidad lo que deberíamos es soltar.

Por suerte, para que esto no termine así, Leila Guerriero lo escribió hermoso. 

Dejar atrás es, ahora, la forma de ganarlo todo. Regresar, la única forma de seguir adelante.



La maestra del poema

Entrevista con Agustín Acevedo Kanopa

© Samoa,