La parte buena
Por mudanza, desarmé una biblioteca que en su momento, por experiencias anteriores traumáticas, había encargado como modular al ebanista que la diseñó y construyó, un primo venezolano-italiano a quien recomiendo ya mismo. Quería entonces que de llegar aquel día teórico —materializado, claro está, recientemente— me fuera sencillo desmontar, transportar y armar de nuevo la biblioteca en ese lugar que pasó de concepto vaporoso a apartamento pequeño en los límites de Zapote y Barrio Luján. Desarmar y transportar no fueron mayor problema; rearmar, en cambio, una contienda desigual que vista desde afuera sin duda calificaría como sketch de Chespirito. Resumo así: me sobraron partes.
La salida rápida (o tentación demagógica) sería decir que aquella estampa era la
representación palpable de otra cosa, de la importante, la que estaba atravesando. Pero bien lo dice Laura Wittner en el inicio categórico del poema Mis padres bailan jazz en el Café Orión, "No es que leamos mal los signos. / Es que las cosas no son signos." Se trataba apenas del caso típico de zapatero a tus zapatos, cada-quien-a-lo-suyo.
Desde ese día he pensado mucho en los trabajos manuales, en los oficios, particularmente en la carpintería y en su prima que aprendió inglés, la ebanistería. Y , obvio, en las personas que tienen esa destreza. Reflexiones que rápidamente desembocaban en envidia justificable: son personas que saben cuál es su habilidad, saben en qué o para qué son buenas. Lo saben porque es evidente, lo que hacen está ahí frente a quien quiera comprobarlo. Ahí su creación, rodeada por aire, bañada por la luz del atardecer que cae sobre una terraza, desplazando un volumen de agua donde está sumergida, haciendo crecer el fuego que la consume, ni la oscuridad o el olvido más recio de un sótano olvidado las vence, ahí estará la silla o el banco o la mesa o el gavetero cuando alguien active el interruptor.
Exagero un poco, esto lo pensé una sola vez y en medio segundo, sin elaborar, porque vengo de días de tareas físicas, dar clases, adquirir cosas, transportarlas, acomodarlas. La mudanza es solo una pieza del rompecabezas de la circunstancia mayor, circunstancia que exige atenciones concretas, tangibles, verificables. De modo que no pensé más en eso hasta hoy mientras veía la película que me atravesó como un perno de ballesta.
Le meraviglie / Las maravillas (2014) es el segundo largometraje de la directora italiana Alice Rohrwacher (le valió, entre otros, el Gran Premio del Festival de Cannes). Dirigió dos más después de este, Lazzaro Felice (2018) y La chimera (2023). Tanto el primero, Corpo Celeste (2011), como estos últimos me gustaron muchísimo, pero la tarde de semana (horario laboral) que vi Las maravillas metido debajo del edredón (¿cuál será mi habilidad, mi destreza?) experimenté algo más que esa especie de gratitud que se siente después de ver o leer algo que nos movió. Fue otra cosa. Ni siquiera podría decir que se acercó a la alegría o algún tipo de aprendizaje o transferencia. Con la última escena, de por sí un plano poderosísimo en su sencillez, sentí que me despedía de un lugar en contra de mi voluntad. El mundo minucioso de una protagonista y sus vínculos, un mundo universal en sus miniaturas idiosincráticas y de tópicos emocionales y conductuales ordinarios se cerraba en mi cara, me dejaba afuera. Como si en vez de ver una película hubiera estado viviendo no en su lugar físico geográfico sino en lo-que-pasaba o más precisamente en lo-que-le-pasaba no solo a la protagonista, también a los personajes centrales y satelitales (diría que para Rohrwacher no hay personajes menores). Terminó la película y sentí que me habían arrebatado algo. Minutos antes había arreciado un aguacero hasta convertirse en tornado o similar. Se fue la luz y el parque al frente del apartamento fue acordonado con la cinta amarilla oficial de las autoridades municipales. Todo podría interpretarse como efecto dramático pero juro que así fue.
Cuando regresó contrito a la familia, mi abuelo materno vivió sus últimos años en un cuarto añadido al fondo del patio (lo recibieron pero con condiciones). Y o estaba en preescolar o primer grado y entendí rápidamente lo que no explica el Código de Familia. Me conmovió, creo, el aura de penitente que lo rodeaba y todas las tardes cruzaba el patio para visitarlo en su parte de la casa. Escribo estas oraciones y vuelve el verde claro de la pintura de aceite de las paredes de su pequeño apartamento, porque eso era, allí cocinaba o hervía el agua en una plantilla eléctrica, allí tenía la hielera de estereofón que, con hielo traído de la casa, usaba como refrigerador. Vuelve también una sensación de tibieza, de comodidad, de conversaciones sostenidas por silencios amplios alrededor de pocas palabras (las mejores, si me permiten). Y o no lo juzgaba porque aunque hubiera tenido detalles de su pasado (que ni tuve ni tengo), mi edad me ubicaba fuera del territorio del castigo y la venganza moral; por su parte, él no esperaba nada de mí (prácticamente me conoció en este regreso penoso) ni le pesaba ninguna obligación o responsabilidad sobre mi presente ni mi futuro. Me doy cuenta ahora de esto: fue mi primer amigo. Tal vez fui yo el último suyo.
