No sé si hay una palabra para nombrar esto
No sé si hay una palabra para nombrar esto. Lo que sé es que se trata de un silencio sólido y brutal que no puede enmascararse con la transmisión de un partido de fútbol, ni con meditación, ni con media docena de latas de cerveza. Nada con qué entumecerse. Se trata de la disposición en que quedaron los lápices de color tirados en el piso y un dibujo a medio colorear. Se trata de la cuchara hundida en la mitad de un yogurt. De la forma en que el viento mueve los pijamas con dibujos de animales tendidos al sol. De los palitos, plumas y piedritas que venían dentro de la mochila y ahora forman un alfabeto misterioso sobre la mesa. Se trata de que en la mañana le habías cepillado el pelo y algo se había desenredado en tu cabeza —un poema, una impostura, un plan— y más tarde se volvió a enredar. Se trata de que había mucha prisa por salir y lo apuraste y ahora no entendés por qué había prisa por salir. Se trata de que un día abrís la caja del té y encontrás un carrito amarillo que primero te hace reír y después te hace llorar. Se trata de ese poema de Laura Wittner, Por qué no tiene que llover los domingos, en el que dice: Truena y no tengo a quién calmar / lo que por un segundo se parece / a no tener quien me calme. O ese otro poema de Circe Maia, Regreso, en el que dice: Estábamos tan acostumbrados / al ruido de los niños, / —gritos, cantos, peleas— / que este brusco silencio, de pronto... / Nada grave. Salieron. / Sin embargo / en pocos años será lo mismo / y no nos sentaremos a esperarlos. / Habrán salido de verdad. Se trata de que les hijes te sacan de la literatura del yo y te dan una definición del atardecer: es cuando desaparece el sol y se mezclan todos los colores. Se trata de que una mañana, después de dejar a tu hijo en el jardín, vas a entrar a tu casa con las palabras que te dijo de camino: cuando me muera quiero mezclarme con el viento para poder seguir viendo a los pájaros.
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