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Algunas notas sobre 'Delirio', de Alexandra Latishev

Algunas notas sobre 'Delirio', de Alexandra Latishev

En 2017 estrenó su primera película, esto dice la sinopsis oficial: “La vida de María José transcurre entre la universidad, sus siempre distantes padres, el entrenamiento de rugby y sus aventuras con su mejor amigo, Carlos. Emocionalmente desconectada de su entorno, un día se encuentra con Javier y trata de iniciar una relación con él. Pero sus esfuerzos por llevar una vida normal son en vano. María José carga con un secreto: un embarazo que todo el mundo se niega a ver”. ​​Latishev, con el foco en una joven contemporánea de un país rural, intuye –es decir, en ese modo anterior a comprender– que la película tiene un solo nombre: Medea, el arquetipo universal individualizado por la mitología y el teatro griego (Eurípides en su punto más alto), la mujer infanticida, la hechicera, la sacerdotisa de Hécate, otra bruja, mito llevado al cine por referentes como Pasolini, etc. Le suma a su ópera prima, no como capricho ni boutade sino porque ya es consciente de que la forma también es el fondo, una cinematografía 4:3 cuando el estándar, el formato casi reglamentario, es 16:9 (esto se refiere a la relación dimensional de la fotografía, aspect ratio, cuántas unidades de alto caben en la unidad de ancho). Con estos dos gestos inaugurales, Latishev, cineasta joven de un país rural, se anunciaba, corto y claro, como una artista que no venía a pedir permiso de nada a nadie.

Se sabe que los gestos no garantizan resultados, y que incluso pueden ser augurio de todo lo contrario de lo que pregonan. En Medea, sin embargo, esos gestos se levantan en los pilares sólidos de una película que, con elegancia y lejos de los eslóganes menos biempensantes que absolutos de la época, se niega a las simplificaciones, a los Snickers de la obviedad y a la pedagogía, a la vez que no deja títere con cabeza (padre, madre, amigo queer, equipo de rugby, novio, ligue, sociedad, ni siquiera exime a la protagonista).

Si en Medea el nudo del tema estaba ahí frente a todos, visible, corporizado, en Delirio se ubica en el plano inmaterial, en el éter del tiempo pasado y sus consecuencias. Con mayor precisión, en el orden de la memoria (Mnemósine, si seguimos con los griegos): un fenómeno que no depende de la voluntad, no se decide qué vamos a recordar y qué no. 

En Delirio, Masha (Helena Calderón), una niña de 11 años, se muda repentinamente junto a su madre, Elisa (Liliana Biamonte), donde su abuela Dinia (Ana Ulloa), que atraviesa los inicios de la senilidad. Dinia, ya entrada en la viudez, vive en el mismo sitio donde creció Elisa, la casa rústica en una zona alejada de la ciudad. La convivencia de estas tres mujeres detona un delirio en torno a la presunta presencia amenazante de un hombre que nadie ve.

A escasos minutos de iniciada la película, se ve el dominio de la estructura narrativa clásica de Latishev, un primer acto en el que el mundo ordinario de sus protagonistas se transmite al espectador en su calidad de anterior, es decir, su mundo ordinario (ese que se nos muestra siempre antes de que un punto de giro nos meta de cabeza en el segundo acto) existió antes de la escena primera en la que no bien estacionan su jeep clase media, Elisa y Masha se bajan, cogen sus bolsos y entran a la casa de infancia de Elisa. Un dominio de estructura clásica que luego, porque lo necesita, Latishev va a abandonar. 

Se habla del marido de Elisa como si estuviera muerto, pero por Masha, hija de ese hombre ruso, sabemos que no es así. En un ambiente cargado de interacciones ríspidas, la agresividad pasiva característica de nuestras familias, queda claro que el padre de Elisa, muerto años atrás, es una de las razones por las que estamos aquí sumidos ya en una narración de pocas palabras y mucha comunicación con el resto de los recursos cinematográficos que, ya a esta altura, definieron la fotografía (Esteban Chinchilla) de un entorno hostil, un paisaje bucólico sórdido, un diseño sonoro (Alex Catona y Nadine Voullieme) sutil pero inconfundiblemente oscuro y, protagonista de acuerdo con la misma directora, una casa armada menos por cosas que por tiempo, aporte esencial de Dominique Ratton-Pérez que, se diría, imaginó la casa primero por el humo. 

Masha siente un miedo que no puede nombrar; Elisa y Dinia, uno que no quieren nombrar. Una historia que, como buena parte de los planos, vemos a través de velos (mosquiteros, marquisettes, reflejos en ventanas o espejos). Los mismos velos que difuminan la psique de sus protagonistas. Una historia, podría decirse, en la que lo que acecha es la inminencia del pasado.

Leyendas de muertos y vampiros, conjuros, son las herramientas de Masha para darle identidad a eso que sospecha. Por su parte, Elisa se va hundiendo en el agujero negro de un terror conceptual (muy justificado) al que arrastra a su madre y a su hija. Masha se aferra al idioma de su padre para no terminar de perderlo y, encerrada y aburrida en una casa que se va encogiendo, recurre a esas historias de vampiros y a sortilegios para invocarlo. 

Pero no quiero reducir el comentario a un repaso del argumento, más bien quería llegar a este punto para compartir lo que en mi criterio es el mayor logro de Delirio: ese momento extendido en que presenciamos de forma gradual cómo las personas que la rodean se convierten en el síntoma de Elisa, a la vez que ella se convierte en uno de los síntomas de las otras coprotagonistas. O lo que es lo mismo: el momento demoledor en que nos convertimos en síntoma. Síntoma del otro, así como ese otro se convierte en nuestro síntoma.

Y es entonces cuando el delirio cubre, como un domo enorme, sofocante e invisible, a las tres mujeres encerradas en una casa donde importa tanto quiénes viven como quiénes vivieron. Una forma, en mi opinión, de cuestionar la omnipotencia del individuo, del Yo que puede todo solo/a. El vector de la vida colectiva, de la colectividad, no se puede pasar por alto con la ligereza que parece haberse vuelto norma. Es por ahí donde, sin conceder una clausura tranquilizadora o una certeza, Delirio sugiere una forma de posibilidad, una eventual vuelta a la conciencia.

No era fácil proponer una película que estuviera a la altura de Medea, y con Delirio, Alexandra Latishev se posiciona como una cineasta arriesgada y aguda que logra la difícil combinación de una obra firme, provocadora y generosa.

Leche derramada

La parte buena

© Samoa,