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Lugares remotos

Lugares remotos

Iba a salir con una sola amiga, pero al final fue una de esas excursiones que terminan siendo de grupo de seis. Llegamos al cine Magaly y entre que nos tomamos algo, fuimos al baño culpando a las próstatas y compramos palomitas calientes para recalentar el ambiente tropical, terminamos sentados viendo una película que era parte de la muestra del Festival Internacional de Cine. Aquí, por supuesto, conocemos a los actores, al director, al director de fotografía. Todos somos amigos de formas más o menos estrechas, con hilos perdidos en el pasado, con vínculos que van de lo familiar pasando por lo profesional y lo estrictamente sexual.

Es una sensación extraña primero ir al cine con otras cinco personas como si fuéramos adolescentes de dieciséis años y después, encima, irnos no a tomar birra, porque ya casi ninguno toma, sino a conversar, agua mineral en mano y con comida, a la casa de alguno, hasta que nos da sueño temprano y terminamos durmiendo cada uno en su cama antes de la medianoche. Qué novedosa sensación, veinte o treinta años después.

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Hay un grito que no sale. El grito se me queda en el pecho, da unas vueltas como un perro y se duerme. 

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No recuerdo qué lugar infantil ocupaban Sámara y Nosara en mi imaginación, pero sé que era un lugar pequeño y remoto. Efectivamente, es un lugar remoto, pienso, mientras mis órganos internos se baten en un camino hecho de huecos y piedras. ¿Qué carajos querrán venir a hacer estos gringos hippies en estos caminos del demonio? Al cabo de una hora de sufrir nos encontramos un río que ha crecido demasiado para pasarlo con el carro. Al lado del río, un grupo de enormes zopilotes se comen el cadáver de un animal grande que ya es imposible de identificar. Hay que dar la vuelta. Pienso en que la maestra de la escuelita de aquí ya no puede pagar el alquiler y tiene que viajar tres horas cada mañana por estos caminos de mierda; en cambio, si querés una sesión de sound healing, no hay problema, eso es fácil de encontrar. 

Es bonito aquí. La niebla entra por las montañas, los monos aúllan cuando empieza a llover, las mariposas se arremolinan en nubes de colores, los escarabajos dorados se te meten en el trago por error, el océano Pacífico se duerme en la distancia. Claro, una botella de agua cuesta como nueve dólares. Aquí no vuelvo ni a putas: que se lo dejen los hippies y sus ceremonias de vomitar en grupo.  

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Mi abuelo tenía una ética de trabajo inquebrantable que yo no heredé. Trabajaba como ingeniero en el MOPT, aunque nunca estudió ingeniería, ni estudió nada, para ser exactos. No sé cómo terminó dirigiendo obras monumentales como puentes y carreteras. Tengo una foto de él al lado de un rótulo en el Darién, me imagino que hasta donde se pudo llegar antes de que fuera imposible construir un metro más. Así eran las cosas antes; el que estaba ahí mal puesto y con ganas de hacer un esfuerzo loco terminaba dejándose llevar por el Estado benefactor hasta ser depositado en la clase media. Cada vez que pienso en él y en sus manotas de albañil, recuerdo que una vez se asomó a inspeccionar una columna en el puente del Virilla, y lo que vio fue cómo el encendedor de oro que andaba en la bolsa de la camisa se perdía en el precipicio. Qué trabajo tremendo. Yo, en cambio, odio mi trabajo fácil, en el que lo único que tengo que hacer es tocar una computadora todo el día con los dedos. Las reuniones me llenan de furia y ansiedad, ganas de vomitar, picazón, dolores de cabeza y cuerpo. Yo lo que quiero es pasármela leyendo, poner frijoles y hablarles a mis matas como si fuera mi abuela. Heredé la vocación del ancestro equivocado.

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He estado leyendo varios libros de Jon Fosse, el noruego que ganó el Premio Nobel de Literatura del 2023. El primero que leí fue Morning and Evening, una historia en la que entendemos todo sobre la vida del protagonista con la narrativa del primer día de su vida (contada por su padre) y el último día de su vida, contado por él mismo. Me encantó, y de inmediato me leí la trilogía que incluye Wakefulness, Olav’s dreams y Weariness, escritos del 2011 al 2014. Las historias de los personajes van saliendo de sus circunstancias momentáneas. Si alguien está tocando el violín o hablando con otro personaje, podemos llegar a entender a sus padres, sus sueños, sus deseos y sus sencillos recuerdos. Estas historias están llenas de ansiedad y cansancio, y los personajes se mueven como escritos para el escenario de la imaginación. Hay algo que me encanta de la novela corta: nos cuenta un montón de cosas sin quedarse detenida por mucho tiempo. Siempre alcanza para decir todo lo que tiene que decir.

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Esta semana estuve en San José de vacaciones sin hacer nada y pensé que podría ir a ver la ciudad. Pero la ciudad no se deja ver tanto: es pequeña y utilitaria, no tiene lugares donde nada más se pueda estar sin gastar plata. Ir a una librería me lleva media hora, ir a un mercado me lleva quince minutos antes de que el acoso vendedor empiece a volverme loca. Fui a un mall semiabandonado en Escazú y todo el rato una muchacha guarda de seguridad me persiguió diciéndome dónde podía estar y dónde no. En esta banca sí, en este pasillo no. Después me doy cuenta de que en todo San José los guardas me ven nerviosamente, como la vaga amenaza de una persona que no tiene adónde ir. Fui al Museo del Jade y duré como 45 minutos en verlo todo. Ya no sé ni qué inventar, he subido y bajado la avenida central como siete veces, del Mercado Central a la plaza de la Cultura. A la una de la tarde se viene un aguacero inmovilizador y es mejor estar a resguardo, así que los parques quedan fuera de juego. Simplemente no hay dónde perder el tiempo. Me tomo un café en un café y leo un libro de papel. Afuera, la gente tiene adónde ir, un punto A y un punto B, una multitud en tránsito. Si le preguntás a cualquiera hacia dónde va, tiene una respuesta. Supongo que voy de regreso a mi casa, a ver llover.

La parte buena

No sé si hay una palabra para nombrar esto

© Samoa,