En su apartamento al fondo del patio, después de extender y dirigir la antena de la radio, conocí a Tres Patines y el programa de educación popular Escuela para Todos. El abuelo me enseñó a jugar cartas con baraja española (respeto poco o nada esas artes, y hasta hace poco supe que me eduqué con el tarot), me llevaba al estadio, a veces me esperaba a la salida de la escuela y se echaba mi mochila al hombro. Pero quería llegar a esto: me encantaba desarmar sus radios Sanyo de transistores. Cuando los armaba de nuevo siempre me sobraban piezas y, señalando la mesa, le decía “esas que quedaron son las partes malas, las partes buenas están adentro”.
Tengo que contar también que en la recta final se hizo evangélico y, de forma acelerada, aprendimos a desconocernos.
No se sabe con exactitud cuál es el tema de las películas de Alice Rohrwacher. En un contexto en el que (en ámbitos políticos, artísticos, deportivos, académicos, laborales, privados) pesa el mandato de la definición, la posición, la categoría, la claridad (lo que no es otra cosa que una pulsión simplificadora) esto debería ser suficiente para explicar mi admiración por su cine. Pero no vine a eso, ni me interesa la vertiente crítica de mi-artista-es-genial-la-tuya-no. Es saludable evitar el cruce con adolescentes tardíos, y tampoco es este un sitio/publicación especializada.
A partir de vidas que transcurren en estratos populares de regiones olvidadas por la modernidad (¿progreso?), Rohrwacher, que tiene claro para qué es buena, propone una mirada aguda y detallada de grupos humanos, de sus interacciones, su extrañeza, resignación o desamparo. A la vez, de sus complicidades y leves epifanías, sus gestos de dignidad, sus júbilos y afectos. Todo mezclado, sin intención alguna de sugerir esta-es-la-parte-buena, esta-es-la-parte-mala. Se nos devela sin jerarquías el abanico de situaciones, conductas, pulsiones, consecuencias. Y conocemos a estas criaturas no por lo que dicen, si no por lo que hacen. Por lo que pueden controlar y lo que no, por la dialéctica dispar de la razón y el goce. Sin embargo, no hay una psicología, su cine es menos cercano al gran proyecto totalizador freudiano que a la observación etológica. Pero no la del análisis cauto o distante, en Rohrwacher presenciamos la observación de quien se asombra, de quien se maravilla por eso que constata. Hablar de Alice Rohrwacher es hacerlo también de Hélène Louvart, la directora de fotografía de sus cuatro largometrajes. La textura arenosa de 16 mm, los planos heterodoxos (en el extremo opuesto a la idea de correctas composición, luz y nitidez), el protagonismo de la cámara en mano (que no es otra cosa que emular la mirada humana), pero sobre todo la intuición estética y narrativa en sintonía o simetría con la de Rohrwacher.
Aquí, para evitar equívocos, se impone aclarar que no hay asomo de culpa pequeñoburguesa en la elección de sus sujetos, también está libre su obra del gluten del cine pedagógico y moral, sobra decir que no hay parentesco alguno con el género de la pornomiseria.
Barrios organizados alrededor del catecismo de sus hijos, una familia ampliada que huye de la ciudad para vivir de la apicultura (¿algo más colectivo que una colmena?), trabajadores en condiciones feudales, amigos vinculados por la profanación de tumbas, familias de diversas denominaciones y estructuras ajenas a la nominalización obligatoria de otros sectores de la sociedad, colectivos comunales, delincuentes sin otra aspiración que mantenerse fuera del sistema, curas de parroquias insignificantes, ocupas. Hay un denominador común en su cine, la atención sostenida sobre esa característica gregaria de los clanes, comunidades o pandillas para cuidarse y protegerse ante la adversidad, el orden social o la arbitrariedad del universo, si bien la mayoría del tiempo de formas contradictorias. No se detiene Rohrwacher en calificar los fenómenos, no son modos perfectos o imperfectos, son modos, formas sin adjetivos. Formas que, además, no empañan ni un poco los instantes luminosos y fugaces de voluntad, belleza y desprendimiento.
Rohrwacher, me parece, y con mayor énfasis en Las maravillas, hace un cine impulsado por una gravitación intensa, una inquietud antigua, arcaica, cavando profundo hasta el origen de nuestra especie, movida por una pregunta que viene desde digamos los estadios agrarios y pastoriles. Ninguna vía más sólida para crear un arte vigente, contemporáneo. Sí, la película que, con la entrada de los créditos, me deportó a la fuerza al edredón a media tarde de día laboral, a la lluvia furiosa, al tornado, al corte de luz, al parque inhabilitado por protocolos municipales.
En fin. Sé que estas experiencias, como la membresía de ciertos clubes, son intransferibles. También entiendo que la forma en que percibimos las cosas es indisociable del contexto, la coyuntura, el momento que atravesamos. Un año atrás o un año en el futuro, la experiencia habría sido otra, no dudo de que me habría gustado mucho la película pero no ignoro que el efecto final estaría mediado por el contexto. En todo caso, sí pienso en las partes que sobran al rearmar algo que estaba completo. Pienso en las partes buenas, las partes malas. De mis amigos cercanos, íntimos, mi familia molecular, me gusta decir que son mi parte buena. Creo que se entiende lo que quise hacer aquí.
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